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La imagen

La gente tiende a dar de sí misma una cierta imagen preconcebida. En la farsa diaria todo el mundo se asigna un papel. Algunos, muchos quizá, llegan a transformarse en el personaje que han elegido; acaban representándose a sí mismos, lo que exige un gran esfuerzo de autodominio. Siempre suele quedar, sin embargo, un cierto margen entre lo que uno ve de sí mismo y lo que aspira, y a veces consigue, dar a entender a los demás.La realidad es todavía más compleja. Porque no nos conformamos con dar una imagen, sino que pretendemos, y en general logramos, dar varias, según el público que nos contemple, y lo que esperemos obtener de él: sumisión, aprecio, amor, olvido, admiración, dinero, dominio, entrega, conmiseración, votos, favores y demás actitudes que sería interminable enumerar.

La imagen es lo único de nosotros que conocen casi todos los demás. Para ellos somos una imagen de nosotros, la que podamos hacerles llegar. El cultivo de la propia imagen es, pues, una tarea primordial para quienes esperan obtener algo de los otros para quienes pretenden inducir en ellos ciertas conductas: por ejemplo, la de depositar en una urna un voto con un nombre concreto el día de las elecciones.

Los políticos necesitan siempre el apoyo popular, incluso en los regímenes no democráticos. El poder no puede ejercerse, a la larga, si no es aceptado. La educación para la aceptación, la propaganda, la mitificación del poder, o sea, de quien lo ejerce, es tan antigua como el poder mismo. Lo que cambian son los medios, que dependen de la técnica. En época de Trajano los mensajes que configuraban la imagen del emperador se lanzaban, por ejemplo, en las monedas, cuyas inscripciones cambiantes respondían a nuevas orientaciones sobre lo que la gente debía pensar del emperador. Ahora hay otros procedimientos más eficaces.

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El ideal es, al menos para mí, que la aceptación se produzca mediante unos mecanismos de decisión racionalizados al máximo, en los que pesen más los hechos, las obras, los argumentos, que la imagen. Eso es precisamente la democracia representativa de hombres Ubres. Pero los medios para configurar entre la gente la idea del que gobierna o aspira a gobernar desvían, con frecuencia, de ese objetivo. Y si una imagen vale más que mil razonamientos, el proceso de selección del gobernante se puede acabar convirtiendo en algo así como un concurso de estética televisual. La fuerza de la imagen es tal que acaba siendo la única realidad; gestos, frases, actitudes, atuendos producen una dilución de las ideas, e incluso de los intereses.

El cultivo de la propia imagen es normalmente un medio para un fin. Se cultiva la imagen para obtener el apoyo para llevar a cabo, desde el poder, actuaciones que pasan, ante la visión general, a un segundo o más lejano plano, o que incluso se ocultan. Por esto, el doble lenguaje es habitual entre los políticos, pero mucho más habitual en unos que en otros. El doble lenguaje es, en bastantes supuestos, pura doblez. Dicen en privado lo que no osarían decir en público, y dan por necesario y aceptado que su actitud pública es representación pura. Son esos sujetos que te insultan en público y te llaman por teléfono para decirte que no tomes la expresión pública más que como una representación. Pero eso implica, todavía, un fondo de decencia personal, un despego de la propia imagen pública, que no es un fin en sí misma. Si la imagen es un medio, se estará dispuesto a renunciar a ella cuando no sirva para los fines concretos que se quieren obtener, se supone que en bien de la colectividad que se rige o se pretende regir. Por tanto, hay unos límites al engaño. Pero puede llegar a suceder que esos límites desaparezcan cuando el lanzador de imagen cree que él es el bien público. Todo lo que sirva para mantenerle en el poder es bueno, caiga quien caiga. La imagen, por tanto, habrá de mantenerse a toda costa. Ese mantenimiento es consustancial a la detentación del poder por el elegido. El abuso de las técnicas de comunicación puede llegar, así, a vaciar la democracia de hombres libres. Y hay ejemplos históricos insignes en que se ha llegado a la destrucción de la libertad sin más.

