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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
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El fín de una utopía

Observamos hoy signos de una pérdida de confianza en sí misma de la cultura occidental. Desde finales del siglo XVIII, entendemos la historia como un proceso de alcance mundial generador de problemas. En él cuenta el tiempo como recurso escaso para la solución, orientada hacia el futuro, de los problemas que nos lega el pasado. El carácter ejemplar del pasado, en función del cual pudiera orientarse sin reservas el presente, se desvanece. La desvalorización del pasado y la necesidad de obtener principios normativos de las propias experiencias y formas de vida modernas explica el cambio de estructura del "espíritu de la época", que recibe impulsos de dos fuentes antagonistas: el pensamiento histórico y el pensamiento utópico.A primera vista, estas dos formas de pensamiento parecen excluirse. El pensamiento histórico, saturado de experiencia, parece llamado a criticar los proyectos utópicos, y el desbordante pensamiento utópico parece tener la función de alumbrar espacios de posibilidad que apuntan más allá de las continuidades históricas. Pero, de hecho, la conciencia moderna del tiempo abre un horizonte en el que el pensamiento histórico se funde con el utópico. Esta inserción de las energías utópicas en la conciencia histórica caracteriza el espíritu de la época, que desde los días de la Revolución Francesa ha venido configurando el espacio público político.

Así, al menos, parecía hasta ayer. Pero hoy parece como si las energías utópicas se hubieran consumido, como si hubieran abandonado el pensamiento histórico. El horizonte del futuro se ha contraído, y tanto el espíritu de la época como la política han sufrido una transformación radical. El futuro aparece cargado negativamente; en el umbral del siglo XXI se dibuja el panorama aterrador de unos riesgos que, a nivel mundial, afectan a los propios intereses generales de la vida: la carrera de armamentos, la difusión incontrolada de las armas nucleares, el empobrecimiento de los países en vías de desarrollo, el desempleo y los crecientes desequilibrios sociales en los países desarrollados, problemas ecológicos, tecnologías que operan casi al borde de la catástrofe, son las rúbricas que a través de los medios de comunicación han penetrado en la conciencia pública. Las respuestas de los intelectuales, no menos que las de los políticos, reflejan desconcierto.

En la escena intelectual se extiende la sospecha de que el agotamiento de las energías utópicas no solamente es indicación de un pesimismo cultural transitorio. Podría ser indicación de un cambio en la conciencia moderna del tiempo. Quizá se esté disolviendo otra vez aquella amalgama de pensamiento histórico y de pensamiento utópico; quizá se esté transformando la estructura del espíritu de la época y la composición de la política. Tal vez la conciencia histórica se esté descargando otra vez de sus energías utópicas: lo mismo que a finales del siglo XVIII, con la temporalización de las utopías, esperanzas puestas en el más allá emigraron al más acá; así también hoy, las expectativas utópicas pierden su carácter secular y toman otra vez una forma religiosa.

Yo no considero fundada esta tesis según la cual a lo que estamos asistiendo es a la irrupción de una época posmoderna. Lo que está cambiando no es la estructura del espíritu de la época, no es el modo de la disputa sobre las posibilidades de vida en el futuro. No es que las energías utópicas en general se estén retirando de la conciencia histórica. A lo que estamos asistiendo es, más bien, al fin de una determinada utopía de la utopía, que en el pasado cristalizó en tomo a la sociedad del trabajo.

La estructura de la sociedad civil-burguesa quedó acuñada por el trabajo abstracto, por un tipo de trabajo orientado en función del lucro, regido por el mercado, revalorizado en términos capitalistas y organizado en forma de empresas. Como la forma de este trabajo abstracto desarrolló una tremenda fuerza configuradora capaz de penetrar en todos los ámbitos, nada tiene de extraño que las expectativas utópicas se centraran también en la esfera de la producción: el trabajo había de emanciparse de la heteronomía a la que estaba sometido. Las utopías de los primeros socialistas se condensaron en la imagen del falansterio. De la correcta organización de la producción debía surgir la forma de vida comunal de trabajadores libremente asociados. La idea de autogestión de los trabajadores inspiró todavía el movimiento de protesta de los años sesenta. Pese a todas sus críticas al socialismo utópico, Marx, en sus manuscritos de economía y filosofía, se atuvo a esa misma utopía de la sociedad del trabajo.

