Rebuznos de conciencia
Una noche, 20.años después de que Nonona le hubiese robado el alma y apenas transcurrida una hora de que le hubiera regalado su cuerpo, Hernando sufrió un grave rebuzno de conciencia. Tan intenso resonó el bocinazo del animal y tan desprevenido cogió a Hernando que, cubierto de repentino sudor, temió que Nonona, dormida sobre su pecho, despertase. Se arrojó de la cama y, puesto de hinojos, suplicó Hernando al cielo que acallase a la bestia. Partidario de la previsora norma de ayudarse a sí mismo mientras llega la ayuda ajena, salió del dormitorio en pijama, atravesó la casa y recogió en la biblioteca el folleto (Enfréntese a la fiera, no huya) que le habían entregado en Harvard al final del cursillo sobre higiene de los adentros.Febril, con el corazón recién coceado, regresó Hernando al dormitorio y, manoseando el folleto cuyas instrucciones sabía de memoria, contempló el cuerpo amado, ahora boca abajo y en el borde de la cama. Dos décadas de aplicación matrimonial no habían mermado un ápice el embelesamiento mutuo. Por algo constituían la ejemplar pareja, cuya dicha patente suscitaba en sociedad envidiosas murmuraciones. Pero Hernando, percatándose de la pantanosa afectividad en la que se hundía, rechazó toda complacencia, como el folleto de Harvard ordenaba, y decidió, aun no siendo horas de encararse con la realidad, coger a la burra por las orejas. Por lo pronto, con una lima de uñas abrió el cajón secreto del tocador de Nonona.
Además de la llave del piso de arriba encontró un tarjetón perfumado en el que estaba escrito: "Te amo (le odio, le odio), te amo", con la inconfundible caligrafía de Romerales, psicoanalista a sueldo de Nonona. Abandonó el folleto de Harvard junto a la misiva, se puso la bata para la incursión al temible territorio y subió las es caleras con el sigilo y la gallardía de un cazador de panteras. Nada más cerrar la puerta encendió las luces, que le deslumbraron, aunque no tanto como le sobresaltó el abigarramiento de los dos primeros salones.Prácticamente era imposible moverse por aquel almacén de objetos y muebles relucientes, sin estrenar. Hacía un año, quizá dos, que Hernando no entraba allí. Tuvo que sentarse en una butaca egipcia, de la segunda dinastía tebana, y cerrar los ojos. Desde un par de medias de cristal, sustraídas en su adolescencia de una mercería de barrio, Nonona había reunido un museo de productos de la industria, el comercio y la artes. ¿Cómo podía ella sola apropiarse de, por ejemplo, aquel rifle, aquel bargueño, aquel falso Murillo, aquella columna de seis altavoces, aquella lámpara de cristal y bronce, aquella alfombra turca de seda, la propia butaca lotiforme en la que Hernando se sentaba? ¿Cuántos siglos de cárcel, de acuerdo con la ley humana, y cuántos milenios de fuego, de acuerdo con la divina, merecía aquella acumulación? ¿Quién, además del inepto de Romerales, colaboraba en la descomunal cleptomanía de Nonona? Hernando huyó a trompicones, tirando del ronzal de su conciencia.Siempre en el borde, como la más decorativa moldura de la cama, Nonona continuaba dormida. Cayendo otra vez de hinojos, Hernando besó los pies de la durmiente, y sólo cuando se comprometió consigo mismo a parlamentar sin demora con Nonona logró, conciliar el sueño. A la hora del desayuno, con el retraso habitual y el esplendor acostumbrado, Nonona se sentó frente a Hernando, en el momento en que Hernando había decidido aplazar hasta la cena la trascendental conversación.
-Ya he visto, cariño, por cómo has dejado el dormitorio, que anoche tuviste una de esas crisis tuyas. Te estás destrozando, amor mío. ¿Reconoces que esa gente de Harvard, además de carísima, ha resultado ser tan inútil como Romerales? Me gustaría sacarte del apuro, te lo prometo, pero en cuestión de remordimientos yo es que para nada.
