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Tribuna:Historias de fin de siglo.
Tribuna
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Cuento de Navidad

Manuel Vicent

Desde luego, no era Macbeth, pero, a su modo, este hombre ejercía de rey en la fábrica de uralita, y cada año, por Navidad, tenía la costumbre de sentar un pobre a su mesa. En la tragedia antigua, el sonido de los oboes acompaña los regueros de sangre y hay mucho estrépito de trompetas y tambores. En cambio, aquí sólo se escuchaba el ruido de zambombas ratoneras que tocaban los cuatro hijos para recibir al menesteroso en el rellano. Cada año, por Navidad, la parroquia le enviaba al mismo señor, un abuelo rentista arruinado en la bolsa durante la crisis de 1973, y la familia lo introducía en casa al son de zambombas y panderos, lo sentaba en la cabecera del comedor con todas las lámparas prendidas, y sobre el mantel había manjares selectos de diversa estirpe. Mientras tanto, el bosque de Birnam avanzaba tenebrosamente hacia la colina de Dunsinane.Las brujas habían advertido a Macbeth que dejaría de ser rey cuando viera llegar el gran bosque de Birnam en dirección a su castillo. Al escribir semejante augurio, tal vez Shakespeare no pensó en este empresario de uralita, pero ahora, forestalmente, la situación era similar. El bosque se movía. Desde la sierra bajaban a la ciudad largas caravanas de coches con un abeto en la baca, con un pimpollo en el maletero entreabierto. La gente también compraba árboles de plástico en las tiendas, los cargaba al hombro como la vanguardia de un ejército camuflado detrás de las ramas y los plantaba en el rincón más dulce del hogar, en el vestíbulo de los hoteles, de las empresas, de los centros oficiales, a la espera de un hipotético asalto. El espectro de un millón de bombillas brillando en la noche, los vientres plateados de un millón de besugos en las pescaderías, las baterías de un millón de jamones adornados con guiños de guirnaldas en los escaparates y la escarcha sintética derramada sobre todas las mercancías anunciaban el próximo nacimiento de Dios. Cerca de esta fecha tan ilustre, el rey de la uralita, un tipo de dedo muy anillado, con herrajes de oro en la muñeca y bigotillo imperial, recibió una carta certificada. La abrió. Comenzó a leerla de forma rutinaria y al instante una cólera progresiva le nubló los ojos. Su mujer, que tampoco era lady Macbeth, sino una sosa de calibre medio, se encontraba a su lado haciendo un jersei de punto bobo.-¿Qué se habrá creído este imbécil? -tronó con furia el magnate.

-Cariño, ¿te dicen algo malo? -murmulló ella.

-¡¡¡Me han tomado por un pobre!!!

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-¿Quién es ése?

-Aquí está el remite. ¿Habráse visto? Este idiota me invita a comer el día de Navidad.

-¿A ti?

-En esta carta pone que estoy en la miseria y un sujeto al que no conozco de nada quiere darme una sopa en nombre del Señor.

-Cariño, tú eres el rey de la uralita. No temas.

Pensaron que era un error

Al principio ambos pensaron que se trataba de un error. Ellos tenían la costumbre de acoger en el seno de la familia durante estas fiestas al mendigo de abono que cada año les mandaba la parroquia, siempre el mismo, un abuelo raído con ademanes casi aristocráticos, jugador arruinado en la Bolsa. Probablemente se había producido una confusión en el fichero a la hora de mandar la invitación. Sería eso, sin duda. El hombre miró por la ventana después de absorber el sobresalto y vio que muchos ciudadanos, en número superior a lo normal, transportaban abetos, pinos y toda clase de árboles de plástico por la calle, donde hervía el bullicio mercantil de las fiestas. Las señoras caminaban junto a un paquete con lazos y los encargados de la basura repartían tarjetas deseando la felicidad a todo el mundo. Si había algo irreal probablemente se trataba de un efecto óptico. Siempre ha habido la misma cantidad de pobres. Antes pedían limosna a la salida de misa. Ahora los semáforos han sustituido a las escalinatas de los templos. Pero bajo las luces de Navidad los pobres se hacen más visibles. El millón de bombillas y el reflejo del vientre plateado de los besugos forman un calidoscopio que ilumina un gran baile de mendigos.

El rey de la uralita, empresario modelo, tuvo que acudir durante esos días a varias reuniones de sociedad, a consejos de administración, a cócteles navideños que se celebraron en el salón de algunos hoteles de lujo. En todas partes había un abeto iluminado y a la sombra de sus ramas se sucedía un tintineo de copas, la alegría propia de fin de año con las correspondientes carcajadas. Allí encontró a sus amigos. Eran, como él, jefes de algo, hombres de dinero, industriales, banqueros, altos ejecutivos, gente de buen trato. Muchos habían recibido también aquella carta misteriosa.

-Me llegó anteayer.

-¿Quién te la ha mandado?

-No sé. Alguien que me ha confundido con un pordiosero. Resulta muy curioso. Al director general le ha llegado otra.

-Y a mí.

-¿Tú no eres dueño de una cadena de restaurantes?

-Sí, claro.

-Tiene mucha gracia. Será una broma.

La misma carta certificada

Aquellos empresarios y el resto de personal bien apalancado en la vida habían recibido la misma carta certificada mediante la cual un ser desconocido los invitaba a comer el día de Navidad para ejercer un acto de caridad con ellos. El remite era idéntico y puesto que el caso parecía fácil de resolver con una simple llamada por teléfono, allí en la reunión alguien se dispuso a hacerlo rodeado por la morbosa curiosidad de los demás. Primero se comprobó la dirección del remitente en el listín y a continuación el más intrépido marcó el número.

