Madrid resucita
La comunidad autónoma madrileña pasará, otros méritos aparte, a las páginas de la historia y al libro Guinness de los récords por haber sido la primera institución oficial que ha adoptado como himno una sátira, una filosófica parodia hábilmente urdida por el ingenioso sofista zamorano Agustín García Calvo.
No se trata de una sátira vulgar; el ilustrado letrista del himno ha solucionado la paradójica papeleta echando mano de su erudición clásica. Alérgico a los cantares de gesta, inmune a la emoción que despiertan las banderas desplegadas y el redoble de los tambores, el vate ha entendido que si se le pedía que compusiera la letra de un himno oficial que diera lustre a los ceremoniales la cosa no debía ir totalmente en serio.Los autores del encargo debían saber que Agustín García Calvo, otrora firme adalid de la independencia de Zamora, había explicitado en su inspirado Sennón del ser y del no ser su incapacidad para componer himnos que llevaran a los guerreros a la batalla o a los obreros al tajo con la frente alta y la sonrisa en los labios.
Al himno, además, le han puesto una música de himno, con lo que la ilusión resulta más convincente. Por lo demás, el contenido es impecable; la métrica, ejemplar, y la inspiración lírica, evidente. Es el primer himno que conozco cuyo texto merece la pena ser recordado, releído e incluso memorizado. Pese a su talante decididamente festivo, el texto indaga con inteligencia en algunas de las razones históricas y políticas de la autonomía madrileña.
Con tal precedente irónico, no es extraño que cunda la chacota sobre el ente autonómico y que en los mentideros de la Villa se cultive el castizo género de la sátira, gloria del Parnaso madrileño, musa de la que no pudieron escapar los autores madrileños, que impregnó a Cervantes, a Lope y a Quevedo, que volvió ácido y sarcástico al cordobés Luis de Góngora y que se destila en las páginas de los mejores cronistas de la ciudad: Mesonero, Larra, Répide, Carrere o Gómez de la Serna.
No se podía esperar otra cosa de una ciudad que cuenta entre sus epopeyas las peleas barriobajeras que narraron don Ramón de la Cruz y don Carlos Arniches. No hace mucho, en estas mismas páginas, alguien proponía que adoptara la ciudad como himno una castiza tonadilla zarzuelera, algo así como el equivalente de ese otro ejemplar himno autonómico asturiano, que ha pasado de canto solidario de taberna a intachable símbolo de una identidad histórica milenariamente cimentada.
Ni siquiera los próceres de la naciente institución se muestran demasiado proclives al sentimiento autonomista impuesto al parecer por las adversas circunstancias, condicionado por el rechazo de ambas Castillas, saludado con escepticismo por los analistas políticos, semiignorado incluso por los propios habitantes de la urbe, que sólo han reaccionado ante el espolón del manoseado 3%.
Dardos contra la autonomía
La autonomía madrileña, nada más salir del cascarón, empieza a recoger viejos agravios, a convertirse en blanco de tiradores miopes que durante mucho tiempo quisieron confundir a Madrid con el centralismo y a los madrileños con lacayos de la Administración. Ni siquiera el pequeño dictador galaico que encontró en Madrid el último y más firme bastión de la resistencia civil cometió semejante error de apreciación. Siempre contempló la ciudad desde las alturas de El Pardo con cierta desconfianza. Vigilada y ocupada por hordas venidas de todos los confines del Estado, Madrid sobrevivió a este paréntesis para resurgir sobre el franquismo. Lugar de encuentro y terreno de juego para las más diversas confrontaciones, acomodo de todas las migraciones y los exilios, la ciudad se revitalizó una vez más con el. mestizaje y la promiscuidad; su propia marginación sirvió de caldo de cultivo para la eclosión de fermentos y simbiosis.
Ahora que Madrid resucita, llueven los dardos sobre su autonomía, una autonomía que nadie ha pedido, porque éramos conscientes de que, una vez desaparecido el exterminador de todas las señas de identidad, las de Madrid reaparecerían de hecho, sin necesidad de sanciones oficiales o descalificaciones periféricas. Es indudable que Madrid no puede ofrecer una unidad racial, un idioma exclusivo o un folclor sin mácula; los madrileños no bailamos emocionadamente cogidos de las manos al mismo son ni lagrimeamos acordes al paso de nuestra bandera de un nuevo diseño, no cubrimos nuestra cabeza con gorrillo totémico ni practicamos ancestrales deportes propios de nuestro solar. Hidalgos y bastardos, cupletistas y catedráticos, exiliados y náufragos han encontrado detrás de estas exiguas murallas refugio y tolerancia, se han hecho madrileños sin necesidad de renunciar a ninguna de sus características, sin aprendizaje, examen, o prueba de sangre.
Por supuesto, este camino lleva indefectiblemente a la paráfrasis de Pujol: son madrileños todos aquellos que sobreviven en Madrid y además quieren serlo; las verdades son verdades en boca de Agamenón o en la de su porquero. Hay una diferencia: en boca de Pujol la frase es mentira; debería decir: "Son catalanes todos aquellos que hablan y se expresan en catalán". Precisamente la marginación de ciertos sectores contraculturales castellanohablantes afincados en Barcelona es uno de los motivos del decaimiento de una ciudad que estuvo entre las más vivas de Europa en los años duros de la represión franquista, en los que el idioma era una bandera que delimitaba los campos y alineaba en el mismo terreno opciones a primera vista irreconciliables.
Ahora el portaestandarte se llama Jordi Pujol y reina la confusión entre los bandos; sólo él y su Gobierno, democráticamente elegido, son culpables; nada ha tenido que ver Madrid en este lance; nunca confundiríamos a la comunidad catalana con sus gobernantes ni la juzgaríamos a través de un coloquio de la televisión.
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