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Tribuna:RELATOS
Tribuna
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LA BICICLETA ESTÁTICA

Manuel Vicent

Inmediatamente después de la Navidad llegó una profunda ola de frío y todos los ciudadanos quedaron con la sonrisa congelada. Durante las fiestas habían realizado distintos mohínes de ternura, habían ensayado muchas expresiones de amor o de felicidad, pero la helada sobrevino de forma inesperada sin que nadie tuviera tiempo de recobrar el pesimismo lógico, y así con una mueca de alegría escarchada que había cristalizado alrededor de la nariz los ciudadanos se vieron obligados a afrontar los acontecimientos habituales al iniciarse el año 1985. Los crímenes vulgares comenzaron de nuevo, las treguas se rompieron en seguida, hubo un descarrilamiento de tren con muchas víctimas, un gendarme fue baleado por la espalda y todos los ciudadanos recibieron estas noticias con el mismo rictus de dulzura, con el sabor de mazapán aún paralizado en los labios.Al iniciarse el año 1985 la gente común quería cambiar de imagen. Había formado íntimos propósitos de enamorarse otra vez, de estirarse la piel bajo las orejas, de seguir la dieta del pomelo, de recuperar la juventud con unos masajes, de asesinar a alguien, de tomar vitaminas, de plantarle cara al patrón, de trincar un buen negocio, de coger el petate y partir hacia una isla caliente donde no hubiera nada en que pensar. Al principio del año 1985 todo el mundo trataba de bajar la tripa. Los que no tenían tripa deseaban dejar de fumar. Los que no fumaban pretendían evitar la caída del pelo. Y los que no eran calvos habían prometido hacer gimnasia. Cualquier mortal había albergado una pequeña grandeza en su interior, por ejemplo, no morirse. En cambio, él sólo quería huir y para eso se había comprado una bicicleta estática. La empresa de electrodomésticos le había regalado un calendario con doce láminas de ciudades siempre soñadas, nunca recorridas, que ahora estaban a su alcance. La ola de frío también había sorprendido a este fulano y al posarse la escarcha en su coronilla le había hibernado todos los deseos del cerebro exceptuando el ansia de fuga.

A mitad de enero los ciudadanos aún iban al trabajo o paseaban por la calle con la ternura navideña cristalizada en el rostro a causa de la helada. Las dulces sonrisas de una pasada dicha familiar se vislumbraban a través de los carámbanos que pendían de todas las mandíbulas y muchos llevaban un pedazo de turrón de coco petrificado entre los dientes. La vida era normal. Los tribunales de justicia habían vuelto a abrir las puertas y con los ojos húmedos de felicidad los jueces sacaban sentencias capitales por la bocamanga bordada para mandar sucesivos reos al patíbulo adornado con guirnaldas, plantado sobre un muladar de raspas de besugo. En las notarías se celebraban arduas compraventas, contratos leoninos, fulminantes hipotecas, protestos de letras y de talones sin fondos con un aire envasado de caridad cristiana. En menos de una semana la cadencia de unos atracadores con ojeras moradas pidiendo disculpas de antemano había hecho saltar la tapa de los sesos a un boticario y a tres honorables tenderos de embutidos. Un banco industrial cuyas dentelladas solían ser muy certeras se había tragado a varios empresarios en medio de regüeldos sulfurosos de champán y algunas legiones de obreros hallaron la verja de la fábrica sellada con una estrella de plata. La existencia continuaba ofreciendo dones de toda índole, pero el día en que la primera bomba del año reventó a una docena de contribuyentes anónimos en una acera céntrica el fulano se encontraba ya muy lejos. Había colgado el calendario en la pared del cuarto trastero iluminado con la sucia claridad del patio de luces y encaramado en la bicicleta estática no cesaba de pedalear mientras contemplaba tenazmente aquella lámina dorada del puerto de Lisboa. Se oían sirenas de policía o de ambulancia y desde el fondo del patio subían voces cavernosas hasta la estancia en penumbra llena de telarañas donde volaba el ciclista.

-Oiga, ha habido otro atentado.

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-Sale uno tranquilamente de casa a comprar una colonia y lo matan.

-¿Quién habrá sido?

-Algún profeta. Alguien que no está conforme con su situación. Los de siempre.

-Dicen que han muerto cinco de una vez.

-Creo que son más. Han hecho una carnicería de gente normal. ¡¡Portero! ¿No está el portero?

-Se habrá ido a ver la fiesta. ¿Qué quena usted?

-Tiene que echarme la quiniela.

En el lugar del suceso un amplio círculo de ciudadanos contemplaba en silencio el trajín de las camillas con la dulce sonrisa de Navidad todavía engatillada bajo la nariz debido al frío polar. El caso era bastante terrible. Por dentro los espectadores sentían el espanto de la sangre aunque nadie podía expresar el horror en el rostro. Todos hacían la misma mueca de felicidad o de ternura, incluidos los agentes del orden y los artificieros, que sacaban muestras de dinamita en un zócalo sin evitar el mohín más cariñoso. Pero en ese momento el ciclista acababa de llegar a Lisboa. Aquel puerto de agua blanda exhalaba la ligera fetidez de una rosa de brea. Nunca había estado allí. En el calendario colgado en la pared se veían sombras de navíos atracados, siluetas de gabarras que pasaban lentamente junto al petril de la plaza del Comercio. Tal vez llovía sobre la honda tristeza del Barrio Alto, los canalones vertían un sonido de sueño en las callejuelas, la cumbre de la Alfama exhibía copas de árboles antiguos y la ancha matriz del río se abrazaba al océano bajo la bruma dorada. Sin duda era un buen sitio para embarcar. Entonces sonó el teléfono.

