El Madrid de Eloy / 2
Quiero recordar que le conocí hace unos 40 años, en la época de nuestra preparación para el ingreso en la Escuela de Caminos. Procedía de provincias, de un pueblo grande del Sureste, y era algo mayor que yo. Cuando empecé a tratarle, ya llevaba un par de años en la capital, que, por encima de todo, le habían servido para desprenderse de la pacatería de que adolecían entonces todos los provincianos de las clases acomodadas (incluidos los de Barcelona) que acudían a Madrid a cursar sus estudios y, por lo general, se alojaban en una pensión regida por una patrona que, una vez a la semana, les regalaba con un plato de su tierra. (Uno de ellos contaba que en su pensión se alojaba -desde tiempo inmemorial- un mutilado de guerra, con un ojo de vidrio, que gozaba de un régimen económico especial sin duda como pago a los servicios prestados a la patria. Pero fuera que la patrona considerase amortizadas en buena medida las reparaciones de guerra o fuera que una estricta interpretación del contrato de inquilinato le llevase a administrar a aquél un régimen de comidas rigurosamente bélico, el caso es que las necesidades del caballero eran satisfechas asimismo con un tratamiento especial: era siempre el último en ser servido y solamente le correspondían los fondos del puchero. Así que, sentado en solitario en una mesita del fondo, con los cubiertos aferrados y enhiestos en espera de su turno, cuando éste se retrasaba y tanto para reclamarlo cuanto para mortificar a los que ya paladeaban el menú, acostumbraba a tamborilear con las puntas del tenedor sobre su ojo de vidrio, para producir un enervante clic-clic-clic que con frecuencia obligaba a la comensalía a abandonar el comedor entre protestas, sin haber terminado la consabida sopa de hierbas.)Pero ahora no voy a contar su historia, una historia, por otra parte, que no deja muchos registros permanentes e insolubles, y que reservaré para otro u otros momentos. Porque, con una lejanía de 40 años, lo que ahora más me interesa poner de manifiesto es su final, su desaparición. Un día desapareció, sin más. No avisó a nadie, no lo advirtió, ni siquiera en fechas anteriores exageró sus quejas acerca de una clase de vida que esperaba cambiar por otra. Lo hizo gradualmente; empezó por no dejarse ver en los lugares que frecuentaba, y un día -sin previo aviso- hizo mutis por el foro, por lo que alguno, pasadas unas semanas, llegó a suponer que le podía haber ocurrido alguna desgracia y sugirió la conveniencia de dar parte a la policía. Pero entre algunos de nosotros, en aquellas fechas, lo último a que se recurría era a la policía. ("Vengo a dar cuenta de mi desaparición, señor comisario"; al parecer, con estas palabras se presentó en la comisaría de Palacio el antiguo inquilino del barrio, tras una dilatada estancia en Carabanchel. Es de suponer que el comisario respondería con un gesto significativo -girando el dedo índice contra la sien-, más dirigido al número que guardaba la puerta que a su interlocutor. "No puedo creer, señor comisario, que hayan desaparecido mis padres, mis hermanos, mi casa, mis amigos, mi novia, mí café y mi empleo, y que, en cambio, yo haya quedado". Había estudiado Filosofía antes de la guerra. "A tanto no llega mi solipsismo; ni siquiera mi cinismo, por no hablar de otras tendencias del alma que aún detesto más. Así que le ruego, señor comisario, que tome buena nota de mi desaparición y que, si lo tiene a bien, informe del hecho a las autoridades locales y a quien importare".)
No entenderé nunca por qué desapareció de aquella manera. Se puede desaparecer de forma más educada o más patética, pero no más incomprensible. Y, justamente por eso, porque la conciencia atesora lo incomprensible y tanto por el afán de disolverlo y asimilarlo un día con sus siempre crecientes facultades y reglas cuanto como el anticuerpo que ha de excitar sus funciones, un recuerdo así permanece en tanto se desvanece su acompañamiento y todo cuanto un día puede ser explicado. Si -paradójicamente- pudiéramos contar y repasar todo lo que la memoria ha perdido, qué pronto nos daríamos cuenta de su escaso volumen, por decirlo de una manera tan poco psicológica; con cuánta dificultad cabría definir a la memoria como el órgano de una duración acumulativa, que en su tiempo biológico acompaña a la duración universal. Si la memoria olvida es porque también lo hace la natauraleza, que no acostumbra a ensayar dos veces lo que en un primer intento ya fracasó. En otras palabras: si un día en un planeta azoico se dieron las condiciones para que surgiera la vida, o bien esas condiciones eran muy distintas a las de hoy, o bien esa transformación de la materia inerte en biota también se produce hoy, por detrás de la reproducción de la vida. Pero lo más probable es que las cosas se produzcan por una tercera vía y que la reproducción de la vida sea el mayor obstáculo para el origen de la vida, una operación tan costosa -por así decirlo- que no puede competir con aquélla, obediente al principio de Maupertuis; y de la misma manera que el artefacto manual fabricado a partir de elementos naturales manualmente elaborados no puede competir (ni siquiera en el mercado de,curiosidades donde el segundo no tiene entrada) con el producto fabricado en serie a base de elementos también fabricados en serie. Así pues, la naturaleza prefiere copiarse a inventar, y cuando su cuerpo de elementos es lo bastante extenso y equilibrado como para garantizar una supervivencia recíproca entre unos y otros, no ensaya ningún tipo nuevo, y, en cuanto a los que han caído y desaparecido en esa evolución que del ayer lleva al hoy, no vuelve a acodarse de ellos. Si eso es así, todo parece indicar que en el planeta Tierra no hay espacio para realizar un nuevo ensayo y, así considerado, no es más que un inmenso laboratorio donde para preservar los actuales genes se practica el más extenso genocidio. Una razón más -para mi- para detestar esa nueva beatería que llaman ecologismo.
