El corro de la patata
La patata caliente es una expresión, como tantas otras, que procede de América y en esencia se utiliza para calificar una complicada situación -por lo general política- que se recibe de otras manos y a otras manos se transmite, tanto para no quemarse las propias cuanto para dañar las del vecino. La solución para la patata caliente no es enfriarla, sino pasarla como viene, bien sea para que pierda calor con sus numerosas transmisiones, bien para que aquel imprudente que no sepa deshacerse de ella apechugue con todas las consecuencias de su torpeza.Qué duda cabe, todo gobernante recibe un buen número de patatas calientes que su predecesor dejó en el horno, antes de abandonar la cocina. Los problemas que no se resuelven se transmiten, y no hay vuelta de hoja. Algunos que no queman se apartan, pero la patata caliente no admite tal tratamiento y, aunque sea con la punta de los dedos y con propósito de lanzarla al más próximo, es necesario sacarla del horno. Tal es el caso evidente del terrorismo. En contraste, un gobernante -pongamos por ejemplo el señor Alfonsín o, en su día, Roosevelt- que recibe con su bastón de mando un país aquejado de toda clase de problemas y situaciones críticas no tiene otra opción que ofrecer un programa político que se enfrente a ellos, buscando el mejor camino para resolverlos. Por así decirlo, se sitúa en uno de los extremos del arte de la política para la cual el qué está dado y lo único que importa es el cómo. Su imaginación -si es que la tiene- no tiene que ser ontológica, sino metodológica, y no le es dado crear nada que se salga de las interrogantes previas. Es como el examinando que se tiene que atener a los temas que le presenta el tribunal, sin que por un momento se le permita distraerse con los de su predilección, para los que está perfectamente preparado y con los que -de haberle tocado- podría hacer todo un alarde de sabiduría, de erudición y de buenas maneras. Pero no, lo normal es que al examinando -como a ese desgraciado que se ha quitado la vida tras disparar sobre quien consideraba responsable de su fatídico destino- le toque el tema que peor conoce; por normal quiero decir el caso de la mayoría, esto es, la de los suspendidos, la de los fracasados de hoy que bien pueden ser los que triunfen mañana. El político de hoy ¿cómo no va a añorar la situación de quien tenía que encararse con los problemas del desarrollo económico o la descolonización del Sáhara? Y el de mañana, ¿qué no daría el de mañana por negociar el ingreso de España en la CEE?
Los pequeños conflictos políticos son siempre inoportunos, siempre vienen en el peor momento para sorprender al responsable por el lado en que se hallaba peor preparado. Todos los meses la economía doméstica se ve perturbada por una factura imprevista. Una vez que los gastos así llamados previstos -el alquiler, la factura del gas, la letra del electrodoméstico, el colegio de los niños- han sido satisfechos, con la más dañina inoportunidad es presentada esa factura que no habiendo sino tenida en cuenta viene a desbaratar el difícil equilibrio mensual y devorar el pequeño margen que tendrá que esperar al siguiente balance para convertirse en ahorro. El imprevisto no falla, no deja de acudir nunca a la cita; lo único imprevisible es su cuantía y su procedencia, no así su puntualidad. Este mes los imprevistos -así puede quejarse el padre de familia- han sido más que lo que había previsto.
Sospecho que en la política de todos los días ocurre algo muy parecido. No sólo el balance de cada mes ha de resolverse con una precaria ecuación entre las percepciones y los débitos, sino que no hay manera de soslayar la patata caliente, la aparición, siempre con carácter urgente y algo dramático, de un problema cuya solución no puede ser demorada. Así, en el curso de una política general trazada en sus líneas maestras por la lucha contra el paro, el terrorismo y la inflación, por el ingreso de¡ país en la CEE o la plena incorporación a la OTAN, por el definitivo trazado del Estado de las autonomías, mes tras mes surgirán además los casos: el caso Banca Catalana, el caso Flick, el caso Brouard. No habrá mes sin caso a fin de que -considerado el fenómeno con una óptica conductista- el gobernante no se acostumbre nunca a atenerse a sus propias directrices, a recitar los temas que ha aprendido de memoria, y se vea obligado a demostrar su capacidad para responder a cualquier pregunta del tribunal no incluida en el temario. En ciertas situaciones los casos no son más que erupciones, escollos y protuberancias que retrasan o dificultan el curso de la corriente, pero que no la detienen cuando cuenta con el caudal suficiente para pasar por encima de ellos; en otras se demuestran lo bastante serios como para alterar y desviar su curso. Es la diferencia que media entre las consecuencias del incidente de Fachoda y las del telegrama Zimmermann. Su importancia es siempre relativa y lo que en verdad mide el caso -por sus consecuencias- es la fuerza de la
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corriente según que pueda o no pueda salvarlo.
