Propuesta de una 'herejía': reinventar España
Las recientes declaraciones del obispo Setién defendiendo la legitimidad teórica de la independencia de Euskadi son el punto de arranque de las reflexiones del articulista, para concluir que las relaciones entre las nacionalidades históricas y el Estado debieran conducirse como si efectivamente existiera una separación real, como si se diera una efectiva independencia. "Comportarse políticamente como si las naciones que existen en el Estado desearan, por simpatía o por simple conveniencia, vivir confederadas en el futuro". Esta es la herejía propuesta por el autor del presente artículo.
Hace unos pocos días José María Setién, obispo de San Sebastián, tuvo la tremenda ocurrencia de defender la legitimidad de una opción independentista para Euskadi. Esta afirmación ha suscitado airadas críticas, y ciertas instancias del poder se han rasgado las vestiduras ante tamaño pecado, que cometido por un obispo tiene visos de sacrilegio. El obispo, con su acostumbrado aplomo, replicó a las acusaciones ratificándose en su opinión, sustentada con dos argumentos de fuerte peso específipo. El primero, que la Constitución no tiene la categoría de dogma y es, por tanto, revisable, de tal manera que "el respeto a la Constitución es perfectamente conciliable con la voluntad de modificarla". El segundo, que en cualquier país democrático la soberanía reside en el pueblo y que, por ende, nada impide que el pueblo español soberano, que ha decidido una determinada unidad territorial española, pueda modificarla.Setién, en su reflexión, pone de manifiesto la existencia de una tentación centrífuga en uno de los territorios de la periferia hispánica. A pesar de la implantación del régimen de automonías, en los territorios con aspiraciones históricas de autogobierno no se ha conseguido una relajación de la tensión ante un poder político central que se muestra dominador, celoso y con frecuencia conflictivo.
El tema que subyace en este asunto es, por enésima vez, el de la identidad de España. Hace ya unos 70 años Ortega y Gasset, quizá al borde de la exasperación, soltaba aquella inquietante pregunta: "Dios mío, ¿qué es España?". La pregunta sigue surcando el aire peninsular con un cierto carácter dramático. Se percibe como una impotencia para dar una respuesta coherente, consensuada, tranquilizadora. Por eso de cuando en cuando los notables de cada nueva circunstancia sociopolítica montan el correspondiente congreso, seminario o simposio y se pasan un fin de semana discutiendo el tema sin llegar a ningún acuerdo. La verdad es que esa indefinición permanente de España arrastra ineludiblemente la discusión sobre la identidad de Catalunya o la de Euskadi. Aquí, sobre esta piel de toro, nos afirmamos o nos negamos siempre con relación a los que nos rodean.
A la pregunta de Ortega ha habido siempre diversidad de respuestas. Algunos se empeñaron en sostener contra viento y marea que España era una "unidad de destino en lo universal", fórmula tan churrigueresca como vacua, que supone que la unidad es una realidad concluida ya desde la época de los Reyes Católicos, tal como lo aprendieron en los manuales de historia aderezados por la anterior dictadura. Otros, en una visión pesimista, apocalíptica, piensan que España no pasa de ser una frágil composición civil, propensa a las guerras fratricidas y a la eventual desintegración de los territorios que la configuran. Hay quien opina, y entre ellos me cuento, que España es un conglomerado de pueblos, algunos de los cuales -sobre todo Euskadi y Cataluña- nunca se han sentido cómodos en el marco del Estado donde, más que existir, procuran sobrevivir.
En este tema de la identidad y la pertenencia a una comunidad el orden de los sentimientos es mucho más determinante que el orden de la razón. Los abismales errores de ciertos políticos de antes y de ahora estriban en no percatarse de que hay una lógica sentimental, una lógica cuasi visceral que desborda con frecuencia el plano del raciocinio. Situado en el orden de los sentimientos, Julián Marías vio claro en su Consideración de Cataluña que "los catalanes no se sienten 'españoles de la variedad catalana', sino primaria y directamente catalanes". Es decir, que para un catalán mínimamente consciente de su identidad lo prioritario es Cataluña. Lo siente así, lo vive así. La única patria real, recognoscible, interiormente experimentable es Cataluña. Luego, en un segundo plano, a veces borroso, está la pertenencia a una comunidad política más amplia, España, sustentáculo del Estado.
