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Tribuna:Prosas testamentarias
Tribuna
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Civiles y Militares

PEDRO LAIN ENTRALGO

Todo español a quien importe de veras el destino histórico de su patria no perderá el tiempo leyendo el libro Militarismo y civilismo en la España contemporánea, que el historiador Carlos Seco Serrano acaba de publicar. Tal convicción me ha movido a glosar la lección que ofrece. Mas no debo hacerlo sin hablar sumariamente de su autor, porque en modo alguno comulgo con aquella fugaz concepción neohegeliana de la historiografía que llamaron historia sin nombres. No. Dentro de una situación y una mentalidad bien determinadas, condicionados por ellas, hombres de carne, hueso y nombre son los que hacen la historia y, por supuesto, los que la escriben.La situación y la mentalidad desde las cuales ha sido escrito este libro se hallan integradas, a mi modo de ver, por un momento político y social, el reciente afán colectivo de resolver por fin el pertinaz problema de España -nuestra reiterada y penosa dificultad para vivir con eficacia en el nivel histórico de la Europa occidental-, y un momento intelectual, el hecho de que entre nosotros exista hoy una valiosa pléyade de historiadores resueltos a conocer con documentación y rigor inéditos la verdadera verdad de nuestra historia; pléyade de la cual es miembro eminente Carlos Seco; un profesional universitario de la historia contemporánea de España muy bien cualificado por su excelencia en los cuatro rasgos que definen al gran historiador: precisión documental, ponderación en el juicio, penetración en la conjetura interpretativa y clara composición de lo que se escribe.

Vista desde esa situación y por este historiador, ¿cómo aparece entre nosotros la conflictiva relación entre el militarismo y el civilismo en la España ulterior a la guerra de la Independencia? Respondan otros desde su personal conocimiento del tema. Desde el mío -el propio de un español reflexivo, largos años preocupado por el tema y el problema de España-, me limitaré a decir lo que la lectura de este libro me ha traído a mí.

Ante todo, dos cosas me ha traído: luz y tristeza. Llamamos directamente luz a lo que nos hace ver las cosas visibles; y metafóricamente, a lo que nos permite entender aquello que para su aprehensión exige entendimiento. Luz, en este caso, para entender la historia contemporánea de España según una de sus claves más esenciales, el nunca bien resuelto conflicto entre el poder militar y el poder civil.

Perfeccionando documental y conceptualmente la no escasa bibliografia acerca del tema, Carlos Seco nos ha ofrecido una preciosa pauta para el logro de ese entendimiento, la neta distinción entre los dos modos principales y consecutivos de la intervención del Ejército en la vida civil: el pronunciamiento y la pretensión de influencia estamental; en definitiva, la sustitución.

En el pronunciamiento, un general arrojado y prestigioso y los hombres de armas que le siguen se ponen a la cabeza de un determinado partido político, progresista, moderado" o unionista, y mediante su intervención tratan de obtener, si el propósito triunfa, los dos más altos objetivos del militar valiente y ambicioso: la gloria y el mando. Tal fue el caso durante el período que, con su maestro Jesús Pabón, Carlos Seco llama "régimen de los generales", tan decisivo durante el reinado de Isabel II, del que Córdova, Espartero, Narváez, O'Donnell y Prim fueron las figuras más representativas.

El famoso golpe del general Pavía inicia una nueva etapa en esta apasionante y penosa historia. Como tan convincentemente nos hace ver Carlos Seco, el general Pavía no irrumpió en el Congreso al servicio de un partido político bien determinado; lo hizo en representación del Ejército -de la amplia fracción del Ejército que le seguía- y con el designio de poner límite a la extremada y demagógica concepción de la democracia que el federalismo cantonalista amenazaba llevar a la práctica, contra la moderación de Castelar. Pavía actuó, más que para gobernar por sí mismo y con sus conmilitones -bien claramente lo demostró su conducta personal, dentro de la historia inmediatamente ulterior al 3 de enero de 1874-, para configurar el Estado y la vida política de acuerdo con las exigencias del Ejército. La hora de los pronunciamientos había pasado. Es cierto, sí, que con algún residual "espíritu de pronunciamiento" emprendió Martínez Campos, un año más tarde, su decisiva acción de Sagunto; pero el bien planeado civilismo del artífice de la Restauración, Cánovas del Castillo, y la pronta y eficaz intervención, promovida por Cánovas, de Jovellar, capitán general del Ejército del Centro, evitaron la realización de ese propósito. Cánovas y Alfonso XII, el rey soldado, impusieron la supremacía del poder civil que había de mantenerse en España hasta el triunfo de la famosa ley de Jurisdicciones. La descabellada intentona de Villacampa fue el tenue episodio terminal de la etapa histórica iniciada por los pronunciamientos anteriores al de Riego y Quiroga.