-¿Oiga?

-Aquí el Ministerio de Hacienda. Dígame.

-¡Cielo santo! ¡Es Boyer!

-¿Qué dices?

-Lo que oyes.

-Por favor, cuelga.

-Me ha parecido su voz. Os lo juro.

-No puede ser. Marca otra vez. Déjame a mí.

Aquel grupo de empresarios, industriales y financieros, entre los que se hallaba el rey de la uralita, estaba celebrando un cóctel previo a la tierna Navidad y en este instante todos se empujaban metiendo la oreja junto al teléfono en un ángulo del salón de convenciones en un hotel de cinco estrellas. Una risa nerviosa comenzó a bullir en el cotarro. Otro destinatario de la carta volvió a poner el dedo en el aparato.

-¿Oiga?

-Policía. Dígame.

-Ahora ha salido la policía.

-Dile algo.

-Mire usted. Acabo de recibir un sobre misterioso.

-¿Con una invitación?

-Eso es.

-Un momento. Le paso con Hacienda.

-No.

-¿Cómo que no? Tenemos esa orden. ¿Oiga?

-Dígame.

-Aquí Boyer.

-¡Dios mío! ¡Otra vez!

El pánico ya había cundido entre aquel cúmulo de empresarios que no habían leído Macbeth, pero no obstante llegó impunemente el día de Navidad bajo una inundación de champán de San Sadurní de Noya. La familia del rey de la uralita se avino a cumplir el rito de todos los años para merecer la gracia del cielo. No se produjo ninguna novedad. A la hora cumbre, dos de la tarde del 25 de diciembre, el menesteroso oficial, un anciano rentista arruinado en la Bolsa durante la crisis, estaba al pie del ascensor que lo subiría al ático. Llegó muy atildado, con el abrigo raído y la cara lavada con estropajo por las monjas del asilo. Los cuatro hijos de este monarca del fibrocemento lo esperaban en el rellano y en cuanto lo vieron aparecer iniciaron un son de panderos y zambombas y así lo entronizaron de modo solemne en el hogar hasta sentarlo en la cabecera de la mesa con reverencias de suma cortesía cristiana. Sobre el mantel había muérdago, recipientes de alpaca, candelabros, vajilla de la Cartuja de Sevilla y cubertería grabada. El anciano se engarzó la servilleta en la nuez y preguntó:

-¿Qué hay para comer?

-De primero sopa de menudillos. ¿Le gusta?

-¿Y después?

-Faisán con chocolate.

-Como siempre.

-Tenemos que tratarlo bien, porque para nosotros usted ahora representa a Dios.

Una sabiduría financiera

En ese momento sonó el teléfono y una voz airada preguntó por el nombre y los apellidos del dueño de casa. La llamada se cortó. Sin darle más importancia se inició entre los comensales una agradable conversación y en ella se alternaron los sentimientos del misterio de la Navidad y algunos consejos para invertir bien en Bolsa. Aquel abuelo era un experto. Ciertamente en otro tiempo se había arruinado, pero en la mirada aún le brillaba una sabiduría financiera. Mientras se metía en la boca desdentada medio muslo de ave real dijo de pronto:

-Le han invitado a usted a una comida como ésta, ¿no es cierto?

-También se ha enterado usted?

-Sé algunas cosas.

-Es una imbecilidad. Yo soy el rey de la uralita.

-Ya no lo es.

-¿Cómo?

-Vamos a ver. ¿No acaba de decir la señora que yo soy Dios?

-En sentido figurado. Nosotros le acogemos en esta casa en nombre del Señor. Él nos mandó amar al prójimo. Se trata de un símbolo de caridad.

-Entonces ¿no creen en mí? -se cabreó visiblemente el viejo.

-No se ponga usted así. Coma. El faisán está muy rico.

-Vaya, vaya. Me temo lo peor. Vaya a esa comida de amor. Hágame caso.

-¿Qué quiere insinuar?

Un almuerzo de amor

La ciudad estaba llena de árboles movilizados. Realmente el bosque de Birnam ya había avanzado sobre el castillo del rey de la uralita, largas caravanas de coches habían bajado de la sierra con un abeto en la baca, con un pino en el maletero entreabierto y el presagio de las brujas de Macbeth podía cumplirse de forma inesperada. No se había llegado todavía a los postres cuando sonó el timbre de la puerta. Era un cartero que traía un telegrama urgente redactado con un carácter administrativo. El rey de la uralita lo abrió en el rellano. Se convocaba perentoriamente para que acudiera sin excusa ni pretexto a un almuerzo de amor.

-Maldita sea. ¡No pienso ir!

-Le conviene hacerlo -contestó el propio cartero.

-¿Sólo yo?

-Otros han acudido. Ya están allí.

-No pienso ir.

-Como quiera. Yo he cumplido mi obligación.

Con la yugular crepitando chispas de ira el rey de la uralita entró de nuevo en casa, cruzó con fuertes taconazos el pasillo y se plantó en el vano del comedor. La familia se miró en silencio con la yerta fascinación de unas máscaras de cera. El hombre vio en seguida la aparición. En la cabecera de la mesa ocupando el mismo sillón del invitado menestoroso se hallaba sentado el ministro de Hacienda que atiende por el nombre de Miguel Boyer. Sonreía. En ese momento pasaba el filo del cuchillo sobre la coyuntura de un muslo de faisán y no hablaba nada en absoluto. Una formación de abetos de plástico acababa de rodear el ático.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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