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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Del sindicalismo de pana a la socialdemocracia

El Gobierno socialista ha elegido, entre las dos alternativas que se le presentaban, el camino de una política reformista de centro, con algunas incrustaciones de izquierda en determinados sectores, para no perder identidad, según el autor de este trabajo. De ahí que el sindicato UGT no pueda incorporar a la política socialdemócrata del PSOE el traje de pana, que parece estar fuera de lugar.

Pugnan en la central ugetista dos corrientes o, dicho en términos más asimilables, dos visiones distintas de carácter estratégico. Paradójicamente, en 1981, los líderes ugetistas trataban de diseñar un modelo de pacto social -implicando al Gobierno de UCD presidido por Calvo Sotelo- contra la voluntad de buen número de dirigentes del PSOE, no muy propicios a entregar un balón de oxígeno a un Gobierno inseguro de sí mismo y, por ello, propiciador del cambio socialista. Sin embargo, Nicolás Redondo había asumido en 1979 la necesidad de llevar a cabo una práctica sindical compatible con los compromisos en el sistema que pudieran deducirse de la política de concertación.Todas las encuestas registran la voluntad manifiesta de los trabajadores en pro de la consecución de acuerdos. Un sindicato, en un contexto de crisis, ha de dar prioridad a la defensa de valores fundamentales -empleo, capacidad adquisitiva, servicios sociales, etcétera-, si desea satisfacer no tanto a su militancia, pero sí a sus potenciales electores.

Comisiones Obreras olvidó tan incuestionable premisa en 1980, apremiada por otras consideraciones conexas con su praxis comunista, y ha pagado duramente las consecuencias. En efecto, poseyendo un sólido aparato de acción, comparece en la escena subordinada a la estrategia de UGT.

Para Marcelino Camacho debió de constituir una ingrata sorpresa comprobar cómo las huelgas convocadas contra el Acuerdo Marco Interconfederal (AMI), en la primavera de 1980, fracasaban frente a la actitud contraria de UGT, a la firmeza empresarial y, sobre todo, el contenido, no rechazado por las bases obreras, de un buen acuerdo.

Sin embargo, los mismos dirigentes ugetistas que defendían contra viento y marea, dentro de la familia socialista, la necesidad del pacto sostenían la conveniencia de que CC 00 suscribiera tales acuerdos.

Pacto secretoEl ANE se configura como un pretexto para emplazar al Gobierno, una y otra vez, demandándole el cumplimiento estricto de lo pactado. La propia Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE), en septiembre de 1981, resta casi absoluta credibilidad al Acuerdo Nacional de Empleo (ANE), al poner de manifiesto que el proyecto de los Presupuestos Generales del Estado para 1982 contribuirá a agudizar las contradicciones que impedían relanzar la inversión privada y, con ella, acrecentar el empleo. Al mismo tiempo, el pacto secreto de 800 millones de pesetas anuales de subvención a los sindicatos, con distintas lecturas, pero firmado por un ministro del Gobierno, otorgaba a la operación un cierto aire siniestro de compraventa.

Ello explica, y no otra cosa, que en 1983, con Felipe González en la Moncloa, UGT no rechazara la proposición de la CEOE de resucitar el modelo, AMI de concertación, es decir, sin el Gobierno en, la mesa de negociación. De otra parte, UGT no deseaba negociar el cumplimiento del programa electoral con el que los socialistas habían ganado las elecciones. El empresariado, asimismo, apetecía mucho más la negociación directa con el Gobierno y adivinaba el .carácter cancerbero con el que UGT deseaba comparecer en la escena política de la era felipista. Para la CEOE resultaba evidente que el tiempo y los condicionamientos del poder se encargarían de edulcorar los maximalismos socialistas. Los afanes de supuesta independencia ugetista no pasarían de ser meros gestos simbólicos sin trascendencia alguna.

Pero nunca suele ser bueno tirar demasiado de la cuerda, porque existe el riesgo de que se rompa. En 1984, el Gobierno aportó dos cifras a los interlocutorers sociales, y no una sola, como venía siendo habitual, para tratar así de asegurar que los incrementos salariales pactados por todos los conceptos, con deslizamientos incluidos, no excederían del 6,5%, es decir, 1,5 puntos menos del índice de precios al consumo (IPC) previsto para 1984. En tal situación, el acuerdo derivaría en imposible, sin que haya constituido una catástrofe, pero, en cualquier caso, el coste desde el punto de vista social ha sido elevado. Los trabajadores han perdido conquistas consolidadas -como la cláusula de garantía o revisión salarial-, el número de huelgas se ha elevado en un 55,76% con respecto a 1983 y, lo que es muy importante, el papel de UGT ha resultado extremadamente desabrido, al no poder viajar del bracete con CC 00 ni convocar demasiados conflictos, lo que hubiera producido el gravisimo contrasentido de posicionar a UGT contra el Gobierno socialista.

