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La información, entre el amarillo y el azul celeste

Son tiempos difíciles para el joven país que está asentando su independencia. El presidente Madison en Washington mira con preocupación hacia Londres, donde Jorge III, a pesar de los 28 años transcurridos, no acaba de aceptar la pérdida de su antigua colonia. Los incidentes se multiplican, la tensión crece, la inquietud gana los ánimos de Nueva Inglaterra.Boston, capital comercial de este nuevo mundo, ha abierto, al modo europeo, un café-lonja. Sólo que más grande, con siete plantas. En la segunda, una sala de lectura ofrece periódicos, gacetas, relatos, panfletos y literatura varia a sus clientes. Dos libros, manuscritos y mantenidos al día, dan cuenta de los sucesos que refieren los viajeros y navegantes que por allí pasan.

El 11 de noviembre de 1811, Samuel Topliff júnior, a quien se ha encomendado la administración de la sala y los libros, arriesga su vida para llegar hasta el buque Latona, que ha sido detenido e inspeccionado por una fragata inglesa, para entrevistar a su capitán y saber de primera mano lo sucedido. A su vuelta cuenta y escribe lo que ha visto y oído. Ha nacido la búsqueda de la noticia y con ella se inaugura la odisea del informar, la saga del periodista.

Hasta hoy. Abouchar y su peripecia informativa en Afganistán han reverdecido, hace muy poco meses, la leyenda que, desde hace medio siglo, puebla, sin discontinuidad, nuestro imaginario social. El periodista, héroe de la verdad relatada, constituye uno de los mitos más indeclinables de nuestro universo cinematográfico. El censo de películas y autores que lo consagran es inacabable. ¡Cómo no sentirse identificado con la lucha de Humphrey Bogart para defender la independencia de su periódico en Deadline USA, con la pasión por la noticia de Nick Nolte en Underfire o de Mel Gibson en The year of all dangers, con la obstinación investigadora de Redford / Bernstein-Hoffman / Woodward en All the president's men, o de Jane Fonda en China syndrome!

Claro, que no hay cara sin cruz. Y en ésta hay que anotar la fórmula de las tres eses -sex sang, scandales- con que definen los franceses el amarillismo informativo, sobre el que se han construido tantas fortunas periodísticas. Ello sin hablar de la Prensa como instrumento de ambiciones personales y de villanías políticas. Quién no recuerda la prepotencia y amoralidad de Citizen Kane -Welles / Hearst- y qué español podrá olvidar nunca la siniestra manipulación informativa que Hearst hizo del incendio del Maine -"mándame un incidente y yo te mandaré la guerra"-, que acabó con nuestra presencia en Cuba.

Con todo, lo más peligroso en la práctica informativa no son estos usos, obvia y voluntariamente perversos, sino los efectos involuntariamente perversos de comportamientos periodísticos legítimos. Es decir, aquellas consecuencias de una información que son de signo contrario, cuando no antónimo, a las que parece que deberían derivarse de su contenido y de la intención explícita de su emisor (persona / medio). Perversiones que he calificado reiteradamente como el amarillismo de los efectos.

El análisis de la comunicación, que, contrariamente a lo que tienden a pensar los informadores en ejercicio, dispone de algunos saberes y puede serles útil, no anda sobrado, sin embargo, de conocimientos en cuanto a los resultados del informar. La razón de esta ignorancia es doble. Práctica: por la demagogia / pereza de las empresas públicas y por el negocio es el negocio de las privadas, que hacen que sólo les importe saber cuántos compran el periódico o conectan la radio / televisión y durante cuánto tiempo. Teórica: porque, a remolque, por una parte, de los intereses de quienes pagan -Estados y compañías-, con su óptica de marketing research, y, por otra, del empirismo positivista de la ciencia social USA de los años cincuenta, apenas hemos salido de los militantes artilugios del análisis lazarsfeldiano de las audiencias y del klapperiano de los efectos, los cuales, al administrarnos la prueba de la parvedad de las consecuencias de la información, han deslegitimado toda investigación ulterior sobre el tema y se han constituido en los mejores vendedores de la inocuidad de los medios.

Pero el estudio simultáneo de los contextos en que se produce la información y el de las estructuras receptivas que la recogen, la exploración conjunta de las modalidades de su funcionamiento y de las condiciones del producto, así como el examen de la compatibilidad de las lógicas informativas del emisor y del destinatario, deberían permitirnos predecir, en buena medida, el destino, socialmente útil o perverso, desde la perspectiva de su idoneidad intrínseca, de cada proceso comunicativo.

En este sentido, publiqué en EL PAÍS, va para dos años, unas consideraciones acerca del tratamiento que los medios democráticos de comunicación dieron al proceso del 23-F, centrándome en la información de aquel juicio militar que había ofrecido este periódico. El análisis del proceso productivo / receptivo apuntaba claramente a una adulteración involuntaria del significado denotado por la noticia, pues que ésta connotaba y, a la postre, imponía una exaltación de las personas y de los roles de los militares amotinados, y, sobre todo, la

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inteligibilidad, y desde ella la legitimación, de su comportamiento sedicioso. Lo que repercutía en el proceso de fragilización social de la democracia española, objetivo opuesto al de los autores de la información.

