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La tecnocratización del cambio

Socialismo. Cambio. Modernidad. He aquí el itinerario semántico del PSOE desde Suresnes a la Moncloa. Si el lenguaje es ideología (con perdón por la cita del trasnochado marxismo), habrá que reconocer, aunque los términos no tengan por qué ser incompatibles, que la evolución es evidente. Tan evidente como que ese reconocimiento no tiene por qué llevar aparejada una valoración negativa de la misma. En su capacidad de adaptación al medio social, los socialistas han demostrado, por una parte, su pragmatismo, y por otra, su inteligencia política. Lo que, traducido en votos, explica por qué el PSOE está donde está. Dicho lo anterior, habrá que añadir que la palabra modernidad empieza a convertirse en un cajón de sastre que puede llegar a encubrir una notable ausencia de un proyecto político. En este caso, de izquierda. De izquierda, si se quiere, moderada, pero izquierda al fin y al cabo. Es claro que la modernidad encaja en un proyecto político de izquierda. El problema viene si al mismo tiempo que se predica la modernidad como la buena nueva del socialismo, o al menos como el gran descubrimiento, se están estableciendo las bases de una profunda desideologización del partido y de la sociedad. En este sentido, no se han estudiado demasiado bien algunos aspectos, desde los debates a la escenografia, del pasado congreso socialista. Merece la pena, sin embargo, detenerse en algunos de ellos.Empecemos por el propio lema de congreso: "España, compromiso de solidaridad". Continuemos por los colores del estrado, cuidadosamente seleccionados: rosa y amarillo. Sigamos por la difuminación de todos los símbolos socialistas, en marcados por enseñas instituciones tanto nacionales como autonómicas. Y acabemos por las intervenciones en los plenos, repletas de alusiones a la modernidad en su sentido más amplio, y que puede ser aplicada tanto a los horarios de la Renfe como a la aecesidad de responder al reto tecnológico. De los antiguos símbolos de la izquierda sólo quedó incólume el tradicional canto de La Internacional puño en alto y los ensordecedores aplausos a la presencia sandinis ta en el congreso, dudosamente compensatorios de la sorprendente desconvocatoria, pocas se manas antes, por parte del PSOE, de un acto de masas en solidaridad con Nicaragua. Cabe la duda además de si después de que Hollywood eligiese La Internacional como música de fondo para su ceremonia de entrega de los oscars es ya lo que era como seña de identidad de la izquierda. Pero, en fin, allí estuvo cantada con fervor por los que se la sabían como sonoro cordón umbifical con la tradición. Ahora bien, el examen menos atento de toda la parafernalia congresual ¿no revela una profunda, real y peligrosa desideologización? El lema del congreso podría servir para cualquier partido político de la derecha. Sin ir más lejos, no es nada diferente, por ejemplo, del empleado por Convergencia Democrática de Catalunya (CDC): "Valida per a tothom". Y lo mismo el escenario, con el simple relevo de dos banderas y un retrato. Respecto al lenguaje, que además de ideología es también contenido, pues eso, modernidad a todo pasto en todos los debates, en todas las ponencias, en casi todas las intervenciones. De lo que nadie se ocupó es de definirla más allá de conceptos globales, abstractos y, ¡ay!, bastante desviados e insustanciales. Y es que por muchas vueltas que se le dé a la palabreja en cuestión, la modernidad nunca podrá llegar a ser una referencia ideológica, sino un mero contacto o una aspiración política, que además nunca será exclusiva de la izquierda, aunque quizá sea dentro de ésta donde mejor se adecue. Pero sin excluir que otras fuerzas políticas partidarias también aspiran a ella. ¿Qué hizo en realidad Unión de Centro Democrático sino modernizar las estructuras jurídicas de la sociedad española? No está mal que el PSOE continúe en esa línea y profundice en ella. Pero, naturalmente, con tal de que no

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renuncie a su propia ideología partidaria. En estos momentos, sin embargo, lo que se observa en los socialistas es su deseo, más menos confesado o inconsciente, de institucionalizar algunos de sus símbolos o de sus parcelas de poder. Ya es significativo que la mayoría de las intervenciones de Felipe González en el reciente congreso lo fuesen como presidente del Gobierno y no como secretario general del PSOE. Y no es que eso sea malo. Lo que sucedió es que, simplemente, se equivocó de marco.

Por una serie de circunstancias que no vienen al caso, el Gobierno socialista se siente acosado por las fuerzas y medios sociales que la derecha posee y maneja. Una sensación, por otro lado, compatible con una excesiva seguridad respecto a que su desgaste no es inquietante de cara a las próximas elecciones legislativas. Aparte la evidente reflexión de que no se ejerce el poder impunemente en una sociedad democrática donde la crítica -incluso la injusta- es uno de los basamentos del sistema, el mayor peligro para los socialistas es su desarme ideológico. De ahí que el uso y abuso de la palabra modernidad no haga otra cosa que resaltar un paulatino desplazamiento hacia la tecnocratización del cambio. Frente a cierto aventurerismo político practicado en el pasado por la izquierda europea, incluida la española, los socialistas han elegido el camino de la moderación. Por condicionantes conocidos, y probablemente por vocación de todos sus dirigentes. Ha sido una buena elección. ¿Pero es incompatible la modernización del Estado y de la sociedad con la conservación partidaria de un marco de referencias ideológicas específicas? Volvemos a lo de siempre: los socialistas utilizan el poder, prácticamente, como el único medio para transformar la sociedad. Con flagrante olvido del compromiso social que parte de ideologizar la sociedad y de movilizarla. Modernizar no es hacer exclusivamente que el Estado funcione, especialmente en un país como España. La estrategia de la izquierda en el poder no puede limitarse a ello. Los tecnócratas nunca sobran en un proyecto político. Lo malo es que se conviertan en sus únicos intérpretes.

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