La libertad regalada / 1
El autor de El tambor de hojalata y El rodaballo analiza en este texto el significado de la fecha del 8 de mayo de 1945, cuyos efectos, a los 40 años, forman parte de la propia configuración de las dos Alemanias. El texto corresponde al discurso pronunciado el pasado 5 de mayo en la Academia de las Artes de Berlín.
El 8 de mayo significó un corte en mi vida. Este corte se ha ido profundizando desde entonces, porque con el escaso entendimiento de mis 17 años sólo fui vagamente consciente de él. Aquel día de la capitulación sin condiciones del gran Reich alemán lo pasé en el hospital militar gracias a una herida de metralla leve, pero suficiente como para ser internado.Hasta entonces mi educación había transcurrido militarmente según los conceptos nacionalsocialistas. Es cierto que hacia el final de la guerra surgieron dudas difusas, pero no se puede hablar de resistencia. La crítica se dirigía como mucho al cinismo del mando militar, a los bonzos del partido, que eran considerados como holgazanes, y a la alimentación insuficiente. Aparte de la técnica militar de matar, había aprendido dos cosas: conocía el miedo y sabía que tan sólo había sobrevivido por casualidad. Dos conocimientos que hasta hoy no han desaparecido, que no necesito mantener despiertos, que una vez conseguidos -especialmente el conocimiento del miedo- son una ganancia.
Para mí, y para muchos que se encontraban tendidos en las camas vecinas del hospital militar, la capitulación sin condiciones significó -después de la certeza de haber sido los vencidos- la liberación del miedo. Con la destitución de los jefes militares, que sólo se notó paulatinamente, esa falta de libertad a que estábamos acostumbrados, en parte incluso aceptada, comenzó a desaparecer, sin que se manifestara esa gran desconocida: la libertad. Esta libertad como amplia perspectiva de existencia humana, tuvo que ser regalada a los alemanes vencidos, pero, sin duda, según el punto de vista de los vencedores, dividida. Es cierto que los alemanes habían hecho todo lo posible y no habían omitido esfuerzos sobrehumanos para quitar a otros pueblos su libertad, pero para la recuperación de la propia no aportaron mucho.
Para franceses y rusos, holandeses y polacos, checos y noruegos, supervivientes de los campos de concentración, prisioneros de guerra, condenados a trabajos forzados y emigrantes, que habían sufrido bajo la ocupación y los crímenes causados por los alemanes, el 8 de mayo de 1945 significó la victoria decisiva sobre el fascismo y la liberación de los alemanes. Para éstos, aquel día señaló en primer lugar la derrota militar e ideológica, porque moralmente y en sentido político y religioso ya habían capitulado sin condiciones el 30 de enero de 1933. Pienso que -hasta el día de hoy- estas distinciones no han sido ni comprendidas ni aceptadas suficientemente en ninguno de los dos Estados alemanes. El hecho de considerarse liberados fue y es demasiado tentador, y al mismo tiempo se reprimía el conocimiento penoso de que la masa del pueblo alemán había hecho todo lo posible por impedir la liberación, después de que la resistencia había sido expulsada del país o había sido eliminada dentro de él.
Vencido y liberado
Al menos así me veía a mí y a muchos de mi edad el día 8 de mayo de 1945: vencido, inferior, por un lado liberado del sargento, pero sin conocimiento de lo que la libertad es o podía ser. Con un vacío en la cabeza, ansioso de la comida de cada día, movido por sentimientos difusos y adolescentes que -entre tristeza y obstinación- permitían por primera vez el sentimiento de vergüenza. Escuchaba cifras inconcebibles, veía fotos en los periódicos que mostraban montañas de cadáveres y no lo quería creer. Los últimos campos de concentración fueron abiertos. Consternación y rechazo me marcaron. ¿Fueron los alemanes capaces de cometer tales crímenes? Esa fue la pregunta densa y terca que de momento no quería encontrar respuesta. Para hacer comprensible a los jóvenes de 17 años de hoy la falta de libertad de mi generación, que perduró más allá del 8 de mayo, cabe decir que, tan sólo con la confesión de nuestro ex jefe de las Juventudes Hitlerianas ante el Tribunal de Nurenberg, tal pregunta encontró una respuesta que anuló la obligación de cumplir órdenes, que permitió el shock y que, al mismo tiempo, era agravante: "Sí, fuimos capaces".La inocencia del canciller
Sé que incluso en los editoriales de nuestros días se extienden certificados de inocencia. En estos momentos nos permitimos el lujo de un canciller que, si bien no tiene la inocencia arraigada, la tiene innata. Rápidamente se apresuraron a sacar los certificados de inocencia. De los años cincuenta. ¿Pero qué significado tienen las repetidas afirmaciones solemnes de que la mayoría del pueblo alemán no tenía conocimiento sobre cámaras de gas, exterminación en masa y genocidio? El desconocimiento no puede absolver a nadie. El desconocimiento vino por culpa propia, ya que la mayoría sabía perfectamente que existían campos de concentración y quién iba a parar a ellos: por ejemplo, rojos y, naturalmente, judíos. Este conocimiento no tiene remedio a posterior¡. Ninguna absolución presuntuosa puede anular este conocimiento. Todos sabían, podían saber, tenían que haber sabido.