-Anoche -dijo Hernando con ronca entonación-, después de descerrajarte el tocador, estuve en el piso de arriba.
-Cómo lo siento, hijo, porque lo de arriba está imposible. Si me lo hubieses avisado habría tratado de arreglar un poco ese rastro. Tú mismo habrás comprobado que ya no cabe ni un alfiler de brillantes.
-¡Nonona! -exclamó Hernando-, un poco de pudor...
-Hernando, yo no soy una ladrona -exclamó Nonona- A mí lo que me ocurre es que me Paso el día sola, que estoy más sola que la zona bancaria un sábado por la tarde. Sí, sí, ya sé que me dedicas todos tus ratos libres. Pero, Hernando, cielo mío, y no es que yo quiera darte el día ya desde por la mañana, ¿por qué no admites que, a tu edad y en tu posición, si un hombre para multiplicar su dinero necesita trabajar 10 horas diarias es un fracasado? No busques en mí la causa de tus congojas, sino en ese algo, misterioso e indecible, que tú y yo no compartimos. Y, por favor, procura venir pronto a cenar, ingrato, que en cuanto cierran las tiendas me desespero de aburrimiento.
Entre télex y télex, entre teléfono y teléfono, Hernando tuvo ocasiones de reflexionar lo suficiente para llegar a la conclusión de que Nonona era la más preciosa e magotable fuente de riqueza que poseía. A media mañana le envió rosas; a media tarde, un alfiler de brillantes, y mediante el sistema de distribuir su trabajo entre sus colaboradores consiguió llegar a casa a las ocho.
-He pensado comprarte el piso de más arriba del de arriba para que puedas tener ordenadas tus cosas.
-Te amo, Hernando -agradeció Nonona-, aunque me parece que te equivocas. ¿Cuánto permanecerá tersa tu conciencia después de la depilación a la cera a la que la has sometido? Pero no me hagas caso, que yo no entiendo de esos problemas tan enrevesados, y encima hoy, que tengo la suerte de tenerte para mí a las ocho y cuarto, es que no quiero ni oír ha blar de borricos. Tuvieron una agradable velada, y, llega do el momento de desnudarse, Hernando guareciendo a Nonona entre sus brazos, le preguntó con susurrante picardía: -Anda, ricura, cuéntame cómo lo haces.-Pero qué bobería, Hernando. Tú es que a mí me has tomado por una vulga mechera. Y no, malpensado, que ni empecé ayer, ni he descuidado estar a la última. Si es sencillísimo, tontorrón. Hago que los de la propia tienda me envíen las cosas a casa. Y hasta doy propina a los chicos.-Eres,maravillosa, Nonona.-Que- me educaron bien, Hernando, y desde muy pequeñita me enseñaron formas y a no crearme conflictos conmigo misma. Lo natural es natural, y la prueba de que lo mío es de naturaleza está en que un psicoanalista tan renombrado como Romerales lleva años hurgando, para nada, dentro de lo que no tengo.. Noche feliz aquella, si no hubiese sido porque, en lo más dulce de sus profundos sueños, dos feroces rebuznos dejaron a Hernando sentado en la cama, sudoroso y temblón, gritando:-¡El onagro, onagro...Nonona despertó, e inmediatamente le prodigó sus caricias, le trajo una taza de" tila y el folleto de Harvard; fue calmando la angustia de Hernando hasta quedarse de nuevo dormida. Hernando, en lo más crítico de su ahogo, había estado a punto de confesarle a Nonona que nada misterioso les separaba, sino les unía, que ambos eran iguales y no había otro misterio. Pero Hernando, recordando a tiempo la inconveniencia de la sinceridad con el ser amado, calló. Y con las primeras luces del dia salió subrepticiamente a enfriar la desazón y a pasear el insomnio.