Normalmente, el político (y el que no lo es) tiende a dar una excelente imagen de sí mismo, de tal modo que, aunque la de los adversarios sea buena, la suya resulte mejor. Pero hay una forma más sutil de resaltar la propia excelencia: hacer ver que todo lo que rodea al excelente es suciedad y porquería. Ésta parece ser la elección que algunos han hecho, a juzgar por ciertos acontecimientos recientes, y, hay que reconocerlo, tiene la ventaja de que permite hasta el ejercicio de la humildad: no es que uno cometa el pecado de soberbia de creer que es un ser excelso; es que los demás están a nivel del barro, o, mejor, son barro. Es una manera negativa de resaltar, la técnica del claroscuro. Hay ingenuos que pretenden adornarse con méritos propios. Pero hay otros, más avisados, que se adornan con la hediondez ajena. Quizá para la permanencia en el poder es un camino más eficaz que el primero. Porque el excelente entre los buenos corre el riesgo de que algún bueno, con esfuerzo, llegue a ser excelente y le haga sombra. Pero el único decente entre los indecentes siempre permanecerá. Porque la indecencia no se borra; al menos a efectos de obtener el favor público. Por eso, cuando la suciedad no existe, se inventa. Siempre hay una base para la invención, que, por otro lado, tampoco necesita base alguna para producirse.

Fango a raudales anunciado en investigaciones contables que se cuentan por centenares; afir- Pasa a la página 10 Viene de la página 9 maciones tan antiguas como de efecto tan eficaz sobre la idea que la gente pueda tener de la decencia de gobernantes que fueron; escándalos procesales y preprocesales que afectan de un modo u otro a grupos políticos o sociales enteros. Luego, todo queda en poco. Incluso, si es necesario, se rectifica, eso sí, sin variar un ápice los puntos de partida, los criterios, la concepción básica: lo que me es ajeno es sucio, o merece serlo, o no tiene más remedio que serlo. El lirio que florece en el cieno. ¡Qué hermosura!

Todo tan vulgar que produce náuseas. Porque ni siquiera se trata del ángel exterminador, ni de la lluvia de sal que aniquila a Sodoma y Gomorra; ya que, claro, si desaparecen Sodoma y Gomorra, ¿cómo se podría saber quién es el justo? Es sólo eso tan ramplón de "calumnia, que algo queda"; y si alguna vez aparece la perla del delincuente exacto en el lugar exacto, es ya para saltar de gozo: he ahí la prueba de la corrupción de un grupo. Brillante razonamiento que, más allá de la lógica, se impone por la fuerza de la imagen oportuna en el momento oportuno.

Es cierto que estas actitudes responden en parte a principios de defensa. Ya que, por no salir del terreno de la vulgaridad, no hay mejor defensa que un buen ataque. Pero si esto puede ser válido en contiendas deportivas o bélicas, e incluso en contiendas políticas si se tienen en cuenta los efectos inmediatos, la suciedad ajena jamás es prueba de la limpieza propia, sin contar con que el adversario no suele ser mucho más imaginativo, y se establece una noble emulación en la búsqueda de la porquería en el otro campo, siempre amparada en el alto designio reiteradamente manifestado de hacer lucir la justicia y resplandecer la verdad.

Al final sólo quedará el convencimiento generalizado, sin muchas pruebas, pero precisamente por ello más firme, de la suciedad general, ya que no hay convicciones sociales más seguras que las que se refieren a lo indemostrable o al menos no demostrado. Y una vez que todos nos hayamos asegurado de la corrupción de los otros, no quedará, para nadie, ni un lirio que mirar. Lo que, como se sabe, aunque algo triste, es una base firme y esperanzadora de la convivencia en democracia y libertad.

Yo no sé si con estos manejos se ganan votos. Supongo que sí; porque quiero pensar que en ciertas mentes hay, al menos, la lógica del interés. Pero no es el primer caso en que el esfuerzo por ganar una batalla hace perder la guerra. De todos modos, lejos de mí la funesta manía de dar consejos. Sólo quiero dejar constancia de mis pensamientos, de mi inútil disconformidad y, sobre todo, del asco que me produce toda esta barahúnda.

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