Aun cuando para quienes algunos recuerdos muy vivos pueden tener ya 40 años de vejez y buena parte de la humanidad se reduce a la reproducción de un discreto número de patrones (un espejismo que despoja de interés tanto al individuo como al patrón) no hay manera de que aparezca y se reproduzca lo que un día desapareció. Haciendo algunos esfuerzos puedo recordar de él unas cuantas cosas -bastante significativas para mí-, pero lo que mejor llevo grabado es su desaparición, tan incomprensible como irrevocable y, por tanto, la imposibilidad de su repetición. Es decir, que lo que nunca presencié -y a lo que en su día ni siquiera di importancia- será lo que en lo sucesivo más me inquiete e importe. Decía Bergson (nunca comprenderé por qué ahora se lee tan poco a Bergson) que "siempre es la parada lo que exige una explicación, nunca el movimientó".
Ciertamente, protestaba y se quejaba mucho y las más de las veces sin razón. Quiero decir que no tenía más razones para ello que el resto de nosotros y aun menos si se piensa que gozaba de un número de privilegios que muy pocos tenían entonces. No murió, eso es lo terrible. Se sabe también que ni se repatrió ni se exilió, al menos en los cinco o 10 años siguientes a su desaparición. Noticias indirectas -a través de alguien que había estado con alguien que le había visto- informaban a sus antiguos amigos y compañeros que seguía viviendo en Madrid, sin que nadie supiera dónde; que llevaba una vida desplazada e incógnita que nada tenía que ver con sus costumbres de estudiante y que nada quería saber de ellas. Y cuando muchos años después -en una visión fugaz y claroscura- volví a verle, para nada se hablé de todo aquello.
Antes de eso le veo (¿por penúltima vez?) abriendo la puerta de una oficina pública, dispuesto a salir a la carrera, mientras un funcionario tocado con un mandil gris abandona su puesto tras el mostrador para recoger unas preciosas cenizas. Éramos lo mejor de la sociedad; no quiero decir del régimen o del Estado porque con él sólo teníamos, en teoría, una relación técnica, aun cuando los más comulgaran con sus principios. Por consiguiente, también los más obedientes, aun conservando nuestra independencia. En aquella época, la Escuela de Caminos no dependía del Ministerio de Educación, sino del de Obras Públicas -que la mantenía y subvencionaba para cubrir las vacantes de su cuerpo con ingenieros de efite- y apenas mantenía relaciones con la Universidad; no teníamos que afilíarnos al SEU ni cumplir las obligaciones que el régimen imponía al estudiante o al licenciado. Un día -muy probablemente hacia 1950- la Dirección General de Seguridad, en su fán de tener más controlado al ciudadano, decidió suprimir la antigua cédula e imponer con carácter obligatorio el documento nacional de identidad, donde además del nombre, la filiación y el domicilio, figuraría -para indignación de muchos- la huella dactilar del titular. Sólo eso bastaría para que muchos españoles se resistieran a sacar su DNI, por lo que la DGS pronto tuvo que recurrir a las sanciones para que todo ciudadano tuviera su DNI en el bolsillo. Pero con nosotros no hubo que recurrir ni a las sanciones ni a las amenazas, porque, obedientes como éramos, bastó una orden de la secretaría de la escuela para presentar toda la documentación en un local de la calle de Santa Engracia, donde un funcionario tocado con un mandil nos recibió con los brazos abiertos, conmovido de nuestra buena disposición a obtener el DNI. A eso se debe que entre nosotros se den los números más bajos del DNI -de cinco dígitos y comenzados por uno-, tan bajos que el mío todavía levanta todo clase de suspicacias y en muchos locales me miran como a un superviviente de Filipinas. (Y de esa numeración he deducido que entonces el régimen, el famoso régimen, constaba de 10.000 personas, las únicas que pudieron sacar el carnet (con t) antes que las inocentes).
Como digo, un funcionario tocado con mandil gris nos tomó el pulgar, lo impregnó de tinta e imprimió con su huella el espacio ad hoc. Una vez puesta la firma en el espacio correspondiente, Blanco Villoria -llamado ya por entonces Blanquito-, que apenas llegaba con la cabeza al mostrador, se interesó vivamente por aquel nuevo objeto, cuya sustancia nos era desconocida, y con su voz de flautín y su mejor construcción sincopada de primero de la clase preguntó si aquello era de plástico. El funcionario, que comprendió que por una vez debía hacer gala tanto de buenas maneras como del dominio de una información imprescindible, respondió que no sólo se trataba de una sustancia incombustible, sino que además había sido glasofonada. "¿Glasofonado? Y eso, ¿qué es?". "¿Y para qué sirve?". "Admite las más altas temperaturas sin sufrir deterioro alguno, caballero, y, si usted muere calcinado, gracias a este documento será posible reconocer sus restos". "Anda la leche", replicó Blanquito, que ya empezaba a cabrearse, "pues bastante me importa a mí que reconozcan mis...". Pero no pudo acabar, porque, con uno de sus ideales amarillos mediado y apagado en la comisura del labio, Eloy había sacado el mechero de martillo y aplicado la llama a un borde del carné. Una violenta, recta y azulada llamarada -terminada en una cola de estrellas purpúreas- arrebató el carné de los dedos de Blanquito y lo impulsó hasta el techo del local, de donde cayeron unas pocas e impalpables cenizas que el funcionario tocado de mandil, puesto de pie, acompañó con su mirada y con esa mezcla de sentimientos -sorpresa, furor, enojo, vergüenza, oprobio, humillación, venganza, insulto, desacato- tan compleja que -para quien tiene el poder- sólo se puede resolver con un único y simple gesto.
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