Los caminos tortuosos de la justicia fiscal
Numerosos Ayuntamientos españoles establecieron a finales de 1983 recargos municipales sobre el impuesto sobre la renta de las personas físicas. Otros lo han hecho en 1984. Muchos de los acuerdos han sido impugnados, y en decisiones que pudiéramos llamar provisionales los jueces han dictado pronunciamientos dispares. El asunto terminará, de un modo u otro, en el Tribunal Constitucional. Lo que es lógico. Las decisiones tributarias no suelen arraigar sin resistencia. Y sucede, más o menos, en todas partes. A principios de siglo, el impuesto personal sobre la renta fue declarado anticonstitucional por el Tribunal Supremo de Estados Unidos, para cambiar de opinión unos años después, lo que permitió el asentamiento y consolidación de un gravamen que es la principal fuente tributaria del Gobierno federal. Los problemas fiscales llegan aquí al Tribunal, que, por cierto, está creando una doctrina tributaría que, en términos generales, llama la atención por su claridad, espíritu progresivo, ecuanimidad y ajuste a los criterios de justicia y de organización política que la sociedad española concretó en la Constitución. Y decirlo no resulta inútil, porque como sólo suelen ser noticia las malas noticias, la gente acaba sacando una idea impropia de las instituciones.Muy recientemente, la Comunidad Autónoma de Madrid ha aprobado, en medio de un apasionado debate institucional y periodístico, un recargo del 3% en el impuesto sobre la renta. También acabará, de un modo u otro, en el Tribunal Constitucional. Pero es que, además, un asunto madrileño se ha transformado en cuestión nacional. Y no sólo porque la de Madrid es la primera comunidad que hace uso de las facultades de establecer un recargo en ese impuesto (la Generalitat de Cataluña lo ha hecho antes, pero en la tasa de juego), sino porque lo que sucede en Madrid tiene siempre el privilegio de la resonancia: todos los españoles pudieron contemplar por Televisión Española un debate en el que se discutió el asunto y con el condimento de una violencia poco usual. El hecho es que la sociedad española, en seis años, se ha hecho muy sensible a los asuntos fiscales, que son materia apta para la agresión ideológica, el encubrimiento de intereses de grupo en proclamaciones de generosidad social y el ejercicio del poder puro y simple con coberturas de justicia distributiva.
Un debate generalizado de problemas fiscales suele ser un ejercicio espléndido de fariseísmo colectivo, y, como cualquier buen fariseísmo, con frecuencia al margen de todo deseo de engañar; pero, claro, engañándose a sí mismo, que es lo bueno. Por eso en estos debates ayuda mucho la ignorancia: suele ser un pertrecho impagable para poder ostentar seguridad tajante.
No puedo tratar aquí de todos los asuntos relacionados con los recargos. Pero sí quiero fijarme en uno o dos aspectos. Es frecuente oír que los recargos van contra el principio de igualdad establecido en la Constitución. Pero, en mi opinión, no es así. Es una consecuencia de la autonomía la posibilidad de que la presión fiscal sea diferente en municipios o comunidades distintas, siempre que la decisión corresponda al propio municipio o comunidad. De suyo, en los Municipios ha sido así siempre, en mayor o menor medida. Y en las comunidades también es posible, de acuerdo con la Constitución, los estatutos y la ley orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas (LOFCA). Lo que el principio de igualdad exige es que dentro de cada municipio o comunidad no haya discriminación personal: todos deben tener un tratamiento correspondiente al criterio de igualdad dentro de cada municipio o de cada comunidad. Y así lo ha confirmado ya el Tribunal Constitucional. Pero hay al menos otra cuestión muy delicada en estos recargos, vistas las cosas desde la equidad y desde la Constitución. El sistema normal de financiación de las comunidades autónomas ha evitado que éstas tengan que vivir, en lo sustancial, de impuestos (estatales o no) recaudados en su territorio. ¿Por qué? Por evitar una prima cuantiosa a las regiones ricas en comparación con las pobres; porque, al mismo nivel porcentual de imposición, se recaudará (y se recauda) más en las zonas ricas que en las menesterosas. Y ésta fue la primera y más obvia aplicación, en materia hacendística, del principio de solidaridad reiteradamente proclamado en la Constitución.
Por ello, en los momentos actuales, las comunidades autónomas (CC AA) viven esencialmente de participaciones en impuestos que el Estado recauda en toda España y de impuestos cedidos por el Estado que no respetan escrupulosamente el principio de limitación territorial de la riqueza gravada al ámbito de la respectiva comunidad, y de tal
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manera que la suma de ambos conceptos no supere el montante de las necesidades que pudiéramos decir básicas de la hacienda de cada entidad. Todas reciben según sus necesidades, establecidas de común acuerdo por el Estado y la comunidad, en aplicación de una ley; y reciben con independencia del lugar en que se recauda y de dónde está ubicada la riqueza que tributa. Aquí interviene el Estado, garante del principio de solidaridad.