"Al alcanzar cierta edad", por el parque desierto oía Hernando la voz del director del cursillo, "si también ha alcanzado usted un respetable nivel de fortuna sin haber eliminado por ello escrúpulos de origen atávico y conformación morbosa, acepte con sencillez que padece usted un defecto de ensamblaje con la armonía cósmica. Recuerde, en segundo lugar, que este tipo de dolencia, aunque a pocos, ha llevado a personajes de su posición a cometer excentricidades místicas o sociales, es decir, a la ruina. En tercer lugar, no se alarme. Pero encárese, sin complacencias ni disimulos, como un hombre, con la bestia que usted mismo alimenta".
El aire fresco de la mañana le facilitó a Hernando recuerdos de otras madrugadas en la fría capilla del internado. Luego, ya en su despacho y recurriendo a influyentes amistades, logró Hernando hora para confesión con eljoven abate Alejo, cuyo carácter severo pero comprensivo, mundano pero inflexible, operante, le había convertido en el más solicitado de los guías espirituales. Asediado por ofertas de empleo como capellán de familias, el abate Alejo tuvo a Hernando apoyado en la portezuela de su confesonario cuando ya Hernando había dispuesto de más de una semana, entre rebuzno y rebuzno, para aclararse la conciencia. -
-Sin pecado concebida. Hace más de 30 años que no me confieso, padre -comenzó Hernando a largar por delanteY yo, padre, necesito de la confesión con igual frecuencia que necesito de mi esposa. Casado con una ladrona redomada, que se finge cleptómana para entretener sus horas vacías con el psicoanalista, abandoné, bajo innobles subterfugios, este sedante. Porque, escúcheme bien, padre, el cleptómano reprimido lo soy yo.-No sólo suelo escuchar bien, hijo, sino preguntar con tino. Dime, ¿a quién te reprimes de hurtar?
-A sus colegas, padre, y siempre en trance de confesión. Adquirí tan abyecta costumbre en los años del bachillerato, facilitada por la ausencia de confesonarios en los internados de la época. Arrodillado sobre las gélidas losas, con el paternal brazo sobre mis hombros mientras desgranaba el rosario de mis culpas, de los hondos bolsillos de la sotana de mi confesor, siempre, oh, vergüenza, sacaba un pañuelo, una petaca, un chisquero de mecha, una cajita de pastillas contra la tos; rapiñas que, si el asunto se ponía feo, abandonaba sobre el altar.
Una vez descargado de tal peso, adoctrinado Hernando convenientemente a fin de que frecuentase a placer el confesonario sin temor a parecerse a la mujer amada, el abate le mandó ir. -¿Sin ninguna penitencia, padre? -En el pecado la has llevado, y aligerado vas ahora -replicó el sabio Alejo. Nada más pisar la calle, Hernando sintió, efectivamente, una ligereza de espíritu muy reconfortante. Con gesto mecánico se llevó la mano, al corazón y palideció. Le había desaparecido la cartera del bolsillo. Su primer impulso fue volver al templo. Pero, no en balde estaba limpio, reprimió su cólera. Paso tras paso, meditando, de pronto advirtió que estaba ante una parada de autobús, vehículo que no recordaba haber utilizado jamás y al que subió cuando vino. Comprimido por la masa de viajeros, Hernando aspiraba el olor a humanidad y sonreía. Al descender se echó mano a la cartera, que no llevaba, se palpó el traje, gritó que le habían robado, y en segundos congregó a su alrededor un grupo de airados ciudadanos que imprecaban contra la falta de seguridad que soportaba la gente honrada.
Una semana más tarde, antes de aproximarse al confesonario del abate Alejo, encontró Hernando sobre el altar su documentación. Para entonces, Hernando era consciente de que, por fin, vivía encajado armónicamente en un mundo bien hecho, desasnado.
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