Carmen Ynfante
El chantilly, el plumero, las manos góticas, pesadas de anillos, frutas como pendientes, el mimo del gesto, el hastío de la boca, la gran cruz de diamantes entre los pechos, pechos de elipse dulcísima y fatigada, deseables. Y el ombligo, un ombligo blanco en lo blanco del desnudo. El esguince de la cadera se dibuja como un quiebro/requiebro de la mujer que posa sin saberlo, que sólo sabe que pasa o que el tiempo pasa por ella. Plumeros, abanicos, columnas imposibles de oro en polvo, o los signos del tiempo, o agonizantes pieles, o los pies tan desnudos en un mundo que, desnudo, los calza. Una noche me la encontré de pamela y madrugada, en Sevilla, adonde habíamos ido Aranguren, Máximo y yo en excursión literaria o así. Me llevó a su estudio a mirar lo que hacía, lo que hace. Ceguerón de sueño y emociones, apenas me enteré. Ahora, más despacio, cuando Carmen Ynfante ha triunfado en Francia y va a triunfar en Madrid, vengo a revisitar su arte, que es como un Rousseau contagiado de Toulouse-Lautrec, más la pupila andaluza y clara que se ha quedado con el cuento de los surrealismos, un fondo revuelto de Marx Ernst y sus mujeres/pájaro, que está en alguna parte, sin estar. Eso. Glúteos mulatos con violencia de grafitti de tapia, lagartos blancos por el seno derecho de la bella con flores, pupilas dalinianas que se abren entre los espinos enemigos del organdí, desnudas que duermen con un monstruo negro en lo negro del pubis, mientras la noche pierde sus llaveros. Sabía uno que el talento de Carmen Ynfante tenía que encontrar su sitio. Al fin ha llenado de sitios esa secreta afinidad Andalucía/ surrealismo, que estoy rastreando hace tantos años, a partir de Góngora o de Lorca.-Que vengo a exponer en Cuenca, o en Madrid, no sé, mis desnudos, mis cuadros, mis mujeres y mi Galería de Chulos, todos blancos y esbeltos, como sansebastianes del Greco, porque a mí me gustan los hombres así, y los copio de las revistas de desnudo masculino, y luego los adapto a mi manera de hacer, porque yo no conozco tantos chulos, Umbral, cuando era niña, en Jerez, me impresionó mucho ver un desfile de la Legión, y los legionarios, que llevaban las medallas prendidas sobre la carne, directamente, qué miedo, un hombre así, un marinero, por ejemplo, no lo puedo meter en mi estudio, me asusta, pero también quiero sacar alguno de esos tipos, lo que pasa es que estoy más acostumbrada a dibujar el cuerpo de la mujer, a Juana de Aizpuru le gusta mucho lo mío, el día que yo tenía concertada la entrevista con Juana Mordó, para exponer en su galería, se murió Juana, la pobre, yo creo que aquí en Madrid lo que mejor me iba era Vijande, ya veremos, quiero hacer en París una gran exposición de trajes de novia, tengo doscientos, los he ido reuniendo durante toda mi vida, desde pequeña, yo, que me casé con tejanos, en París, con un médico, ando siempre por París vestida de novia antigua, un día me metí en una boda y, como la novia iba de particular, mucha gente se creía que la novia era yo, dieron muchos besos y me hicieron muchos regalos, todos los sábados salgo a los viejos mercados de París a comprar cosas, te tengo que regalar el tratado de Balzac sobre los guantes, si es que no lo conoces, París me ha enseñado mucho, pero ahora quiero meter en mis cuadros los milagritos, como decimos en Andalucía a los ex/votos, que antes se hacían cosas preciosas, ya no fabrican, y mira qué cuadro te he traído.
Hubo un tiempo en que éramos yeyés, ¿te acuerdas, Carmen?, todos íbamos de yeyés, que era una manera como otra de perder el tiempo, y ella se peinaba con peines de oro, usaba ya botines antiguos para sus larguísimas piernas y venía del hondo Sur, como las cabras, aureolada de males sagrados y sabidurías inútiles. Ahora se me aparece como un fantasma remoto del pasado reciente, con sombrero negro, melena rubia y rizada, abrigo de pieles, botines, siempre botines, y el ceceo jerezano, el entrañable ceceo infantil que París no ha logrado borrar, con todo su borrón de Sena y su entramado de puentes.
-París.
-Cada vez me tienta más España.
-Pues vuelve.
-No puedo. Es muy difícil, estoy muy instalada
-Los hombres.
-Ya ves.
-El arte.
-Cada día se me ocurren cosas nuevas.
-Nuestros tiempos.
-Ni me hables.
El cuadro que me ha traído está entre reliquia andaluza, católica y árabe, y fetiche fin-de-siglor. Es un cuadro grande, con una mujer desnuda que tiene palio de oro y puntillita, como las Vírgenes andaluzas, un crucifijo de perlas entre los pechos, joyas en los pezones y en las manos, plumeros a modo de diván (todo de verdad) y pelo, verdadero pelo, en el pubis.
-A todos mis desnudos femeninos les pongo pelo de mi pubis, perfumado.
El cristal que cubre el cuadro subraya su cualidad de reliquia, entre capillita popular y blasfemia cansada e imaginativa. Carmen hace porcelana, collages, laberintos.
