La Universidad, sin remedio, o el difícil arte de gobernar
Las recientes manifestaciones estudiantiles de protesta en diversos distritos universitarios han estado centradas casi siempre en problemas que la Universidad española arrastra desde hace más de una década. La permanencia de los problemas sirve de reflexión al autor de este artículo, anterior rector de la universidad Complutense de Madrid, para quien el origen de la mayoría de los problemas endémicos de las universidades residen en el desequilibrio entre presupuestos económicos -las 150.000 pesetas de coste real de la plaza universitaria es de las más bajas del área occidental- y el número de alumnos.
Cuando parecía que aquellas carreras y enfrentamientos de antaño entre estudiantes y policías habían pasado a un folclor patrio felizmente olvidado, el curso universitario de este año ha empezado con protestas, algaradas, anuncios de huelgas.¿Volvemos a las andadas? ¿Qué es lo que ocurre en nuestra Universidad? ¿Por qué estas cosas no suceden en otros países?
En realidad, lo que ocurre es muy sencillo: el problema básico de nuestra educación superior está sin resolver.
Problema antiguo
La Universidad española está mal porque padece un gravísimo desequilibrio entre recursos y número de alumnos. Cifras cantan. Casi 800.000 estudiantes universitarios suponen una proporción de. 200 por cada 10.000 habitantes, que nos coloca en los primeros lugares del mundo y bastante por encima de lo que correspondería a nuestro grado de desarrollo. Algo, claro esta, de lo que habría que congratularse si no fuera, ¡ay!, porque para atender a tanta gente sólo se cuenta con muy escasos medios.
En el presente curso, por ejemplo, los 100.000 millones de pesetas que aportará el Estado y los 25.000 millones, más o menos, que se recaudarán por tasas académicas arrojan unas 150.000 pesetas por estudiante y año, que nos sitúa en los últimos lugares, no ya de los países desarrollados, sino del mundo entero.
El problema no ha surgido ahora de repente, claro está, sino que viene de atrás. En tiempos de Franco poco o nada se hizo para afrontar la decuplicación de la matrícula estudiantil que se produjo a partir de 1960.
Después, con la democracia, el problema resultaba tan peliagudo que Gobierno tras Gobierno, incluido el actual, han preferido no meneallo.
Las soluciones, en efecto, son tan obvias como difíciles. Bastaría, por ejemplo, con hacer un exámen de entrada más riguroso. Si en la llamada selectividad se suspendiera a la mitad de los candidatos en lugar de, como ahora, a la cuarta parte, el asunto quedaría en cinco años casi zanjado. O también se podrían aumentar las tasas que pagan los estudiantes al doble o al triple, con lo que muchos verían imposibilitada por razones económicas toda aspiración universitaria, y además se obtendrían mayores ingresos.
Otra solución menos radical consistiría en que el capítulo para universidades de los presupuestos del Estado fuese del orden de los 250.000 millones de pesetas para acercarnos, más bien por debajo, a niveles europeos.
Un tercer remedio sería que la Universidad vendiese lo que produce, esto es, investigación, y así allegue fondos.
Una cuarta solución estribaría en ofrecer formación profesional avanzada que atraiga a los estudiantes de secundaria y alivie la presión sobre la Universidad.
Por último, también podría haber más puestos de trabajo para los jóvenes bachilleres, que no se verían así obligados a cursar estudios superiores como mal menor y a la espera de que aclaren los tiempos.
¿Por qué no se hace nada de esto?
Las soluciones primera y segunda son tan eficaces como injustas, y acarrearían muchos problemas. ¿Qué sería de los 50.000 jóvenes a los que la Universidad cerraría las puertas cada año? Sin trabajo, sin formación profesional, sin becas, sin subsidio de paro, sin ninguna posibilidad de hacer algo en la vida, ¿qué harían?
La solución tercera -aumentar notablemente lo que aporta el contribuyente- parece imposible en los tiempos que corren.
La cuarta, recomendada desde el propio Gobierno, está muy bien en teoría y es inviable en la práctica, salvo para algunas escuelas de ingenieros o departamentos de ciencias aplicadas. Son contadisimas las universidades que en el mundo logran vivir vendiendo sus servicios, y España no va a ser precisamente excepción.
