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Doña Victoria, en El Escorial

Hace cinco años, todos los españoles tuvimos ocasión de seguir en las pantallas de TVE la emocionante escena de El Escorial: la devolución del cuerpo de Alfonso XIII al solar de sus mayores. Medio siglo separaba, de estas imágenes, la del monarca, todavía joven, visitando en solitario el enterramiento provisional de su madre, la reina regente, en una especie de final despedida insospechada. En la hora más amarga de su vida, don Alfonso proclamó su voluntad de exiliarse para que España, "señora de sus destinos", decidiera con entera libertad acerca del propio futuro. Y alguien escuchó entonces de labios del monarca la frase que ennoblecerá para siempre su memoria: cuando le insinuaron la posibilidad de un pronto regreso contestó: "Espero que no habré de volver, pues ello solamente significaría que España no es próspera ni feliz". España, tras la insólita eclosión democrática de 1931 -una ilusión pronto traicionada desde la derecha y desde la izquierda-, no halló prosperidad ni felicidad. Luego, la guerra civil abrió una sima entre los españoles de ambos bandos: si todo el reinado de Alfonso XIII había supuesto un esfuerzo, mal comprendido y peor pagado, para que esa sima no se abriese, el retorno de la monarquía -la nueva restauración- ha tenido como supremo objetivo cerrar definitivamente la grieta que el franquismo mantuvo insalvable durante 40 años. Además de una retribución moral, el retorno' de las cenizas de Alfonso XIII era un hecho lógico, consecuente con la realidad histórica.Ahora son los restos de doña Victoria Eugenia, la reina que compartió el solio con don Alfonso durante un cuarto de siglo, los que llegan al panteón escurialense. Nos falta de esta dama una biografía en profundidad; una biografía completa y bien escrita que, al valorar su papel histórico, contribuya a su vez a un mejor conocimiento de la historia grande. A la reina Victoria la rodeó siempre el prestigio de su belleza, quizá estatuaria y distanciante, y la, injusta acusación de haber contribuido a la ruina del régimen con la hemofilia de dos de sus hijos. Cruel acusación, siendo ella totalmente irresponsable -y víctima en el callado y profundo dolor de la maternidad herida- Sin embargo, desde la profundidad del subconsciente, don Alfonso participó en cierto modo de ese oscuro resentimiento; y tal vez ello contribuyó a la marginación sistemática en que mantuvo a su consorte a la hora de las grandes decisiones políticas. En alguna ocasión, ya al final de su vida, ella aludió a esa realidad. "A veces, fiada de mi intuición femenina, le dije: no no me fiaría de éste o aquél'. Si no me había atendido, al paso del tiempo solía decirme: 'En el fondo tenías razón'. Y yo le respondía: '¡Ya te lo di e!". Grave j

error del rey, porque doña Victoria reunía tres cualidades indiscutibles: intuición, prudencia, discreción. Lo pondría de manifiesto en los trances que comprometieron decisivamente a la Corona: en su contacto con determinadas figuras de la oposición aperturista, como Santiago Alba; en sus reservas, bien fundadas, con respecto al régimen de Primo de Rivera -reservas en las que coincidía plenamente con la reina madre- Pero también en su prudentísima -y oscurecida- conducta a través de los largos años del franquismo.

Durante la etapa en que la dictadura del marqués de Estella, al prolongar indefinidamente su vigencia después del éxito de Marruecos, fue creando peligrosas distancias entre los viejos políticos y la monarquía, ella tomó a su cargo, mientras le fue posible, cultivar a los hombres que encarnaban la legalidad vulnerada. Sus deferencias con Sánchez Guerra -considerado por muchos como la vestal de las esencias constitucionales, frente a la arbitraria ruptura de 1923- fue correspondida por el jefe del partido liberal-conservador hasta el último momento: cuando, convocada la Asamblea Nacional Consultiva por Primo de Rivera, entendió aquél que la Corona respaldaba inequívocamente los designios anticonstitucionales del dictador, don José se exilió, marchando a París. Pero antes envió a la reina un hermoso ramo de flores acompañado de una carta conmovedora en la que expresaba a doña Victoria su estricta lealtad personal y su respeto. Idéntica actitud mantuvieron con respecto a ella los políticos que mejor encarnaban en 1931 la idea democrática: Miguel Maura, Sánchez -Albornoz, Alcalá Zamorá, Salvador de Madariaga. De la admiración de este último por la reina ha quedado una nota brillante en sus Memorias, al relatar la recepción en palacio con motivo de una conferencia internacional, allá por el año 1921: "Fue cosa de ver, noble y digna, y memorable sobre todo, porque la reina Victoria Eugenia, en traje de tela de oro y collar de diamantes, desempeñó su regio papel con una belleza tal como no la he visto nunca antes ni después, ni en la vida ni en la escena, pantalla o tabla".