Sin duda, una manera de resolver un caso es tratarlo como la patata caliente, y aun cuando quien la haya metido en el horno sea del mismo partido o coalición. Sólo se requiere para ello que entre el corro de jugadores haya un último receptor lo suficientemente ingenuo o torpe como para recibirla en última instancia y quemarse los dedos. ¿Y qué partido o coalición no tiene entre sus filas semejante figura? Voy más allá: ¿qué partido o coalición no tiene previsto ese papel y elegido el actor que mejor podrá encarnarlo? No, no estoy solamente pensando en algunos nombres de la vieja UCD ni en relevantes representantes del PSOE; también pienso en otras siglas que hoy por hoy todavía no han quedado ordenadas.,
Se me ocurre en relación con la transmisión, de la patata caliente que existe un juego que lo mejora y que en esencia consiste en recalentarla, cuando todavía está en las propias manos. Un juego semejante a ese de dados que llaman el mentiroso y que exige de cada jugador un cántico más elevado que el que le ha sido pasado, haya lo que haya dentro del cubilete.
No me resulta nada dificil imaginar para un hipotético caso al jugador del PC que tras la somera inspección de lo que hay bajo el cubilete, haga saltar un dado y salga lo que salga lo pase a su vecino del PSOE con un: "Tres ases". Y que éste, con una nueva finta, lo largue a su vecino de AP con un: "Y dos reyes". La situación llega a su límite cuando alguien o bien tiene que decir: "No me lo creo" o bien ha de jugarse a cara descubierta la posibilidad de sacar cuatro ases de un golpe.
Tengo la impresión desde hace bastante tiempo que en la política española nadie, en este momento, ha llegado a la situación límite que le obligue a levantar el cubilete para confiar su salvación a un albur estadísticamente imposible. Todavía hay margen, todavía hay cuando menos una ronda, porque hasta ahora no se ha cantado más que un modesto trío.
En cambio hace unos años, en los días de la transición, se llegó en ocasiones a la jugada límite. Días en los que Ad6lfo Suárez dio muestras a todo el país de su incomparable talante de jugador, no sólo cuando acertó a mejorar el cántico que había recibido, sino en tantas ocasiones en que, no teniendo por qué creer la combinación que le había sido pasada, levantó el cubilete y jugó al aire para, con mucha fortuna, superarla. Excepto en su última ronda.
Pero acaso en algunos ámbitos esa situación límite se ha alcanzado o a punto está de ello. Es sólo una impresión, tal vez irreflexiva y engañosa, pero me parece que con la llegada del señor Ardanza a la más alta magistratura del País Vasco no sólo ha cambiado el carácter de un jugador, sino que toda la estrategia del juego llevado hasta ahora puede verse modificada. Como sabe el más lego, la colusión entre un número de jugadores puede llevarles a preparar la jugada para que la china le toque a uno de ellos, elegido como perdedor. Sin ir tan lejos, nada más fácil para un jugador que resolver su turno sí a su izquierda (si el juego se desarrolla en el sentido destrógiro) tiene un compinche que le deja la postura fácil para que él se la ponga dificil al de su derecha.
Jugar con dos conchabados a la izquierda es mortal. Tengo la impresión de que ése era el mejor recurso del antecesor del señor Ardanza. Y que, cualquiera que sea su habilidad o su suerte, y dando por supuesta su imperiosa necesidad de ganar, el señor Ardanza está dispuesto a sentarse a la mesa considerando tan rival en el juego al de su izquierda como al de su derecha. Lo cual, si es cierta esta presunción, puede cambiar muchas cosas y no sólo porque el juego sea más caballeroso y diáfano, sino porque el jugador, al confiar únicamente en sus propios recursos y fortuna, se ve obligado a ser más hábil.
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