Los límites del Estado social

Pues bien, esta utopía del trabajo ha perdido su fuerza de convicción, sobre todo porque ha perdido su punto de referencia en la realidad: está decreciendo la fuerza que el trabajo abstracto tiene de formar estructuras y de configurar la sociedad. Pero ¿qué nos permite suponer que esta pérdida de fuerza de convicción de la utopía de la sociedad del trabajo reviste importancia para amplias capas de la población y que puede ayudarnos a explicar un agotamiento general de los impulsos utópicos? Bien, esta ideología no solamente atrajo a los intelectuales, sino que inspiró el movimiento obrero europeo y en nuestro siglo dejó sus huellas en tres programas sumamente diversos, pero los tres de importancia histórica universal: el comunismo soviético; el corporativismo autoritario; y el reformismo del Estado social. Después de la II Guerra Mundial, en los países occidentales, todos los partidos gobernantes han obtenido su mayoría, de forma más o menos pronunciada, bajo el signo de objetivos propios del Estado social. Pero desde mediados de los años setenta empiezan a hacerse, visibles los límites del proyecto que representa el Estado social (sin que hasta ahora resulte visible alternativa alguna). Por tanto, ahora puedo formular mi tesis con más exactitud: la perplejidad de políticos e intelectuales es ingrediente de una situación en la que el programa del Estado social, el cual todavía se sigue nutriendo de la utopía de la sociedad del trabajo, pierde su capacidad de alumbrar posibilidades futuras de una vida colectivamente mejor y menos amenazada.

Ciertamente que el núcleo de esa utopía toma, en el proyecto que representa el Estado social, una forma distinta. La forma de vida emancipada, más digna del hombre, no se piensa ya como un resultado directo de una revolución de las relaciones de trabajo, es decir, de una transformación del trabajo heterónomo en actividad autónoma. A pesar de eso, las relaciones laborales reforma das siguen manteniendo también en este proyecto una significación central: se convierten en punto de referencia no sólo de las medidas tendentes a humanizar un trabajo que sigue siendo heterónomo, sino, sobre todo, en punto de in fluencia para las prestaciones compensatorias que tienen por objeto absorber los riesgos funda mentales del trabajo asalariado (accidentes, enfermedad, pérdida del puesto de trabajo y desvalimiento en la vejez). De lo cual se sigue que todos los capaces de trabajar tienen que poder integrarse en este sistema ocupacional atemperado en sus conflictos y amortiguado en sus riesgos, es decir, el objetivo del pleno empleo. La compensación sólo puede funcionar si el papel del asalariado a tiempo completo se convierte en lo normal. Por las hipotecas que, pese a todos estos mecanismos amortiguadores, comporta todavía la situación de asalariado, el ciudadano es compensado en su papel de cliente con derechos que puede hacer va ler ante las burocracias del Esta do social y en su papel de consumidor con poder adquisitivo de bienes de consumo masivo. La palanca de la pacificación del antagonismo de clases sigue siendo, pues, la neutralización del material de conflicto que la situación de asalariado comporta. Ese fin tiene que ser conseguido por la vía de la legislación propia del Estado Social y por la vía de negociaciones colectivas de asociaciones de trabajadores y empresarios independientes del Estado; las políticas del Estado social obtienen su legitimación de las elecciones generales encuentran en los sindicatos autónomos y en los partidos obreros su base social. Pero lo que decide sobre el éxito del proyecto es el poder y la capacidad de acción del aparato estatal intervencionista. Éste tiene que intervenir en el sistema económico con la finalidad de proteger el crecimiento capitalista, de moderar las crisis, de asegurar a la vez los puestos de trabajo y la competitividad internacional de las empresas para que se generen así crecimientos de los que quepa distribuir sin desanimar a los inversionistas. Esto ilumina la parte metodológica del proyecto: el compromiso que el Estado social representa y la pacificación del antagonismo de clase han de conseguirse mediante una intervención del poder estatal, legitimado democráticamente, en el proceso espontáneo del crecimiento capitalista para protegerlo y moderarlo. La parte sustancial del proyecto se nutre de los restos de la utopía de la sociedad del trabajo: al quedar normalizada la situación de los trabajadores mediante los derechos de participación política y de participación en el producto social, la masa de la población tiene ahora la oportunidad de vivir en libertad, en justicia social y en creciente bienestar. Se presupone, pues, que, mediante las intervenciones del Estado, puede asegurarse una pacífica coexistencia entre democracia y capitalismo.