El presupuesto de españolidad
Si se parte de la afirmación de que en Euskadi y Cataluña la conciencia nacional se halla en un período de afianzamiento progresivo uno se pregunta si es posible cimentar sobre bases más sólidas el sentido de pertenencia de esos dos pueblos peninsulares a la comunidad política del Estado. Para los que inventaron y para los que más tarde han debido aplicarlo, el Estado de las autonomías tiene este propósito. Se creyó y se sigue creyendo que en las llamadas nacionalidades históricas el ejercicio de un cierto gradode autogobierno controlado y moderado desde el poder central es suficiente para amortiguar las reivindicaciones nacionales y, como consecuencia, evitar tentaciones centrífugas. El Estado de las autonomías ha sido pensado y hecho desde la perspectiva de una españolidad de todos los territorios del Estado cualquiera que sea su textura sociopolítica y su identidad colectiva particular. Se da por supuesto que ésa y sólo esa españolidad es la quintaesencia compartida por todos los entes que configuran el Estado, algo superior en riqueza identificadora a la sustancialidad de cada una de esas partes que conforman el todo.
Ahora bien, el estilo como se viene gobernando ese Estado de las autonomías pone de manifiesto que la mayor cohesión pretendida está lejos dedonseguirse. En lugar de actuar políticamente en base a coordenadas de pluralismo y de magnanimidad se practica la restricción, el regateo, la puñalada trapera. Ha habido y hay todavía una psicosis de temor: temor a la cesión excesiva de poder desde el centro a la periferia, temor a un posible incremento de las posiciones separatistas, y sobre todo temor a la desnaturalización de una tradicional, gastada y casi inoperante concepción de la unidad de España (la misma, poco más o menos, que tenían en la cabeza los detentadores del poder en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera, en los años de la II República o en las cuatro largas décadas del franquismo). Difuso pero cotidiano temor a que vascos y catalanes sean demasiado distintos, demasiado potentes. Se tiene miedo a los hechos diferenciales de las naciones que engloba el Estado y sobre todo a los comportarriíentos diferenciales que se derivan de los hechos.
Ejemplo patente de este temor y de la actitud que genera en el poder central lo dio hace pocos días el ministro de Cultura. En una reunión en la que participaron consejeros de Cultura de 11 comunidades autónomas el ministro declaró que "es voluntad de su departamento convocar próximamente un pleno de consejeros de Cultura para coordinar así la política cultural del Estado". La gallina y sus polluelos bien cobijados, centrodirigidos y cuidadosamente loapizados. Así, señores, no se va a ninguna parte. Actitudes como ésta demuestran que el régimen autonómico es un puro recurso circunstancial nacido de¡ imperativo ineludible de la razón práctica, pero que no responde a convicciones radicales de pluralismo ni a una nueva concepción del Estado.
Situándose en una perspectiva de futuro uno cree que la tensión dialéctica entre el centro y la periferia, entre el Estadoy las naciones que enmarca, va a ser eterna. Pienso que para abordar con éxito y superar esa tensión tesis-antítesis hay un solo canúno: superar el miedo lanzándose al precipicio, es decir, operar desde ahora como si existiera una real separación, como si se diera una efectiva independencia. Comportarse políticamente como si las naciones que existen en el Estado desearan, por simpatía o por simple conveniencia, vivir confederadas en el futuro. Sé que la herejía de este planteamiento es como para que un buen puñado de defensores de las viejas esencias se rasguen las vestiduras. No me importa. Hay que hacer un viraje copernicano para acceder a una síntesis entre los entes nacionales que configuran el Estado, hay que estrenar actitudes nuevas, inteligentes, generosas, cordiales, distintas a las que históricamente nos han llevado a preguntarnos en cada esquina: "Dios mío, ¿qué es España?".
es periodista, escritor, miembro del Club Arnau de Vilanova y jefe del Servicio del Libro de la Generalitat de Cataluña.
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