Desde que tenía 15 años supe que cerca de mi ciudad natal se hallaba el campo de concentración de Stutthof, entre el Báltico y el golfo de Koenigsberg, en medio de un paisaje pintoresco. No sólo Dachau y Buchenwald estaban cerca.
De 1.634 campos de concentración registrados, uno llevaba el nombre de Bergen-Belsen. Como símbolos de advertencia y amenaza, los nombres de los campos más próximos sonaban como frases hechas: la abreviatura de KZ (campo de concentración) era una palabra conocida. Sólo que no se hacían preguntas. ¿Con quién y hasta qué extremo? Yo tampoco he preguntado. Ni los curas ni los profesores preguntaron. Ni juristas ni cardenales quisieron saber más de lo que ya sabían. Se vivía en vecindad con el crimen diario, y, por cierto, no tan mal, aparte de la guerra y sus contragolpes.
Por eso, los alemanes no fueron liberados, sino vencidos el 8 de mayo. Por ello perdieron provincias. Yo perdí mi ciudad natal. Y lo que fue de mayor trascendencia hasta hoy: los alemanes perdieron su identidad. Desde entonces no pueden comprenderse a sí mismos. Les falta algo que, ni con todo el empeño posible, pudo ser reparado: ese vacío en su conciencia. Por eso se aferran a lo que debería haber sido. Érase una vez un país cuyo nombre era alemán.
Y quizá, a pesar de estar tan afectados por las pérdidas, no quisimos, por ello, abrir los ojos frente a la derrota, y menos frente a su incondicionalidad. Muy pronto fuimos en busca de nuevas palabras, de aquellas que, más que aclarar, ocultan. Lo que interesaba eran palabras moderadas. Hasta el día de hoy se mantiene la palabra derrumbamiento, sin querer explicar qué es lo que se derrumbó. Se habló de catástrofe, ¿pero de quién? El nombre final de guerra, que se las da de imparcial, ¿quiere decir que solamente terminó la guerra? Todavía se encuentra en circulación la perífrasis tan fluorescente de la hora cero. ¿Para quién sonó? No fue para los muertos. O sea, que fue para los supervivientes. ¿Quizá fue para los señores Krupp y Flick, que, después de una pequeña interrupción, continuaron como antes y después de 1933, cuando financiaban a su Hitler con métodos que no estaban marcados por la hora cero? La hora cero sigue siendo lo suficientemente vital como para corromper en la actualidad a políticos y para desacreditar a la democracia.
Todo eso se demostró: la hora cero no sonó para profesores y jueces, ni para un secretario de Estado llamado Globke, ni para ningún ministro llamado Oberlaender, ni para ninguno de los muchos Filbinger y más allá del 8 de mayo se salvaron las herramientas de destrucción y sus peones, gracias a los cuales se había podido destrozar la República de Weimar. Y esto fue así tanto aquí como allí, antes de que fueran creados los dos Estados alemanes. Si la RFA se creó a partir de una difamación bien ensayada en contra del comunismo, la RDA tuvo sus comienzos con la eliminación de todos los socialdemócratas que se opusieron a un partido unificado obligatorio.