Hace unas semanas hemos asistido a una práctica informativa de características análogas. El 6 de febrero surge la noticia de la evasión de capitales, con la supuesta implicación en ella de conocidas personalidades de la vida española. EL PAÍS de ese día publica un editorial en el que, de acuerdo con su lógica periodística de diario de elite, contextualiza y racionaliza el tema. En él se insiste en la condición de inocente que tiene todo procesado, y mucho más quien todavía no lo ha sido, a la vez que en la necesidad de ajustar el tratamiento informativo a ese principio, que es además un derecho capital de los ciudadanos. Y en ese mismo número, en su primera página, aparecen dos fotografías de Eduardo García de Enterría y de Teresa de Baviera como protagonistas del suceso, cuya inserción, en el fondo y en la forma, corresponde a la lógica informativa de masa.

Más allá de la contradicción genérica entre ambas lógicas (parcialmente redimida por la ideología de la noticia que a los dos preside: primado de lo disruptivo -news are bad news-, personalización de los aconteceres, búsqueda del impacto, urgencia en su publicación, etcétera) y de la contradicción específica de la apuesta simultánea al elítismo / populismo, en la que en ocasiones parece complacerse EL PAÍS, lo decisivo es que la diversificación de la estructura receptiva de éste, como de todos los diarios, va a radicalizar, generalizar y convertir en definitiva una dimensión que tenía, o debería haber tenido, un carácter parcial e interino. En otras palabras, una lectura unitaria y atenta de la totalidad del diario contextualizaría la provocación de la primera página, de acuerdo con la doctrina contenida en el editorial. Pero la multiciplicidad de estructuras receptivas en que se encuadran los lectores de periódicos hace que no pueda suceder así.

Por ello, lo relevante no es la denostada publicación de la elegante falda hendida de la princesa Tessa de Baviera y su pierna a través. Fotografía que hasta puede ser coherente, y por ende legítima, con su imagen social dominante de belleza de los salones madrileños. Lo relevante es que mientras el contexto receptivo de los editoriales se caracteriza por un elevado nivel de capacidad crítica y de información política, que hace casi inútiles, para los minoritarios lectores que en él se sitúan, los argumentos del editorial mencionado, la estructura receptiva de la primera página es, en cuanto tal, la de los lectores icónicos que, de forma análoga a la de los destinatarios de telediarios, son receptores superficiales de imágenes. Y que esta segunda estructura receptiva es abrumadoramente mayoritaria; de donde la extensión e irreversibilidad de sus efectos.

Un diario de la mañana, al que, siguiendo su brillante pauta de señalamiento por elusión, no denominaré, nos ofrecía otra muestra eminente de lo que estoy llamando efectos perversos de la información. En su edición del domingo 12 de febrero incluía un editorial, "Cuestión de cerezas", que se refería, con pertinencia, a las necesarias cautelas que debe adoptar la información cuando trata de actuaciones presuntamente delictivas. Y citaba la ejemplar prudencia de la Prensa francesa en el caso de Simon Nora, personalidad muy conocida y alto funcionario del vecino país, implicado, al parecer, en un delicado asunto de la Banca Rothschild. El editorialista, con ello, inscribía a su diario en la lógica informativa de la Prensa de calidad. En la portada de ese mismo día, un título ("El escándalo de la evasión de capitales se vuelve contra el Gobierno") y las fotografías (a casi cuarto de página, de un director general del Ministerio de Asuntos Exteriores y del delegado de RTVE en Cataluña, a los que se dice envueltos en esa operación) proponen una unívoca hipótesis de lectura, que la estructura receptiva de la primera página transforma, por las razones antes expuestas, en juicio definitivo y condena inapelable. Y aunque talvez en este caso la contradicción entre portada y editorial esté atenuada por el manifiesto propósito político de ambos -lexemas, iconos y proposiciones funciolinan, de manera patente, como armas arrojadizas-, es el proceso de recepción, con sus estructuras y, dominantes, el que sobredetermina y clausura la producción de sentido y sus efectos.

El taxidermismo político y social a que tan agudamente ha aludido Lorenzo Contreras en alguna ocasión no hubiera sido y no sería posible sin un uso perverso del poder o, si se prefiere, de la facultad de informar. Y los informadores, cualquiera que fuese el nivel de su ejercicio, ejercitarían con mayor pertinencia esa facultad si las responsabilidades de su uso estuvieran clara y justamente establecidas en un cuerpo legal -ley del libelo u otro-.

La perversión de los usos informativos sería mucho menor si la libertad fuese inseparable, en las conciencias y en los textos legales, de la responsabilidad.

Por otra parte, la coherencia entre la línea y los medios informativos de cada medio, a la par que la incorporación al proceso de producción de la noticia de las servidumbres de su recepción, reducirían de manera notable los efectos perversos de la práctica informativa.

Hoy, frente a la opacidad de los aparatos -sean de los Estados, de las instituciones o de las grandes empresas- y de sus actividades, el periodista es el gran agente de la transparencia social, ese supuesto previo de la democracia.

Hoy, la decadencia del discurso político transfiere al discurso periodístico el inmenso empeño de fundar la convivencia ciudadana. Circunstancias que convierten la crítica de la razón informativa y el esclarecimiento de su ejercicio en condiciones necesarias de nuestro progreso común. Entre el amarillo y el azul celeste, la información se nos ha convertido en apuesta mayor de nuestra vida colectiva, en cara y cruz de nuestro destino común.

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