-Te llaman.

-Dile que no estoy.

-Es tu secretaria.

-No quiero hablar con nadie.

-Pepe, por el amor de Dios. Sal de una vez. Llevas todo el día metido ahí.

-No.

-Eso no es bueno para la salud. Te van a saltar los riñones. ¿Qué tratas de demostrar?

-No pienso salir. Lárgate.

La mujer zarandeó el pomo de la cerradura y luego pegó una oreja a la puerta. Dentro del cuarto trastero sólo se escuchaba el gemido del pedal de la bicicleta estática, pero el fulano se encontraba muy lejos. Navegaba ya en dirección a Venecia. Había arrancado la primera lámina del calendario y ahora la plaza de San Marcos aparecía frente a sus fauces sudorosas. La travesía le llevó algún tiempo. La mujer había servido la sopa y en ese instante la televisión daba algunas noticias. Por la pantalla salían imágenes de la carnicería de aquella mañana y por otra parte acababan de tirotear también a un guardia municipal cuyo cuerpo, tapado con una manta, aún palpitaba. El locutor y los testigos narraban los hechos con una sonrisa de Navidad escarchada en la boca aunque era mitad de enero. La luz cenicienta del patio interior brillaba sesgadamente contra las aguas del Gran Canal lleno de góndolas tiradas por las perchas de aquellos seres con sombrero de paja y cinta roja y las parejas románticas iban recostadas a popa deslizándose sobre una putrefacción donde se reflejan varias cúpulas de oro y campanarios con golondrinas casi orientales. Aquel día el ciclista pedaleó sin descanso hasta la oscuridad con la frente pegada al calendario y atravesó la noche del Adriático en un sueño inmóvil sentado en el sillín de la bicicleta estática. La familia no hacía sino aporrear la puerta del trastero.

-Pepe, abre. Por lo que más quieras.

-No contesta.

-¿Se habrá desmayado?

-Te quiero, Pepe. Tus hijos también te quieren. Estarnos aquí.

-Je ha pasado algo, papá?

-No contesta.

-Abre, cariño. Te he preparado un vaso de leche. Tienes que tomar algo.

A la mañana siguiente, cuando clareaba el alba, comenzó a oírse de nuevo el gemido del pedal a través de la madera. A primera hora la radio había lanzado la buena nueva de un descarrilamiento de tren y los periodistas que cubrían la tragedia en una yerta barrancada de la estepa ponían una voz eufórica, todavía con sabor a turrón de coco, para contar el número de víctimas y describir minuciosamente sus heridas mortales. A bordo de la bicicleta estática el fulano acababa de arribar en ese instante al estrecho del Bósforo, tenía ante sus ojos el Cuerno de Oro envuelto en luz de albaricoque y el sol se convertía en una lanza de fuego en cada minarete. La lámina de Lisboa y de Venecia habían sido arrojadas al patio interior y ahora en la pared del trastero emergía una vista de Estambul. Podía pasar una excitante jornada allí comiendo camarones encendidos, contemplar una danza del vientre, ver alfanjes con empuñadura de esmeraldas y partir luego hacia el mar Egeo.

-Pepe, abre. El médico ha venido a verte.

-¿Oiga?

-Doctor, mi marido lleva dos días ahí dentro. Se niega a salir.

-¿Qué hace?

-No sé. Ha comprado una bicicleta para hacer gimnasia. Quería bajar la tripa.

-¿Oiga? ¿Quiere abrir la puerta, por favor?

-Ya lo ve, doctor. Se niega a contestar.

El médico y la esposa del ciclista miraron sucesivamente por la cerradura y en el cuarto trastero no se veía nada en absoluto, aunque ambos creían adivinar una sombra que se agitaba en el aire acompañada de jadeos y el gemido metálico del compás de un pedal. No había nada que esperar. Aquel día los titulares del periódico informaban de una manifestación de obreros en paro aporreada por la policía y el telediario había dado cuenta del asalto a un establecimiento a cargo de tres individuos en el que había muerto el chico de los recados. Pero en ese momento el fulano vertía un largo sueño contra la cal del puerto del Pireo. Allí permaneció toda la tarde. Después partió hacia Nápoles, Génova, Niza y otras bahías azules, incandescentes.

A últimos de enero finalmente cambió el tiempo. Un viento del sureste se estableció en todo el país y muy pronto comenzó el deshielo en la nariz de los ciudadanos. La sonrisa escarchada de la Navidad se estaba disolviendo de forma inexorable y las muecas de ternura cristalizada en los rostros acabaron por desaparecer del todo. A diario sucedía un crimen vulgar, una sentencia capital o una quiebra, varios colchones de viudas se arrojaban por la ventana, los pobres ponían la mano en el semáforo y el amor volvió a la normalidad cuando el pesimismo se instaló en la cara de la gente feliz.

-Pepe, abre.

-No contesta.

-¿Oyes algo?

-Nada.

-Abre, papá. Aquí fuera todos te queremos mucho.

-Habla, cariño.

El fulano estuvo encerrado en el cuarto trastero dos semanas seguidas y las rendijas de la puerta hedían a sudor pegajoso que tal vez se había hecho compacto con una masa de telarañas. Hubo que echar las maderas abajo en presencia de la policía. Al entrar en aquella estancia ciega la mujer y los hijos del ciclista no encontraron a nadie. Allí sólo apareció la bicicleta estática y junto al pedal había una maleta de viaje. En la carbonera del patio de luces desde arriba podían verse doce láminas de algunas ciudades con puerto de mar. La última era Alejandría. Tal vez él estaba sentado en aquel malecón.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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