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De nuevo 'España en su historia'

En 1948 la editorial Losada de Buenos Aires publicó España en su historia. Cristianos, moros y judíos, de Américo Castro. El libro, poco menos que vendido en España en aquel entonces como un artículo prohibido, produjo una enorme conmoción y se agotó muy pronto, mucho antes de provocar la larga (y no estéril, ciertamente) polémica que trajo consigo. Recuerdo que el ejemplar que tuve entre mis manos había pasado antes por las de tres amigos, y tan sólo se me concedió una semana para leerlo, a fin de despacharlo a un cuarto que vivía en París. Américo Castro no se decidió nunca a publicarlo de nuevo y prefirió aprovecharlo para una nueva obra, La realidad histórica de España, de 1954, que, junto con la obra capital de Claudio Sánchez Albornoz, aparecida en 1956, constituiría uno de los polos de la polémica. Tan sólo en 1983, en la colección Lecturas de Filología, y gracias a la oportuna iniciativa de Carmen Castro y Francisco Rico, España en su historia ha sido de nuevo editado sin la menor modificación.Por aquellos años cuarenta estaba de moda teorizar sobre España desde un punto de vista ensayístico, y siempre haciendo uso de generalizaciones que permitirían abordar los males de la patria sin tocar -o sólo con la mano izquierda- las enfermedades políticas de aquel momento. Se trataba de retomar el hilo dejado por Ortega en su España invertebrada para construir una teoría histórica que permitiese explicar lo inexplicable -la guerra civil y remitir sus causas a una enfermedad constitucional de la criatura. Siempre hubo en nuestro país un investigador capaz de interpretar la historia de España como consecuencia de la carencia de un elemento vital, imprescindible para su unidad y progreso, y así Ortega, en su osadía, no vacilaría en señalar a la mala calidad de la sangre de los godos que nos tocaron en suerte como causante de gran número de nuestros males, y si se prescindía de un elemento genético, el origen del mal se buscaría en una de tantas inhibiciones que determinarán un carácter o una naturaleza defectuosos. Para unos, el mal tendría su origen en la debilidad del feudalismo castellano-aragonés; otro optará por la falta de un verdadero Renacimiento; aquél se inclinará, sin lugar a dudas, por la ausencia de un movimiento reformista; después vendrán la carencia de una Ilustración, de una revolución industrial, de un compromiso europeo, y así hasta llegar a nuestros días. Si se tomaran juntas todas esas doctrinas interpretativas cabría concluir que la desgraciada historia española se debe a que en nuestro país no hubo una revitalización gótica, ni feudalismo, ni Renacimiento, ni reforma, ni Ilustración, ni revolución industrial, ni compromiso con Europa. ¿Qué hubo entonces? Al parecer nada bueno.

No podía estar ajeno Américo Castro, ni por su formación ni por sus inquietudes, a la tentación de escribir una historia interpretativa de su país. Pero la clave revolucionaria, si se la compara con la de sus colegas de su interpretación no será una carencia, sino una sustancia, y su investigación no se dirigirá sino al sujeto de la historia; no hacia aquello que hipotéticamente le falta, sino hacia lo que es fehacientemente probado por la historia literaria. En una casi imperceptible nota a pie de página (en la 300 de la edición de 1983) confiesa Castro que "este mismo libro -un modesto e incipiente ensayo de intelección de la historia hispánica- habría sido imposible sin la filosofía del tiempo actual. Si interrogamos a España tomando puntos de vista meramente racionales o positivistas no conseguiremos casi nada, porque no son éstas las herramientas que demanda tan singular ingeniería. Todos, más o menos, le estábamos pidiendo a España lo que no poseía, y la juzgábamos por lo que no era, lo cual desordena e irrita la mente, sin conseguir mayores eficacias".