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Olvidada durante muchos años en el destierro y alejada del rey -sin que se planteara ni remotamente la separación legal-, ella misma tomó la iniciativa de una reconciliación necesaria en los días críticos que siguieron al final de la guerra civil. "Parecemos dos novios", comentó don Alfonso a Cortés Cavanillas, subrayando el gozo de aquel reencuentro que precedió muy de cerca a la muerte del monarca. Siempre recatada y digna, verdadero espejo de limpias conductas, doña Victoria jugó luego un papel decisivo para la institución que con tanta majestad supo encarnar en los días felices como en los tristes días. Ella se inclinó decisivamente a favor de la instalación del príncipe Juan Carlos en España. Y cuando en 1968 se trasladó a su antiguo reino para amadrinar al príncipe Felipe, aún fue capaz de "cortar el nudo

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gordiano" que franqueó la restauración dinástica.

Ahora se plantea, a mi parecer con escaso acierto, el problema del definitivo lugar que en el panteón escurialense ocupará algún día -no de momento, puesto que transitoriamente habrá de esperar en el pudridero-. En efecto, como norma siempre respetada, en el solemne panteón de reyes sólo descansan las madres de monarcas de las dos dinastías españolas -Austrias y Borbones-, y han sido relegadas al panteón de infantes las reinas que no tuvieron descendencia o las que, teniéndola, no perpetuaron a través de ella la dinastía. En el primer caso están las dos esposas de Carlos II, las tres primeras consortes de Fernando VII o la romántica reina Mercedes. En el segundo, Isabel de Valois -que sólo dio dos hijas a Felipe II: Isabel Clara, soberana de Flandes, y Catalina Micaela, duquesa de Saboya- e Isabel de Borbón, primera esposa de Felipe IV y madre de uno de los príncipes con más brillante fortuna iconográfica: el príncipe Baltasar Carlos, modelo predilecto de Velázquez, un tiempo máxima esperanza de la monarquía católica, del que Vélez de Guevara escribió: "Niño de oro... que pienso que le crió Dios en la turquesa de los ángeles..."; malogrado cuando aún era un adolescente.

En ninguno de ambos casos -el de las reinas sin sucesión y el de las reinas sin descendencia en el trono- puede incluirse a doña Victoria Eugenia, madre de cinco hijos -de ellos, cuatro varones- y que ha perpetuado la dinastía a través de don Juan, conde de Barcelona, en la persona del actual soberano reinante. Me parece cosa indiscutible que doña Victoria no puede ser excluida del panteón regio apoyándose en el hecho de que "no engrendó un rey". Aparte de que el conde de Barcelona fue jefe de la Casa Real -rey virtual- hasta la abdicación de sus derechos en la persona de su hij6, lo que fundamentalmente debe ser tenido en cuenta es el hecho de que la línea reinante -en este último- procede de la esposa de don Alfonso XIII.

En la cual estuvo, por lo demás, siempre viva la conciencia de la dinastía "por encima de las personas". Es ya conocida la anécdota de su conversación con Franco en un saloncito de la Zarzuela, durante la fiesta del bautizo de don Felipe: "General, ya son tres. Decida". La decisión se fijó, venturosamente, en el nieto de la reina. Puente firme entre dos reinados fue la que un tiempo ocupó el puesto indiscutido de primera dama de Europa, verdadero ejemplo del saber estar, del autorrespeto -frente a tantos ejemplos de abdicación moral, de abandono de la lealtad a la propia imagen histórica como nos viene brindando hasta el hastío el lamentable escaparate social de las llamadas revistas del corazón-. Regatear ahora a sus venerables restos mortales ese espaldarazo de la historia grande que es su incorporación al panteón de reyes me parece una mezquindad sin sentido. Pocas reinas de las que yacen en aquel relicario histórico habrán contribuido como ella a arraigar la institución monárquica, a rodearla de respeto y de prestigio.

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