Desarrollar la formación profesional -quinta solución- lleva tiempo, aunque es verdad que se podría avanzar algo en esa dirección.
Tabajo para bachilleres
Finalmente, pedir que se ofrezcan puestos de trabajo a la mayoría de jóvenes bachilleres parece, hoy por hoy, una broma.
¿No hay solución entonces?
Además de esperar que algún día quizá termine la crisis económica, haya empleo para todos, hasta para jóvenes sin experiencia, y Gobiernos y parlamentos piensen en gastar en educación dos o tres veces más, hay un dato que ineluctablemente acabará aliviando el problema. Se trata de que las generaciones de españoles, al igual que las de cualquier otro país avanzado, son cada vez más reducidas. En 1964 nacieron casi 700.000 personas en nuestro país, cifra la más alta de todos los tiempos. En 1982, en cambio, hubo 510.000 nacimientos. Dentro de 10 o 12 años -y no antes, pues la caída sólo se ha acelerado recientemente- empezará anotarse este hecho en la Universidad de forma cada vez más pronunciada.
¿Qué hacer entre tanto? Lo primero, reconocer que durante años seguirá habiendo problemas para admitir a todos los que, con la ley en la mano, tienen derecho a un puesto en la Universidad. Saber, también, que la actual relación recursos / estudiantes impide e impedirá toda mejora sustancial de la enseñanza superior. Además, habría que hacer mucho más en formación profesional y fomentar todo lo posible la contratación laboral, permanente o temporal, de jóvenes. Como esto es bien dificil y cuesta un dinero que no existe, si mejorase algo la situación económica y pudiera incrementarse el gasto público, convendría no olvidar estos y demás puntos ya señalados.
Lo que sí cabría hacer enseguida y sin ningún coste es no ser triunfalista. Los responsables de la educación superior en el actual Gobierno, llenos de buenos deseos, se lanzaron a aprobar en menos de un año una ley de reforma que, ¡al fin!, iba a acabar con los crónicos males de nuestra Universidad.
¿No hubiera sido más acertado, antes de todo intento de cambio, coger el toro por los cuernos, explicar el grave problema indicado y su difícil solución, recabar consejo, solicitar comprensión y ayuda? Nada de eso se hizo, y el aspecto más esencial de nuestra enseñanza superior casi ni se aborda en la ley para la Reforma Universitaria, pura y simplemente porque no se tiene pensada solución alguna. ¿Dónde, si no, están las previsiones a medio o largo plazo? ¿Dónde la planificación económica?
En esta esfera se hacen patentes, así, defectos que aquejan a algunos de nuestros gobernantes. Reforman con buena intención indudable, con ingenuidad o inexperiencia disculpables, pero -y esto ya está peor- no escuchan a nadie, y cuando las grandes mejoras anunciadas tardan y tardan en aparecer se empecinan contra toda lógica en seguir cantando victoria.
Cuatro aspectos
Aunque por fortuna las insuficiencias de la actual política universitaria no pueden generalizarse, pues en otros terrenos, incluso en materia misma de educación, se ha procedido con menos precipitación o más acierto, sí que puede servir nuestra malhadada Universidad de advertencia en cuatro aspectos:
1. Para que haya cambio de verdad en nuestro país hacen falta, desde luego, muchas cosas, pero una de ellas, como condición sine qua non, es una mejor Universidad.
2. Gobernar siempre es difícil, y más en tiempos de vacas flacas. Acertar, a veces resulta casi imposible, pero además de buenos deseos, tenacidad y afán de cambio, hacen falta realismo, modestia y no confundir las leyes que aparecen en el Boletín Oficial del Estado con la solución de los problemas.
3. No hace falta ser profeta para augurar que protestas y dificultades irán a más en la Universidad en los próximos años.
4. La historia de la transición demuestra que los altibajos en el crédito de que gozan los gobernantes son todavía enormes. Errores en puntos tan sensibles como éste pueden tener consecuencias políticas grandes.
Francisco Bustelo, catedrático de Historia Económica, ha sido rector de la universidad Complutense y pertenece al PSOE.
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