Además, en uso de su autonomía, la comunidad, por sí sola y sin contar para nada con el Estado, puede establecer medios de financiación adicionales para cubrir necesidades adicionales que estén en el ámbito de sus cometidos; en esencia, impuestos propios y recargos sobre determinados impuestos estatales. Ahora bien, en este tramo que pudiéramos llamar de financiación adicional, el principio de delimitación territorial de las actuaciones de la comunidad aparece en toda su crudeza. No parece muy razonable que, por permitirlo así su estructura económica, una comunidad autónoma pueda tomar decisiones en virtud de las cuales su hacienda se vaya a nutrir con ventaja de riqueza generada en otros territorios. Tal sería el caso, por ejemplo, si en España las cinco o seis comunidades que tienen fabricación de automóviles pudieran establecer impuestos a la producción que habrían de ser satisfechos por los compradores de automóviles en ésas y en el resto de las 17 comunidades autónomas que en España existen. Y esto no parece muy razonable porque, dadas las desigualdades interregionales, las ventajas de las zonas más desarrolladas serían tremendas. Y tampoco parece muy razonable porque unas autoridades de una zona estarían tomando decisiones que afectan de una manera clara a personas y actividades que en su zona no se desenvuelven y que no tienen ninguna capacidad de reacción política frente a aquellas decisiones. Y así, los consumidores andaluces de automóviles no podrían reaccionar con su última arma, que es su voto: porque es obvio que no votan ni van a votar en las elecciones de los Parlamentos de las comunidades en cuyos territorios se fabrican actualmente aquellos automóviles.
Bastante ventaja tienen ya las regiones con más riqueza, pues en ellas, aun circunscribiéndose a la riqueza producida o ubicada en su territorio, con impuestos porcentualmente más bajos que en las regiones pobres se obtendrán ingresos iguales aun superiores, y ello refiriéndonos siempre a esta financiación adicional en que la comunidad es especialmente autónoma, en que no tiene que contar para nada, con el Estado. Por todo ello la Constitución, en su artículo 157,2, ha establecido que "las comunidades autónomas no podrán, en ningún caso, adoptar medidas tributarias sobre bienes situados fuera de su territorio...". Este artículo ha sido desarrollado minuciosamente en la LOFCA para los impuestos que las CC AA puedan establecer (impuestos propios). No ha sido desarrollado de una manera equivalente para los recargos. Pero la Constitución está ahí, y los recargos que establecen las comunidades son medidas tributarías a las que también es aplicable el precepto constitucional. Parece claro que no son legítimos los recargos que afecten a bienes situados fuera del territorio de la comunidad. Y también es claro que, según la LOFCA, la comunidad puede establecer recargos sobre impuestos cedidos que, en bastantes casos, afectan a bienes situados fuera de su territorio (impuestos cedidos sobre transmisiones, sucesiones, patrimonio), por lo que habrá que concluir que, en tales supuestos, el recargo no puede extenderse a aquellas partes del impuesto cedido en que el bien se ubica fuera del territorio, aunque la LOFCA no lo diga expresamente.
Lo mismo sucede, en mi opinión, en el impuesto sobre la renta. Claro que puede discutirse sobre el alcance de la expresión constitucional y estimar que el impuesto sobre la renta no grava bienes en sentido físico; pero esto sería tanto como desvirtuar la norma de la Constitución al aplicarla a un impuesto muy concreto; por lo demás, ningún impuesto grava bienes, sino actos, obtenciones de bienes (rentas), titularidades de los mismos, adquisición (consumo) y otras manifestaciones de capacidad; y la renta es un bien, o un conjunto de bienes, y la generación de esa renta se produce, en muchos casos, en lugar diferente del de residencia del sujeto perceptor, que es el que paga el impuesto. ¿Dónde se genera la plusvalía que origina la venta de una vivienda: en el lugar en que reside el propietario o en el lugar en que se encuentra la vivienda? Y la plusvalía es renta. ¿Y dónde está el bien gravado cuando se trata de los rendimientos de un préstamo que también son renta: en el lugar en que reside el prestamista o en el lugar en que se utiliza el capital prestado? Desde el punto de vista de la limitación constitucional que analizamos, no cambia la realidad subyacente el hecho de que un impuesto se configure como real o como personal. Se trata de no beneficiarse de la riqueza ajena; de dejar que cada comunidad, en lo que es financiación adicional libremente decidida, viva de lo suyo, no de lo de los demás. La Constitución quiere evitar, de este modo, una guerra intercomunitaria y una prima adicional a los más ricos, y que nadie se tome la solidaridad interregional por su mano.
