Aquella España católica
Con muy buen acuerdo, el espacio televisivo La clave trató el pasado Viernes Santo sobre el espinoso tema de Católica España.
Ya es un avance inmenso que un tema así pueda ser tratado en público sin que se arme en esta tierra de cruzadas la de Dios es Cristo. Todo se llevó adelante con compostura, elegancia y en un clima de diálogo abierto y respetuoso.
¡Qué lejos quedan los tiempos en que la frase (sacada de su contexto) "España ha dejado de ser católica", pronunciada por Manuel Azaña, produjo una oleada polémica incitadora casi a una guerra civil! Hoy, no. La misma institución eclesial hace sus propias estadísticas y no se engaña sobre su misma clientela.
Sin embargo, el programa dejó muchas preguntas en el aire (estaba previamente grabado y los televidentes no podían comunicarse directamente). Una de ellas fue, sin duda, lo que se entiende por identidad católica: en la sociedad española actual, ¿en qué se diferencia un católico del que no lo es? Dejamos a un lado la práctica cultural y sacramentaria y tenemos en cuenta todo lo demás, comportamiento moral incluido. En efecto, antes los católicos estaban en un determinado sitio de la sociedad; pertenecían a un partido o a unos partidos determinados. Hoy, no. Hoy nos encontramos católicos en todo el espectro del abanico electoral: desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda.
Esto produce una enorme confusión y crea en la conciencia de muchos, que recientemente han dejado su condición de católicos, una especie de seguridad moral en vista de la igualdad que ofrece su nueva situación con la que han abandonado. Quiero decir que su cese como católicos no les ha impuesto un cambio en su comportamiento social, ni siquiera moral.
Y aquí surge la pregunta: ¿en qué consiste la diferencia específica del ser católico? La respuesta es muy difícil. Y la primera razón de ello es porque nos falta tiempo histórico para responderla. En efecto, no podemos negar que muchos de nuestros ex católicos siguen actuando por inercia. Su conducta, sobre todo moral, no ha cambiado nada ni para bien ni para mal. Pudo haber sido un católico travieso y ahora seguirá siendo un no católico del mismo talante, como también pudo haber sido un católico serio y cumplidor y ahora seguirá siendo un no católico ejemplar.
Habría que ofrecerles a los sociólogos esta sugerencia de la inercia para que hagan una buena lectura de las estadísticas. Y no solamente por lo que atañe al recientísimo acontecimiento del abandono del catolicismo por parte de nuestros contemporáneos de media edad, sino en referencia a la misma entraña de la civilización occidental, que sigue proponiendo valores plenamente secularizados y que, sin embargo, tienen un origen indiscutiblemente cristiano.
Algo de esto se dijo en La clave: el cristianismo lleva en su interior una visión del hombre y del mundo, completamente original, que lo contradistingue de toda otra religión e incluso ideología. Afortunadamente, hoy, en las facultades de Teología, se estudia a fondo la antropología cristiana.
Lo que sí es cierto es que la novedad del cristianismo es el amor a toda costa: el amor al prójimo y el amor al enemigo. "En esto conocerán que sois mis discípulos: en que os amáis los unos a los otros", dijo el propio Jesús. Pero nuestro catolicismo histórico ha prescindido mucho del amor y ha preferido el temor; de ahí que estas generaciones de media edad piensen con horror en sus horas de catequesis, algunas de ellas terrificantes.
Todavía le falta a la Iglesia española su condición de testigo del amor, como lo es, por ejemplo, la Iglesia brasileña y otras de América Latina.
Los europeos tenemos envidia de que de las villas-miseria de nuestras hijas de ultramar surja una palabra que nos interpele y nos obligue a rectificar nuestra inercia.
En una palabra: el día en que en España decir que Jesús fue un subversivo (según Lucas, 23, 2) no levante la sospecha de la institución eclesiástica, sino su comprensión y ayuda, nadie más nos volverá a preguntar por nuestra identidad católica.
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