Las bases empresariales se hallan tan acostumbradas al pacto como las obreras, y coinciden con rara unanimidad en recabar de su organización cúpula que les preste los servicios de firmar periódicamente un gran acuerdo. Pero la CEOE se atrevió en 1984 a no suscribir acuerdo alguno y sus bases no se resintieron; las altas cotas de conflictividad no preocuparon en exceso a muchos sectores con capacidad productiva e instalada no utilizada; de ahí que, a mediados de 1984, la propuesta de abrir negociaciones acerca de un acuerdo -modelo ANE-, efectuada por el Gobierno, y, bien vista por UGT, no asustara a los dirigentes empresariales. Sin duda, estos últimos son extremadamente realistas y, por ello, conocedores de sus limitaciones, pero están dispuestos siempre a cobrar el precio lógico y necesario por estampar su firma, junto a la de sus contrapartes socialistas, en el documento final que reflejará los compromisos mutuamente asumidos, con las consecuencias de todo orden que podrían derivarse.

Programa de reformas

Pero la negociación misma del AES ha obligado a aplazar la contradicción ugetista a la que nos referíamos al principio. El Gobierno apuesta por la moderación del país y no le importa asum.ir un programa de reformas, aunque pueda inquietar a grupos de población entre los que estén sus votantes. Tal ha ocurrido con la reconversión industríal, y se reproducirá la misma imagen con la inminente reforma de la Seguridad Social, etcétéra. El Gobierno sustituye la imagen negativa que puede suponer el, coste de la reforma por la superior positiva que trasluce el valor de afrontarla. Por el contrario, para UGT cualquier cambio del precario statu quo la inquieta sobremanera. A pesar del tiempo transcurrido, la dirección de UGT no ha conseguido pactar con el Gobierno unas reglas de juego, ni de otra parte hubieraj sido posible convencer a la opinión pública acerca del hipotético carácter autónomo de UGT con respecto al Gobierno.

Para Felipe González, las alternativas están, claras: o se gobierna claramente en socialista, a riesgo de sufrir una pérdida segura (le electorado, o, por el contrario, asume el PSOE una posición reformista, ocupando un espacio de centro, con escarceos suficientes hacia la izquierda -enseñanza, sanidad, política exterior-, a fin de no perder identidad. Evidentemente, Felipe González ha preferido la segunda opción, por lo que sus tesis en materia económico- social coinciden en buena parte con las de la CEOE; de ahí que proclame a los cuatro vientos su fe en el sistema capitalista, la necesidad de liberalizar la economía y el mercado de trabajo y, tras el affaire Rumasa, se apresure a no conservar en manos públicas no sólo un gran almacén, sino además 17 bancos.

Los ugetistas, defensores acérrimos de la autonomía del sindicato frente al Gobierno, van a perder la partida.

Resulta paradójico que dirigentes no radicales personalmente -por el contrario, han defendido en años dificiles, cuando tales ideas no habían sido contrastadas con la realidad, una visión moderada de las relaciones sociales y la política de pactosresulten los perdedores de una confrontación estratégica que nunca debería haberse producido.

A nuestro juicio, la política global de concertación se ha constituido en un instrumento capaz de consolidar un método ciertamente progresista para afrontar la crisis y, al mismo tiempo, consolidar el sistema democrático. Pero los éxitos del Gobierno serán los de UGT, y al revés. Tal simplismo coyuntural es inevitable; de ahí que sindicato y Gobierno deberían haber extremado su cuidado para evitar la contradicción que supone la actual lucha enconada entre fines y medios, y que el instrumento de opción más importante de que dispone el poder socialista no comparta el sentido de la dirección de la marcha y, a pesar de ello, se vea obligado a caminar.

Las grandes mayorías que han permitido gobernar a UCD y después al PSOE aspiran a una vida mejor, pero sin violencias ni traumas internos en los complejos mecanismos sociales, a través de los cuales esta sociedad española ha pasado de ser predominantemente agraria a industrial, y puede aspirar ahora a no quedarse atrás en la próxima revolución posindustrial, caracterizada por la irrupción galopante de las nuevas tecnologías.

La tecnoestructura socialista en el poder profundiza desvelando determinados tabúes sociales -laicismo, civilismo, progresividad fiscal, etcétera-, a sabiendas de que tales planteamientos son compatibles con el segmento electoral seudoprogresista que, con las bases obreras, otorga la victoria electoral. UGT no puede incorporar a la política socialdemócrata del PSOE el traje de pana. Hoy está fuera de lugar.

Fabián Márquez es asesor en temas laborales de la CEOE.

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