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La vía española a la trivialidad

Como buen materialista vulgar pienso que la conciencia anda casi siempre renqueante y a remolque de los hechos. Cuando el pensamiento les ha sacado el concepto o acuñado la palabra apropiada, estos hechos no son ya lo que eran, de modo que andamos siempre con reflejos o instantáneas de anteayer para habérnoslas con los acontecimientos de mañana. Y si esto ocurre con los pensamientos, ¡qué no será de las emociones, cuya viscosidad o momento de inercia es tanto mayor que los conceptos!El hecho que me lleva hoy a esta reflexión es la inevitable -y para mí reconfortante- entrada de España en -la trivialidad. La España diferente donde todo -es decir, nada- era posible, donde todo podíamos imaginar porque nada podíamos decidir, está dejando lugar a un país donde, como en todas partes, se puede muy poco; en rigor, casi nada. Sin embargo, y como era de esperar, nuestros viejos tics y reflejos emocionales no se adaptan bien al cambio y tratan de sobrevivir, bien mitificando o bien denunciando esta transformación, dos modos, en definitiva, de traducir a sus términos fundamentalistas y melodramáticos esta nueva realidad, donde la lucha por un mínimo margen de maniobra ha venido a suplir el espacio de las antiguas gestas. Como se dice de ciertos vinos, que "no viajan bien", hay que reconocer que tampoco nuestro programa afectivo soporta con facilidad el traslado de los viejos ideales autárquicos que hacían de España sede de hipotéticas revoluciones corporativas o tercermundistas (modelo FLP, modelo Goytisolo, modelo Sartre-Castro, etcétera) a la realidad tecnodemocrática e interdependiente que estamos viviendo. Y es en el desencaje que produce esta mudanza donde crecen dos renovadas -y contrapuestas- formulaciones de nuestro talante integrista: versión realista y versión crítica. La primera versión es la que justamente denuncia Rafael Sánchez Ferlosio en Prenósticos y abusiones, la segunda es la que él defiende.

Al primer grupo pertenecen los economistas que abrazan el monetarismo o los políticos que se convierten hoy al atlantismo con el mismo entusiasmo y fervor con que en otro momento se podía entrar en religión o en maoísmo. El viejo talante se amalgama en ellos con la nueva situación dando lugar a una religión de los hechos, a una poética de la sumisión al ineludible orden de las cosas. Este beato realismo no es, por lo demás, el primero ni el único de los extraños híbridos que se han producido en nuestro país de un viejo talante con un nuevo mensaje. Ahí están, de parecida factura, cierto liberalismo autoritario -manifiesto en todas las personas que votaron la Constitución "porque así estaba mandado"o el vanguardismo posmoderno de tantos artistas o intelectuales que decretan hoy la muerte de la vanguardia y se pasan al nuevo clasicismo con el mismo arrobo vanguardista con que enterraban el arte figurativo y abrazaban la última corriente subversiva de turno.

Al segundo grupo pertenecen los fundamentalistas de la acera de enfrente, que denuncian esta "religión del atenerse a los hechos" y que con viejos argumentos francfórtianos nos explican que se trata de una ideología al servicio del establishment, de los poderosos, del statu quo, o como quiera llamársele. Y yo comparto, ciertamente, la desazón desde la que éstos hablan, pero no puedo comulgar con las razones o apelaciones mágicas con que tratan de aliviarse. Comparto con ellos el escándalo ante tantas realidades injustas que creíamos maleables y que nos aparecen hoy como sancionadas por un ineluctable orden biológico o ecológico -o ante el hecho de que nuestra capacidad de maniobra política se vea limitada en este país por dudosos equilibrios estratégicos o por implacables políticas del Fondo Monetario Internacional-. Pero no puedo

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ya seguirlos en su paso del escándalo a la antropomórfica busca del cui prodest -del malo o el chivo expiatorio que su equilibrio emocional reclama-. Éste es el paso que los lleva a los sensacionales descubrimientos de que "el realismo es la nueva ideología de la dominación", de que "la biología es de derecha" y otras lindezas por el estilo.

Claro está que, como recuerda aun Sánchez Ferlosio, la defensa de los hechos ha perdido en buena parte el valor crítico de cuando se enfrentaba al mundo de los augurios y las supersticiones; que hoy el realismo representa a menudo una apelación a someterse a los-hechos-como-son. Pero hay que recordar que tampoco la democracia es más que un culto a las opiniones o los-votos-como-son y que también ella ha perdido su aura crítica o revolucionaria al transformarse en una mera práctica: en la negociación lo más transparente posible entre los intereses en conflicto. No es nada nuevo, por lo demás, la actitud que desde Platón hasta Fichte ha conducido al rechazo mancomunado de los hechos y de la democracia, al rechazo del trivial realismo de los hechos o de los votos en nombre de un realismo más esencial -más mágico, más dialéctico o más lo que sea- con el que poder seguir fantaseando sus auténticas Realidades, Revoluciones o Españas.

Pero es seguramente el sabio Meingart de El hombre sin atributos el que expresa este rechazo desde una perspectiva histórica y psicológica más parecida a la de nuestros escandalizados denunciantes de "los llamados hechos". "La democracia", dice el personaje de Musil, "no es más que la expresión política para el estado anímico del se puede hacer así, pero también de otra manera ( ... ) El hecho de que hayamos convertido la ciencia positiva en nuestro ideal intelectual no significa más que poner la papeleta en la mano de los llamados hechos, para que ellos elijan en nuestro lugar. Nuestra época es antifilosófica y cobarde; no tiene el coraje de decidir lo que vale y lo que no vale, y la democracia, para expresarlo en pocas palabras, significa ¡hacer las cosas que se producen!".

Pues bien, a diferencia del sabio austriaco o de nuestros intelectuales peninsulares, a mí no me escandaliza tanto el realismo que nos invade. Pienso, más bien, que tanto en aquella Kakania como en esta Hispania no hay empresa más épica que este simple "llegar a hacer las cosas que se producen" ni mayor maravilla que este pasar de la gesta a la gestión, de la Voluntad de Destino al Principio de Realidad. Lo emocionante es precisamente haber renunciado a explotar las teclas emocionales (nacionalistas, religiosas, deportivas, etcétera) en las que podría sobrevivir nuestro fundamentalismo -y ello en el mismo momento en que las vemos explotadas y rentabilizadas por las Mayorías Morales, los Juegos Angelinos o las Teologías ole la Bendición que cunden hoy por el mundo-. Lo espectacular es haber dejado de hablar en la nebulosa autarquía donde todo era posible para pasar a actuar en el límite de nuestras posibilidades, en el esforzado y delicado pulso que mantiene el texto político que queremos escribir con el contexto que lo posibilita y delimita a un tiempo. Lo inédito y fantásticio es haber sustituido un régimen peor que los propios españoles no por otro mejor que ellos, sino por uno a su propia imagen y semejanza. Un régimen, por ejemplo, capaz de renunciar a la doble insensatez con que se planteaba el tema de la OTAN -entrar a tumba abierta..., o creer que yéndonos todo se arreglaba y nos salía más bueno, bonito y barato- para pasar a negociar duramente los términos y condiciones de nuestra alianza.

Ésta es, claro está, la conducta que tiende a adoptar toda persona o todo país normal no especializado en la defensa de Valores Eternos o de Esencias Inmarcesibles. Pero en nuestro país, tan cercano a aquellos portentosos empeños, esta normalidad, o incluso trivialidad, es todavía una auténtica conquista.

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