'Little' Vicálvaro
NO ERA previsible que en España, y a estas alturas, se pudieran reproducir las escenas que hicieron desdichadamente célebre Little Rock: niños de un grupo étnico minoritario a quienes se les impide la entrada en un colegio nacional. Vicálvaro fue ayer el lugar de una vergüenza que todos debemos asumir como colectiva, puesto que no hemos logrado establecer el nivel mínimo de convivencia exigible en una sociedad democrática y tolerante. Ese grupillo acosado esperando durante dos horas a la puerta del colegio a que la policía desbloquease el acceso que les cerraban los padres blancos, esos niños ateridos por el invierno duro del clima y de la conciencia, nos están acusando por estas carencias de civilización. La timidez de la autoridad colegial -que pretende aislar a los gitanos, dentro de la escuela, en un aula con paredes de gueto- y la respuesta de los padres de los privilegiados -al sacar a sus hijos del centro para evitar la convivencia- son estampas que vemos con desprecio y pesar en sociedades ajenas y que nos resultan insoportables cuando suceden en la nuestra. Nada, quizá, comparable al diminuto escolar payo, que, al ser preguntado por los periodistas por qué no quería compartir el aula con los niños gitanos, respondió con la vocecilla sin hacer y el tonillo de quien lo lleva aprendido: "Porque me roban las cosas".¿De qué han servido, a lo largo de los años, los artículos, las películas, los reportajes de televisión y los informes que se han manifestado de manera resuelta contra el racismo en general, y particularmente contra la discriminación de los gitanos? No sólo no se han disuelto las consignas transmitidas de antiguo, obcecadas y crueles, sino que España entera ha visto en la televisión y ha leído en los periódicos de qué manera esos esterotipos denigratorios están siendo inculcados a las nuevas generaciones, de qué forma se está enfrentando a niños de la primera edad escolar, dotándoles de prejuicios, revistiéndoles de odio. En un infernal círculo vicioso, la discriminación étnica mueve a las actividades marginales, que a su vez sirven de caldo de cultivo a eventuales comportamientos asociales, los cuales son posteriormente utilizados para reafirmar hipócritamente los prejuicios iniciales. A través de ese mutuo reforzamiento negativo, crece la espiral que regatea primero a las minorías despreciadas las oportunidades de trabajo, de vivienda y de educación y que establece después una estrecha y falaz correlación entre los grupos étnicos en su conjunto y las conductas asociales de algunos de sus miembros. Porque el verdadero problema no es que algunos gitanos de cualquier edad -en Vicálvaro o en cuaquier otro pueblo de España- cometan acciones delictivas menores sino que sus celosos acusadores payos finjan ignorar la existencia de comportamientos análogos dentro de su propia comunidad y decidan olvidar las desiguales condiciones sociales, artificialmente fabricadas por el fanatismo y la intolerancia, en que se ven obligadas a desenvolverse las minorías para conseguir alimento y cobijo.
Resulta elogiable que las autoridades hayan forzado las entradas del colegio para que estos niños españoles puedan entrar a las aulas, o al aula de lazereto que les quiere destinar. Pero la medida no es suficiente. Como en todo, la ley resulta corta cuando no es capaz de entroncarse en la sociedad. Además de las normas escritas y de las instituciones jurídicas, hay una constitución interior, una democracia mental y una convivencia instintivas; y son ellas las que deben ser conquistadas lo más velozmente posible en estos tiempos de incoherencias y de regresos ancestrales. La difusión del relato y de las imágenes debería servir para que se ahogaran de vergüenza propia los que han manifestado una voluntad ne gativa tan brutal, y de vergüenza ajena los que no hemos sabido hacer prosperar las ideas de la igualdad y de a tolerancia. Se dice que en España no hay racismo. La razón aparente de ese superficial diagnóstico sea tal vez que no hay suficientes minorías étnicas para ejercerlo. Porque ha bastado con la aparición de un grupo infantil pidiendo en una helada mañana de enero asiento en un colegio para que se alzase en Vicálvaro -una comunidad trabajadora que a su vez pasa sufrimientos y dificultades- ese viejo y aterrorizador espectro.
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