Las rígidas reglas de la libertad
Puede hacerlo todo menos cambiar un hombre en una mujer. ¿Tanto? Bueno, eso es al menos lo que dicen del Parlamento británico.En apariencia, nada distingue, humanamente hablando, a estos parlamentarios de los que pueden encontrarse en cualquier Congreso europeo, en España por ejemplo. Hay las mismas carcajadas sarcásticas cuando el rival político hace una declaración y las mismas carcajadas de asentimiento amable cuando el diputado del propio partido cuenta un chiste. Igualmente es pareja la atención desmedida hacia el líder propio y la indiferencia desdeñosa ante las palabras del ajeno.
Pero en todo lo demás la diferencia es grande y los símbolos están ahí para destacarlas. Por ejemplo, la autoridad de speaker, sólo él lleva una peluca dieciochesca, es decir, sólo él habla, no sólo apoyado por los votos favorables de unos conciudadanos, sino en nombre de la sacrosanta tradición. Sólo él y nadie más que él puede dar y quitar el uso de la palabra, y para conseguir ese privilegio los diputados de ambos lados se levantan como por resorte, en el intento de ser reconocidos, es decir, aceptados por el speaker para hacer uso de la palabra. Si el speaker menciona a otro diputado, el fracasado se sienta para volverse a levantar unos minutos después con la misma pretensión, lo que visto desde la tribuna pública resulta en un gracioso juego de muñecos subiendo y bajando rápidamente. He preguntado a varios diputados cuál era el criterio que el speaker tenía para seleccionar a los protagonistas de la velada, y me dicen que ninguno, aparte del de mantener el equilibrio entre los dos partidos principales, procurando dar, alternativamente, la palabra a un conservador o a un laborista con algunos liberales y socialdemócratas intercalados; la elección de cada orador depende de su omnímoda voluntad, y aún podría decirse de su capricho. Hay diputados, por ejemplo, que evidentemente le caen mal y que jamás han hablado en la Cámara de los Comunes, por muchas veces que se hayan levantado pidiendo mudamente su turno. Otros, en cambio, lo hacen cuando quieren. Por mucho que el speaker haya sido seleccionado por ambas partes (Gobierno y oposición) por su imparcialidad, evidentemente no puede evitarse la discriminación basada en preferencias personales.
Tuve una vez la suerte de asistir a la sesión más interesante de la semana. La de los martes, en la que el primer ministro se enfrenta a las preguntas individuales de los diputados de la oposición. Esta parte de la sesión dura sólo 15 minutos. La señora Thatcher llegó puntualísima y se sentó en el banco del Gobierno con el regazo lleno de papeles que consultaba a menudo. Eran las notas técnicas, datos y precisiones que sus secretarios le habían compilado de acuerdo con las preguntas que posiblemente le harían los diputados contrarios; los nombres de éstos, conocidos de antemano, y dada su especialización respectiva, dan generalmente la pista para elaborar los informes.
Empezó el tiroteo. A cada pregunta, la señora Thatcher se levantaba, se acercaba al box, o caja de documentos, se apoyaba en él y leía los datos que contestaran más o menos satisfactoriamente a las interrogaciones planteadas. Luego se sentaba y ordenaba sus notas; cuando otro diputado interpelaba, se levantaba de nuevo, se acercaba a la caja... Sus respuestas contaban siempre, como es lógico, con la aprobación de los suyos y la desaprobación de los laboristas. En la sesión que yo presencié, éstos tenían una buena arma con el conflicto de los mineros. Así, se habló, ¿cómo no?, de la brutalidad de la policía contra los pobres obreros que se limitaban a ejercer su derecho a la huelga. La señora Thatcher contestaba, ¿cómo no, también?, que no había habido jamás malos tratos y que los detenidos lo habían sido, no por huelguistas, sino como promotores de escándalos público y por interferir en la vida pacífica y el derecho al trabajo de otros ciudadanos. En fin, como en todas partes... En un momento, sin embargo, la pregunta pareció hacer más daño: ¿es verdad que se han comprado metralletas para la policía? Hay que recordar para calibrar el peso de esa pregunta que los agentes de la autoridad británica siguen la tradición, de la que están orgullosos, de ir siempre desarmados. Y, efectivamente, debió llevar veneno, porque la señora Thatcher, a la defensiva, explicó que se trataba de "unas pocas metralletas" (risas sarcásticas en los bancos de la oposición) que se habían, efectivamente, adquirido por si resultaban necesarias. (¡Luego resultó que esas armas habían sido encargadas por el anterior Gobierno laborista.!)
Más preguntas, más respuestas rápidas hasta consumir los 15 minutos; la señora Thatcher desapareció como por escotillón y el público de las galerías empezó a desfilar, pasado ya el número mágico; la Cámara volvió a su rutina, con el speaker bajo su peluca dando y quitando la palabra y los diputados levantándose y sentándose como autómatas en la esperanza de ser reconocidos por un presidente que resulta "el amo, después de Dios" en la Cámara de los Comunes.
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