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La policía y la ley Antiterrorista

Contra lo que algunos se empeñan en creer o hacer creer, el terrorismo no es algo concomitante con el sistema democrático. Es más bien algo ideado para derribarlo. Por tanto, luchar denodadamente contra el asesinato, la extorsión y el secuestro no es más que afianzar dicho sistema. Sucede, sin embargo, que dicha lucha no es ni fácil ni breve; al contrario: es sumamente difícil, amarga y costosa tanto para el cuerpo social como para quienes directamente reciben sus zarpazos.Una muestra de la dificultad la ofrece el ingente acopio existente de legislación antiterrorista. El peinado del barrio del Pilar fue en su día un buen ejemplo, y no se trata aquí de valorar los aciertos policiales -que parece que no los hubo- sino de volver a recordar que planeaba sobre aquella intervención un fuerte olor a inconstitucionalidad. Así alguien lo quiso ver, y si no llega a ser por el Tribunal Constitucional sólo se hubiera convertido en un legajo archivado. Junto a la salvaguardia -de momento la única obtenida- del derecho a la protección judicial efectiva de los intereses legítimos sigue incólume el objeto central de la cuestión: saber si la autoridad gubernativa, amparándose en aplicaciones de la legislación en vigor, puede allanar legítimamente los domicilios de los no terroristas.

La ley Antiterrorista, de la que en su día se hizo uso para peinar aquel barrio madrileño, contiene una serie de habilitaciones a los poderes gubernativos para que garanticen la seguridad de la inmensa mayoría de los ciudadanos. Esto es teóricamente correcto, aunque el artículo 55.2 de la Constitución permite -que no obliga- que esta legislación de excepción de carácter personal llegue hasta no más allá de su propio marco, que es ya lo suficientemente dilatado.

Dejando de lado temas tan discutibles como el de la competencia exclusiva de la Audiencia Nacional en esta materia o la postergación que sufren las policías autonómicas en la lucha antiterrorista ha de quedar meridianamente claro que el artículo 4 de la citada ley es de una expansión inusitada. En efecto: confiere a cualquier órgano policial, sea cual fuere su rango o categoría, la posibilidad de entrar en cualquier domicilio en el que el actuante sospeche que pueda albergarse algún terrorista, aun cuando sea la morada de un inocente y desconocedor ciudadano. Lo mismo cabe decir si la sospecha no es de ocultación de personas sino de ocultación de efectos delictivos.

Registrar la Moncloa

De esta suerte, por ejemplo, la dotación de un vehículo zeta o ka puede, en teoría, registrar el palacio de la Zarzuela, el de la Moncloa, el de Ajuria Enea, la Casa deis Canonges, el de la carrera de San Jerónimo o la sede del Tribunal Constitucional, siempre -claro está- que se aluda para tal entrada y registro a una investigación antiterrorista. Según eso, la comunicación al juez competente puede ser posterior a la actuación de sus subordinados, y de la letra de la ley no cabe inferir siquiera que dicha actuación debe de ser ordenada explícitamente por unas altas autoridades de Interior.

Con esta estructura cae de un plumazo la construcción habilitante del delito flagrante, que era la única causa que no sólo faculta sino que impone obligatoriamente la entrada en un domicilio donde se esté perpetrando un delito. A mayor abundamiento, el citado artículo no caracteriza la entrada y registro en materia antiterrorista como un deber profesional del funcionario, sino como una facultad de la que hará el uso que estime conveniente, quedando al albur de su arbitrio la lesión de un derecho público fundamental.

Las escenas que al amparo del mencionado precepto puedan producirse parecen más bien pasajes de El honor perdido de Katherina Blum. Para evitar dislates aún más graves debe tenerse presente que dicho artículo 4 está dentro de un contexto y que, para no producir los absurdos registros antes apuntados, dicho contexto debe ser tenido en cuenta en todo momento.

La ley establece que su ámbito de vigencia son los delitos terroristas cometidos por bandas armadas, por lo que sólo se puede aplicar la suspensión de derechos a las personas que en alguna medida ejecuten dichos actos o los planeen, organicen, cooperen o inciten a su realización del modo directo. Ésas y no otras. En caso contrario, cabría afirmar que para dicha ley Antiterrorista todos somos, cuando poco, sospechosos de albergar terroristas, pasando de la condición de ciudadano a la de sospechosos de delitos de la peor especie, a pesar de que constitucionalmente rige la presunción de inocencia. De allí al asedio preventivo sólo faltaría una vuelta más de tornillo.

Por ello sólo cabe sostener la vigencia del aludido cuarto artículo dentro del ámbito del primero, y de este modo las terceras personas quedan excluidas de esta suspensión de plano de sus derechos públicos fundamentales.

Una premisa lógica

Abundando en esta línea, si la suspensión es de derechos individuales a título individual no vale hacerla en paquetes de 70.000 ciudadanos mas o menos; de entenderlo de otro modo habría de dar la razón a quienes tildaban la ley Antiterrorista de 1980 de un estado de excepción encubierto.

El propio texto constitucional parte de la posición correcta, desde la perspectiva de los derechos y libertades públicas fundamentales, que es lo que caracteriza esencialmente un Estado de Derecho (y no la tranquilidad de sus cementerios), al imponer la norma de que la suspensión de derechos deba someterse al debido control jurisdiccional. Ésta es una premisa garantista lógica; pero además de lógica debe de ser eficaz, y para que lo sea, la intervención judicial debe ser a priori y no a posteriori. Que el "usted perdone" pueda motivar una actuación judicial a posteriori sirve de poco ante la magnitud de los eventuales desaguisados. Y ahora que parece que se va descubriendo que existen los jueces no pueden relegarse a la condición de convidados de piedra en la lucha antiterrorista. Como garantes de las libertades individuales y como controladores de la legalidad administrativa deben participar activamente en la salvaguardia del sistema democrático.

Por otra parte, el control parlamentario tampoco debe quedar limitado a unas comparecencias trimestrales muy difuminadas y hechas a puerta cerrada, pues se sustrae a la sociedad de los elementos de un debate fundamental para comprender el triste fenómeno terrorista.

La experiencia de participación ciudadana en estas cuestiones, tal como se ha hecho en Italia y en menor medida en la República Federal de Alemania, son dignas de importación. Por ello ha de recordarse aquí una frase del representante del Grupo Parlamentario Socialista dicha con motivo de la discusión de la ley de 1980: "Se debe controlar desde este Parlamento que el Gobierno actúe en la medida que le corresponde, para que las medidas políticas se adopten en la aplicación de esta ley".

Conviene recordar, finalmente, que la única mención que en el texto constitucional se hace a la eventual responsabilidad penal de los agentes públicos es precisamente sobre esto, en el pasaje que alude a la suspensión de ciertos derechos fundamentales con ocasión de la lucha contra las bandas terroristas. Hay que recordar esto y que, igualmente, se añade allí que quedan intactas las facultades de jueces y fiscales en la garantización de dichos derechos fundamentales.

Joan J. Queralt es catedrático interino de Derecho Penal de la universidad Autónoma de Barcelona.

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