Supongo que con la "filosofía del tiempo actual", Castro estaba haciendo una tácita referencia al saber de su época, y no sólo al filosófico, sino también al conocimiento histórico de España, del que supo hacer uso con mejor aprovechamiento que muchos de sus colegas y contemporáneos; no en balde tenía en su haber los numerosos estudios medievalistas, arabistas, renacentistas, erasmistas, etcétera, que, iniciados a principios de siglo, vendrán a cambiar muchos de esos prejuicios que han coloreado una historia "vaga y oficial", que han alterado de manera puntual y local la visión tradicional de nuestro pasado y que, en lo sucesivo, serán los principales obstáculos para esos ensayos hermenéuticos de corte carencial. "Hora sería", dice más adelante (página, 412), "de ordenar nuestros juicios !obre la literatura española de acuerdo con su auténtica realidad y de devolver a la historia integral de Hispania lo que integralmente le pertenece".

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Creo que está de más, por muy conocida y poco menos que explícita en el subtítulo de la obra, detenerse en su idea central, y que será el principal motivo pro-

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vocador de la polémica: resulta poco menos que imposible entender la historia de la literatura española si no se comprende la triple interacción de las tres comunidades étnicas y religiosas que forman su sociedad cuando esa literatura adopta los géneros y estilos que le serán propios. Por así decirlo, la polémica se levantará más entre dos disciplinas que entre dos autores; no será tanto Castro versus Sánchez Albornoz cuanto literatura versus historiografía, cuanto documento elaborado versus documento de primera mano, cada uno de ellos considerado como el representante más genuino y elocuente del enigma histórico que lo produce, y que, a través de él, deberá ser esclarecido.

Casi a los 40 años de publicado el libro creo que lo que menos importa es su tesis, si se puede hablar de una tesis. A medida que ésta se apoya y subdivide en subtesis, y éstas se ramifican y hacen referencia a ejemplos concretos, analogías e influencias, a ciertos sorprendentes paralelismos y tradiciones que se repiten desde un origen legendario hasta una frase moderna, la lectura se hace más interesante cualquiera que sea el objetivo al que apunte. Al lector de 1985 no le importará mucho una interpretación más de la historia española, pero no podrá pasar por alto cualquiera de los hallazgos en que se fundamentó. Casi 50 páginas del libro están dedicadas a la relación entre el Libro del buen amor y el Tawq al Hamama, de Ibn Hazm (El collar de la paloma, que Castro conocía por su traducción inglesa), y con la que desmonta la teoría de una literatura española románica, de origen cristiano, emparentada exclusivamente con su homóloga europea. La conclusión es una y tan simple que se puede resumir en un par de líneas, pero las vías para llegar a ella, los pasajes en que se detiene y las consideraciones que le merecen hacen de España en su historia una obra sin par entre los estudios de nuestra literatura. De pasada dice Castro, al emparentar la ambigüedad de Cervantes con la del Arcipreste, que "el estilo [el de Cervantes] se articula en torno al verbo parecer " , una afirmación que por sí sola basta para llenar una vida dedicada al Quijote. Dentro de esa línea, para mí su mejor hallazgo es el del ",estilo centáurico", cuya línea se puede seguir desde el Cantar hasta el Quijote, y que distinguirá al primero de la Chanson y al segundo de todos los Amadís y Tirant, y magistralmente desprendido de ese asombroso sombrero de Félez Muñoz (páginas 253 y 294), "que de Valencia sacó", ese detalle -inadvertido para el lector que no sea conducido de la mano de Castro- donde el mito intemporal adquiere carácter propio y enlaza centáuricamente con la creación personal.

Sospecho que las interpretaciones históricas -y sobre todo las escritas en clave de carencia- salen a la luz tan sólo en épocas de malestar político; responden a la pregunta del médico que para trazar el cuadro clínico de su paciente se interesa por las enfermedades que ha padecido. A nadie cuando está sano le importa su sarampión. Por eso esa hermenéutica suele ser más indicativa del estado actual de la salud del paciente que reveladora de su pasado, y es muy posible que Ortega, en su fuero interno, se doliese de una carencia en sus venas de buena sangre germana. No me imagino a un joven investigador con buena salud que intente hoy resucitar el problema de España sin caer en el ridículo. La interpretación histórica -reñida a fondo con la monografía- suele caer en la caricatura, y toda síntesis -sea mágica o lúdicaes como poco una ligereza, muy propia de apresurados, postizos, insolventes y descontentos. Otra cosa muy distinta es intentar un nuevo ensayo sobre el inquieto e insondable espíritu de Cervantes o del Arcipreste, sobre todo si se lleva de la mano de un Américo Castro.

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