-Ahora quiero un local, alquilar un local comercial para mí sola, aquí en Madrid, y hacer un laberinto de espejos, porque también tengo muchos espejos antiguos, y allí poner mis cuadros, mis porcelanas, mis cosas. Crear un mundo mío. Pero las galerías tienen la obsesión del cuadro aislado, destacado sobre un fondo neutro-, y yo a eso me niego. Quiero ponerle verjas a mis cuadros.
Carmen Ynfante, Eva sin memoria. Aunque no ha perdido el acento, ya digo, se le adivina de cuando en cuando, en su hermoso castellano de Jerez, la sintaxis francesa:
-Eso no se dice así, Carmen.
-Perdona, Umbrá, son muchos años en Francia, bastante hago con salvar mi acento de Jeré. Y exagera el acento más que nunca.
Eran los setenta y era el Ateneo de Madrid. Se acercó a mí o me acerqué yo a ella. Hicimos amistad y algunos viajes al interior de la lluvia. ¿Septiembre/ otoño? Tílburis de hierro y patriarcalismo la habían rondado, niña bien, en la noche y la reja de Jerez, pero renunció al matrimonio de calité para venirse a Madrid, y luego, de Madrid a París. Caballeros de Jerez, mayorales de Domecq. Qué vacío de luz quedó en la luz. En Sevilla, la noche que digo (y recuerdo la ironía de Aranguren: "Tú esto lo tenías preparado, Paco"), me llevó a tabernas penúltimas donde los maestros anónimos y primitivos del cante hacían su copla penúltima, por una copa, destruidos y como apuntalados por una giralda interior. Había un fondo de altarcito religioso en plata. Nos acercamos y eran figuras de madera envueltas en el papel de estaño de las cajas de tabaco rubio. Nunca mujer ninguna, quizá, le ha llevado a uno de la mano tan fuera del tiempo y del espacio, a tan inéditas venturas y aventuras. Carmen Ynfante es hermana de Jesús Ynfante, aquel chico que se hizo famoso con su libro sobre el Opus Dei, La Santa Mafia, o sea, que a la familia bien jerezana le salieron unos niños terribles, y Carmen tenía una como buhardilla, aquí en Madrid, por la calle Colón, y ahora se acumulan en ella culturas interiores y exteriores, y su cuerpo se ha convertido en lugar de encuentros de Jerez/París, y los surrealistas reaparecen en su pintura como capillitas de semiesquina andaluza y provinciana, como urnas devotas y sacrílegas.
-¿Y aquel estudio que tenías en Sevilla?
-Ya lo viste. Es lo más sevillano de Sevilla. Pero hasta había nacido un santo en la casa, y yo les dejaba el estudio a los amigos, y todos iban allí a acostarse con sus novias, hasta que me armaron el escándalo, la dueña y las vecinas, y tuve que dejarlo.
Recuerdo aquel estudio, en una noche verde y por sorpresa, ya está dicho, como un mareo entre el expresionismo francés, siempre forzado y voluntarista, y el surrealismo andaluz, que sólo en García Lorca ha alcanzado su expresión y síntesis. Ahora anda por ahí un disco de Lorca, ópera que dejó inacabada o esbozada, y al que le puso letra mi entrañable Vázquez Montalbán, y que lo canta Salvador Dalí, en castellano. Vale unas 125.000 pesetas. Todo eso, todo esto, es la herencia caliente e inagotable de Carmen Ynfante, con esa Y griega en su apellido, que le da heráldica y genealogía a la niña mala y rubia que se fue a París a casarse con un médico. Los mariquitas de Cádiz cantan por las azoteas. El pop y el surrealismo. El monjío y el puntillismo, todo está en el arte de esta mujer, que ha aprendido en París a dibujar, que cada día le da una forma nueva al fetiche de su imaginación. Viejos caimanes del Café, como Milo Quesada, podrían haber hablado de ella mejor que uno. Trapera de lo exquisito, monja baudeleriana, Carmen va recogiendo por la vida lo más olvidado, sensible y expresivo para meterlo en sus cuadros y poner un cristal delante, que el cristal, como ya descubriera Bacon, más que proteger la pintura, le concede una calidad de reliquia que pasma a los espectadores. Yo creo que nadie le había puesto un cristal a un óleo antes de Bacon. Tiene que importarle a uno mucho su pintura, o no importarle nada, para cometer eso. "En un show rock de la tele francesa he visto a tu amiga Alaska, Umbrá". Las manos de andaluza popular y sus anillos, mucho más pobres que los de sus modelos dibujadas. Desde aquí parece una cosa muy francesa y, cuando la vemos en París, sólo vemos una cosa muy española.
-A ti te gusta el fetichismo, Umbrá, yo te voy a traer de Paris libros y fotos y cosas sobre el fe tichismo. Tú eres fetichista de mujeres y yo soy fetichista de hombres. Ya verás qué maravillas tengo. Zapatos de mujer, qué zapatos de mujer. Y todo eso que yo sé que te encanta.
Parisiense de Jerez, madrileña de Sevilla, gaditana de todo el mundo, apareció en los cafés y ateneos de Madrid hace unos años, toda de oro, estatura y acento. Traía ya mucho París en el costado izquierdo. como para soportar aquella España de derechas. Se fue a Francia para siempre y de cuando en cuando viene con una colección de cuadros, como en la última colectiva de la Aizpuru. Ahora trabaja en sus chulos blancos y débiles, como sansebastianes del Greco. Hace un arte de monja perversa, entre puntillista y fetichista, donde Andalucía se complica de Europa, o a la inversa. "Yo, de Madrid, ya sólo conozco Recoletos, Umbrá".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.