Estas marcas tan tempranas les sentaron mal a los dos Estados alemanes. Siguen manifestándose los malos fundamentos de las dos estructuras. El 8 de mayo podría abrir la posibilidad de preguntar por las razones de un comienzo malogrado, pero temo que en todas partes se habrán celebrado -aunque con acentos opuestos- autoceremonias al estilo de una Alemania del Oeste y del Este. Por eso vale la pena perseverar y volver a consultar a la supuesta hora cero. Es verdad: muchos, yo también, teníamos por aquel entonces la ilusión de que se formaría algo nuevo, tanto aquí como allí. Ni el capital, ni el Estado, ni un partido debían asumir el poder solos. No se debía volver a empuñar un fusil. Había que aprovechar la hora cero. Hoy sabemos que sólo se restauraron pequeños fragmentos.
Podemos ver que aquí -fuera del control democrático- el capital impone la ley de los fuertes. Allí un solo partido determina todo y no tolera nada, aparte de a sí mismo. El Estado es cada vez más pretencioso. Y el fusil, que nunca más iba a ser empuñado, se ha convertido en un misil nuclear emplazado en las dos Alemanias.
Nuestros hijos se preguntarán cómo se pudo llegar a la liquidación rápida de los propósitos, cuya razón de ser sigue siendo tan evidente ahora que es demasiado tarde. Mi respuesta sólo puede ser desalentadora: la postura de protesta política de los años que siguieron a 1945 permitió a dos políticos con maña que hicieran fracasar la ficción de la hora cero a través de la realidad aplastante. La obra de Konrad Adenauer y de Walter Ulbricht, del rearme de los alemanes en los dos Estados, destruyó todo sueño de la otra Alemania. Con Adenauer y Ulbricht habían llegado al poder dos representantes de la República de Weimar, que incluso habían fomentado su desmoronamiento. El. uno, un separatista de Renania; el otro, un estalinista sajón. Los dos parecían haber sido escogidos para impedir la tan sonada otra Alemania y para sellar la división del país. Los dos estaban concebidos el uno para el otro.
Una división perfecta
Sus mentiras, su astucia, su gran disposición a difamar al contrario político mostraron la escuela de Weimar. A esto correspondió el instinto del poder de estos dos fundadores del Estado. Bien pronto Adenauer y Ulbricht presintieron la nueva situación. La división de Alemania en una parte del Este y otra del Oeste les vino de maravilla. La división de Alemania pasó a ser la división de Europa. Desde entonces, al campo socialista de la paz se enfrentó el Occidente llamado cristiano.
O sea, que a la ilusión o a la mentira de la hora cero se sumó otro fraude, que permanece hasta el día de hoy. El 8 de mayo los alemanes todavía eran los vencidos; a partir de los años cincuenta se aliaron a los enemigos los vencedores. Más aún, se autoengañaron adoptando posturas de vencedores y ganadores. Al mismo tiempo querían ser elogiados mostrándose como alumnos perfectos de los bloques. La imagen del enemigo funcionaba: los otros alemanes eran los malos, tanto en un sistema como en el opuesto. Había que señalarse mutuamente con el dedo. Se volvía a ser alguien, ya fuera allá en la zona de paz o aquí en la de a favor de la libertad
¿Pero quién éramos exactamente? La reflexión sobre la identidad perdida sólo fue un tema hasta la reforma monetaria. Después fue considerado un lujo, una pérdida de tiempo que fue a formar parte de los programas nocturnos de las emisoras de radio. Por eso, y para acortar el proceso de búsqueda de la identidad propia, tuvo que prestar su ayuda la guerra fría. Estaba bien visto seguir la tradición de ser un anticomunista rígido o recuperar una postura antifascista. Además se pudo llenar el vacío en la conciencia con virtudes secundarias, que habían superado ilesas la capitulación sin condiciones.
Por esta razón había que ser aplicado. ¿Qué eran los alemanes? Volvían a ser aplicados. Por eso se era fiel. ¿Qué se puede esperar de ellos? Que sean fieles a la Alianza. Y también se era puntual. A menudo se llegaba antes de hora. Ahora por ejemplo, apenas ha comenzado la discusión sobre el programa de la guerra de las galaxias, el Gobierno federal quiere demostrar una vez más que los alemanes son más que puntuales. Fuera de la responsabilidad por la paz de la nación dividida estaríamos ya lejos, a una distancia sideral, del 8 de mayo. Pero esta fecha es un peso para nosotros. Es nuestra carga. Y es el único benéficio que, en medio de tanta pérdida, tenemos que conservar.
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