La crisis de la vida nacional y del sistema canovista que desencadenó el desastre de 1898 mos-

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Civiles y militares

Viene de la página 9trará bajo forma nueva el conflicto entre el poder civil y el poder militar: la intervención del Ejército en la vida política no acontecerá por la senda estrecha y romántica del pronunciamiento, sino por el ancho y expeditivo camino de la sustitución. Ahora, el Ejército como tal intentará hacer suya una parcela del poder político o, llegado el caso, la totalidad de éste. No es preciso un conocimiento minucioso de nuestro siglo XX para señalar las sucesivas etapas de tal pretensión: ley de Jurisdicciones, juntas de defensa, dictadura de 1923, conato de golpe de Estado de 1932, golpe de Estado de 1936 y régimen ulterior a la guerra civil que en 1939 le dio el triunfo. Con amplísima documentación y singular maestría estudia este proceso Carlos Seco en la segunda mitad de su libro, y con su ayuda he podido yo entender nuestra historia contemporánea mucho mejor que hasta ahora. Por eso dije que su lectura me ha traído luz.

Mas también tristeza me ha traído. Desde hace muchos años -desde que, pasada la adolescencia, he releído los Episodios nacionales de Galdós subsiguientes a los puramente épicos de su primera serie- una honda y difusa tristeza pone en mi alma cualquier lectura que tenga por tema la vida española ulterior a la guerra de la Independencia. ¿Por qué nuestro pueblo consume en la guerra civil y en la retórica grandilocuente la energía de sus hombres, esas "altas llamaradas de esfuerzo" que Ortega vio en tantas vidas españolas del siglo XIX? ¿Por qué, tras haber vencido a Napoleón, y mientras la ciencia y la industria florecían en los países de la vanguardia europea, no se aplicó nuestra sociedad a proseguir y ampliar el estimable esfuerzo civilizador de Carlos III y sus mejores hombres? ¿Por qué Cánovas, al que debemos los cinco lustros de lúcido e inteligente civilismo que tan bien describe Carlos Seco, no acometió ya desde 1875 la necesaria empresa de educar intelectual y políticamente a los españoles? ¿Por qué la inmadurez política y el nefasto mesianismo de nuestra sociedad tantas veces han hecho que el sable fuese entre nosotros instrumento de la decisión? ¿Por qué la monarquía de Alfonso XIII no acertó a vincular a su establishment las tres fuerzas sociales más renovadoras y más dotadas de futuro del primer tercio de nuestro siglo, el movimiento obrero, el mundo intelectual y los incipientes regionalismos catalán y vasco? ¿Por qué el fracaso de la II República y por qué, tras ella, la sangrienta, atroz tragedia de nuestra última guerra civil, bellum plus quam civite, diría nuestro viejo Lucano? Cualesquiera que sean las respuestas a esta letanía de interrogaciones, algo común dejan en mi alma y creo que en la de muchos: esa honda y difusa tristeza de que antes hablé.

Pero el libro de Carlos Seco tiene la virtud de avivar en el seno de esa tristeza nuestra el rescoldo de una terca, nunca apagada esperanza: la esperanza de que los españoles, alertados por el conocimiento de su historia y espoleados por la reconquista de la democracia que, pese a todo, entre nosotros se está produciendo, logremos de un a vez que el poder civil y el poder militar cooperen entre sí y consigan una satisfactoria instalación de la vida española en el nivel histórico del ya próximo siglo XXI. "Son tan débiles las esperanzas de los españoles", decía Ortega, "que para mantenerlas necesitamos abrigarlas". Nuestro idioma es, en efecto, el único en que se dice "abrigo la esperanza de que...". Pues bien, las esperanzas que a lo largo de dos siglos han abrigado los mejores españoles, desde Campomanes y Jovellanos hasta los que en los últimos decenios han seguido creyendo en las posibilidades históricas de la democracia, ¿empezarán a estar en condiciones de prescindir del abrigo y afrontar la intemperie?

