El desarme imposible
Cioran, filósofo ilustre, dice que el hombre ha nacido para hacer infelices a los demás. Cioran, lúcido y escéptico, se queda corto en esta apreciación de la condición humana. Los hombres se mueven cotidianamente dentro del infierno terrenal que vislumbró Sartre y ejercen ese papel lúdico-trágico que consiste en acortar artificialmente el curso de la vida ajena.La caza del hombre por su hermano es una afición que se inició hace millones de años. Simultáneamente surgió una actividad económica dedicada a la confección de ingenios cuya única función era matar bien y mucho. Aquellos raros artífices capaces de afilar prodigiosamente las hachas de piedra eran obsequiados con escogidas pieles y abalorios. Miles de años después, una incipiente ingeniería topó con un artefacto sofisticado, denominado cerbatana, que, diseñada cuidadosamente en diámetro y longitud, impulsaba neumáticamente un proyectil aguzado. La posesión y aplicación de técnica tan avanzada generaba un provechoso trueque en bienes de la tierra y la ganadería. Ahora, lo que se llama tecnología punta permite guiar milimétricamente por el espacio cilindros que guardan en sus entrañas la posibilidad de destruir la Tierra. Estos nuevos mercaderes, colaboradores de la muerte y sucesores de los afiladores de hachas, obtienen dividendos incalculables.
Es natural que el negocio armamentista se prolongue hasta siempre. No se olvide que entre los factores socioeconómicos que condicionan la estrategia de conducción de la guerra es primordial la tecnología militar, cada vez más estratégica conforme aparecen nuevos sistemas de defensa o armas ofensivas que convierten en casi inservibles los pertrechos en uso: el cañón pone fin a los grandes sitios; el acorazado es rey de los mares hasta que lo destrona el torpedero o el submarino; los blindados aterrorizan hasta que entran en escena las minas antitanques y los lanzagranadas; los satélites artificiales, equipados bélicamente, inutilizan variados sistemas de armas. Se alcanza una etapa en que la guerra se identifica con el choque de las potencias industriales y científicas, perteneciendo la conducción de los conflictos más al terreno de los gerentes que a la competencia de los estrategas. El mayor general J. F. C. Fuller afirmó que "el 99% de los éxitos son atribuibles a la superioridad del armamento". Georges Menahem considera exagerado a Fuller y le recuerda las numerosas victorias de los nacionalistas suizos sobre los caballeros montados de la Edad Media, la derrota de las tropas de Napoleón por los campesinos españoles o, en los tiempos más recientes, las sucesivas victorias de los combatientes vietnamitas sobre el armamento ultramoderno de los norteamericanos.
Poco después de manipular el átomo inocente, las dos potencias hegemónicas, la URSS y EEUU, cruzaron el umbral en que un conflicto entre ellas daría lugar a lo que se llama destrucción mutua asegurada. Fue entonces cuando hizo crisis definitivamente el concepto fundamental de la defensa, que significaba salvaguardar un territorio y sus hombres mediante un determinado potencial defensivo. No era posible la defensa partiendo del armamento nuclear. Las razones por las que se alcanzó este punto (MAD) sin retorno están implícitas en la doctrina de la disuasión, aplicada por vez primera a la guerra nuclear como único argumento de credibilidad para un tipo de estrategia. Este concepto fue asumido por los patronos de EE UU pasadas unas semanas tras la matanza de Hiroshima. El profesor Jacob Viner, uno de los científicos que se reunieron en Chicago para discutir la cuestión de la energía atómica, convencido de que la URSS fabricaría armas similares, dijo que "la represalia en términos iguales es inevitable, y en este sentido la bomba
Pasa a la página 10
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.