Si una parte apreciable de las fincas rústicas de Extremadura estuviera en manos de residentes en otros territorios y no existiera una compensación en sentido inverso, el recargo sobre la renta que estableciera la comunidad extremeña no gravaría los rendimientos de esas fincas, y no obtendría compensación por propiedades extraterritoriales correspondientes a los residentes extremeños. ¿Qué podría hacer? ¡En vez de establecer ese recargo, crear, por ejemplo, un gravamen sobre rendimientos producidos en Extremadura.
En ese caso, esos rendimientos estarían sujetos a doble imposición, por parte de la comunidad del lugar de producción y de la del lugar de residencia del titular de la explotación, con perjuicio evidente para la rentabilidad de las fincas extremeñas. Eso es, precisamente, la guerra intercomunitaria y la prima extra en favor de los territorios ricos.
Al fin y al cabo, éstas no son cuestiones tan nuevas. Para resolver los problemas de doble imposición internacional los países exportadores de capital (ricos) han sido partidarios de la imposición en el país de residencia de los titulares del capital, mientras los importadores de capital (pobres) lo han sido de la imposición en el país de producción de dicha renta. El mismo problema se puede plantear entre territorios de un Estado. La Constitución eligió un camino claro, aunque quizá con expresión no muy feliz. Eligió el criterio más equitativo, dada la desigualdad de renta y riqueza entre los territorios españoles, siempre que se considere equitativo evitar que los que tienen menos tengan que contribuir, además, a financiar a los que tienen más.
Está claro que Madrid concentra titularidades de riqueza que se extienden por toda España, especialmente en las zonas menos desarrolladas, en mucha mayor medida de lo que pueda suceder a la inversa. Los autores del recargo están muy contentos, al parecer, porque van a hacer compensación intermunicipal. Lo que quizá no han pensado es que también van a hacer, en cierta medida, compensación intercomunitaria, pero en sentido inverso al constitucionalmente deseado, que es de los más pobres a los más ricos; lo que entre las zonas desarrolladas de España es especialmente válido para la Comunidad de Madrid, de dimensiones tan reducidas, poco más, económicamente, que el conglomerado metropolitano constituido por la capital y sus prolongaciones urbanas, poco más que una comunidad-ciudad.
El problema es difícil. Porque la conclusión de estos razonamientos sería que la comunidad autónoma puede establecer un recargo sobre la renta... generada en su territorio; y parece que serían necesarios, o al menos convenientes, desarrollos ulteriores de la LOFCA de los que ya se habló en su momento; los pactos autonómicos de 1981 previeron una ley de recargos que, hasta ahora, no se ha podido hacer. Desde luego, aun sin esa ley la posibilidad de los recargos existe, pero ajustada a la Constitución.
El problema todavía resulta más difícil si contemplamos los recargos municipales, que se basan en soportes legales menos firmes y donde las contradicciones entre ricos y pobres son mucho más agudas por próximas. Piénsese, por ejemplo, en lo interesante que resulta el recargo para resolver los problemas financieros de las poblaciones residenciales, las ciudades dormitorio, y lo escasamente conveniente para esos otros núcleos urbanos en que la gente trabaja, poluciona, estropea el ambiente... pero no reside; y en lo chocan , te que parece que los escasos (relativamente) residentes de núcleos urbanos en que se produce tengan que pagar el recargo cuando así se establece, mientras sus compañeros en el trabajo, en la utilización de los servicios públicos, en la coautoría de la polución, no paguen nada por el simple hecho de irse a dormir unos kilómetros o unos metros más allá, en un paraje que, además, es quizá mucho más bello y sano pero que corresponde a un núcleo urbano que no ha tenido a bien (o a mal) establecer el recargo, entre otras cosas, porque quizá no lo necesita.
El impuesto sobre la renta es un hermoso impuesto, si es que la belleza puede predicarse de esos artilugios depredadores que son, al fin y al cabo, los tributos. Con todas sus deficiencias de aplicación, es, seguramente, el impuesto que permite más recaudación con mayor justicia comparativa, o, si se quiere, menor injusticia; es el impuesto que, entre otros, se acomoda mejor al ideal de un impuesto justo, en los momentos actuales. Pero la agudización de los ideales puede llevar a la perversidad; porque los caminos de Ia justicia fiscal son, como se ve, tortuosos, y es fácil extraviarse. Apurando la idea, podría darse el caso de que el más justo de los impuestos diera lugar al más injusto de los recargos. Sin llegar a tanto, sí es cierto que el impuesto estatal sobre la renta, al transmutarse en recargo territorial, sin más correcciones, crea situaciones de injusticia que, según creo, la Constitución ha pretendido evitar.
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