"La nueva Restauración", escribe Carlos Seco en la última página de su libro, "se ha hecho mediante una transacción entre los dos ciclos revolucionarios contemporáneos, el liberal y el social, en una síntesis lograda en la Monarquía", en una Monarquía nacionalizada al fin y respaldada por una democracia auténtica". Nada más evidente, nada más prometedor. Mas para que en relación con el conflicto entre militarismo y civilismo sea satisfactoriamente cumplida tal promesa, dos condiciones parecen necesarias en la conducta de los representantes de ambas partes: un detenido examen de la conciencia propia y una leal comprensión del otro.

Examen de la conciencia propia y no tan sólo de la conciencia del adversario, como tantas veces acontece entre nosotros. Esto es: honrada indagación de la responsabilidad que desde la guerra de la Independencia cabe a civiles y militares en la ineducación ética y política de nuestro pueblo y en el mal cumplimiento de sus respectivos menesteres. ¿Cuántas veces el imperativo del bien y el progreso del pueblo ha dejado de ser la preocupación principal de nuestros políticos? ¿Cuántas veces el Ejército ha dejado de cumplir el deber político que con tanta autoridad proclama en uno de sus libros el general Díez-Alegría: "Estar al servicio del Estado incondicionalmente, por encima de todas las parcialidades y deseos de poder"?

Junto al examen de la conciencia propia, la leal comprensión del otro: un constante esfuerzo del hombre civil por comprender lo que en un Estado moderno puede y debe ser el Ejército; una constante consideración, en el hombre militar, de lo que es y debe ser la acción del político. La falta de una correcta relación entre civiles y militares, ¿no constituye acaso una evidente deficiencia de nuestra vida social?

Viniendo al oficio que en la vida civil más directamente me corresponde, el intelectual, no será aquí inoportuna la transcripción de una breve parte del discurso con que respondí al de ingreso del antes mencionado general en la Real Academia Española.

Quise entonces mostrar mi disconformidad con el famoso discurso de las armas y las letras. Salvo en su tajante elogio de la paz, tan cervantino y quijotesco, abiertamente discrepo de lo que irónicamente nos dice ese célebre alegato. Ante todo, porque la relación entre las armas y las letras queda planteada en términos de disputa retórica y no, como hoy debe ser norma, en términos de política colaboración. Y luego porque Don Quijote, entre caballero andante medieval y castizo español del siglo XVII, se apega con exceso a las armas antiguas, espada, lanza y escudo, y mira con temoroso recelo -él, tan valeroso- las que la técnica moderna está poniendo en uso: "Aquestos instrumentos de la artillería, a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención ... ; porque aunque a mí ningún peligro me pone miedo, todavía me pone recelo pensar si la pólvora y el estaño me han de quitar la ocasión de hacerme famoso". La pólvora y el estaño: las armas y los artefactos que está trayendo a Europa el progreso técnico del naciente mundo moderno.

Calcando el modelo humanístico de la disputatio, Don Quijote quiere decidir si, 176parados los esfuerzos, las privaciones y los riesgos que el ejercicio de ambas acarrea, son las armas o las lei tras las que deben llevar la palma. Pues bien, sobre el modelo de la disputa es preciso poner la pauta de la cooperación. Así lo pide la convivencia que solemos llamar civilizada. A la luz de dos textos, uno de Ortega y otro, fácil e inmediato complemento de él, mío, mostraré el nervio ético y político de esa pauta. Dice el autor de España invertebrada: "Raza que no se siente ante sí misma deshonrada por la incompetencia y la desmoralización de su organismo guerrero, es que se halla profundamente enferma e incapaz de agarrarse al planeta". Añado yo: "Raza que no se siente ante sí misma deshonrada por la incompetencia y la desmoralización de su estamento letrado, es que se halla profundamente enferma e incapaz de volar sobre el planeta". Cuando el primero de estos dos asertos exprese el sentir común de los letrados, y cuando el segundo declare una general convicción de los guerreros, entonces y sólo entonces comenzará a ser un hecho la coope.ración entre las armas y las letras.

Pienso que este libro de Carlos Seco puede ser pieza importante en el logro de un diálogo entre las armas y las letras -más ampliamente, entre el poder civil y el poder militar- cuyo espíritu sea la cooperación y no la disputa. Pienso, en consecuencia, que todos los españoles de buena voluntad debemos a su autor vivo agradecimiento. Conste aquí el, mío.

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