Poder y eficacia

En las sociedades industriales desarrolladas de Occidente, esta precaria condición pudo cumplirse en términos generales, al menos en el período de reconstrucción de posguerra. Pero eso se acabó desde principios de los años setenta. Ahora las dificultades inmanentes que se plantean al Estado social se deben precisamente a sus propios éxitos. En este aspecto, siempre han estado presentes dos cuestiones: ¿dispone el Estado intervencionista de poder suficiente y de suficiente eficiencia como para domesticar el sistema económico capitalista? ¿Y es la utilización del poder político el método correcto para conseguir el fín sustancial de fomentar y asegurar formas de vida emancipadas más dignas del hombre? Se trata, pues, de los límites de la conciliabilidad entre capitalismo y democracia y de la cuestión de las posibilidades de producir con medios jurídicos burocráticos nuevas formas de vida.

Con todo, las instituciones del Estado social representan, en no menor medida que las instituciones del Estado constitucional democrático, un paso evolutivo respecto del cual, en las sociedades de nuestro tipo, no existe alternativa visible ni en relación con las funciones que el Estado social cumple ni tampoco en relación con las exigencias normativamente justificadas que ese Estado satisface. Por lo demás, los países algo retrasados todavía en la evolución del Estado social no tienen ninguna razón para apartarse de ese camino. Es precisamente la falta de alternativas, tal vez la irreversibilidad de estas estructuras de compromiso por las que tanto se sigue batallando aún, lo que nos sitúa ante el dilema de que el capitalismo no puede vivir sin el Estado social, pero tampoco puede vivir si éste se sigue extendiendo.

Tres tipos de reacción

Simplificando mucho las cosas, podemos distinguir, en países como la República Federal de Alemania y Estados Unidos, tres tipos de reacción: la primera es la de los defensores del legitimismo de la sociedad industrial, legitimismo en su versión de Estado social, que componen el ala derecha de la socialdemocracia. Esta ala derecha se encuentra hoy a la defensiva. Entiendo la caracterización que acabo de hacer en un sentido muy amplio, de forma que pueda extenderse también al ala Mondale del Partido Demócrata de Estados Unidos o al segundo Gobierno de Mitterrand. Los legitimistas borran del proyecto del Estado social precisamente las componentes que éste había tomado de la utopía de la sociedad del trabajo. Renuncian al objetivo de domeñar la heteronomía del trabajo hasta un punto en el cual el estatuto del ciudadano igual y libre penetre en la esfera misma de la producción, convirtiéndose en núcleo de cristalización de formas autónomas de vida. Los legitimistas son hoy los verdaderos conservadores que quisieran estabilizar lo conseguido. Esperan encontrar de nuevo el punto de equilibrio entre la evolución del Estado social y una modernización realizada en términos de economía de mercado. Esta programática mantiene la vista fija en preservar lo adquirido por el Estado social. Pero desconoce los potenciales de resistencia que se han acumulado en el curso de la progresiva erosión burocrática de los mundos de la vida comunicativamente estructurados y liberados de sus contextos históricos no reflexivos. Tampoco toma en serio los desplazamientos que se han producido en su base social y sindical, en la que podían apoyarse hasta ahora las políticas del Estado social. En vistas de la estructuración experimentada por el cuerpo electoral y de la debilitación de las posiciones de los sindicatos, esta política se ve amenazada por una desesperada carrera contra el tiempo.

Lo que en cambio está hoy en alza es el neoconservadurismo, que opta asimismo por la defensa de la sociedad industrial, pero que decididamente critica su versión de Estado social. En su nombre se han presentado la Administración Reagan y el Gobierno de Margaret Thatcher. El neoconservadurismo se caracteriza esencialmente por tres componentes:

1. Por una política económica orientada en función de la oferta, que tiene por objeto mejorar las condiciones de revalorización del capital y poner otra vez en marcha el proceso de acumulación. Se cuenta -en principio se supone que, sólo de forma transitoria- con una tasa de desempleo relativamente alta. La redistribución de ingresos redunda en detrimento de las capas más pobres de la población, mientras que sólo los grandes poseedores de capital alcanzan claras mejoras. A todo lo cual hay que añadir una cierta restricción de las prestaciones del Estado social.

2. Hay que rebajar los costes de legitimación del sistema político. La "inflación de exigencias o pretensiones" y la "ingobernabilidad" son los dos núcleos temáticos contra los que se vuelve una política que tiene por objeto establecer una más marcada separación entre la Administración y los procesos de formación de la voluntad colectiva. En este contexto se fomentan desarrollos neocorporativistas, es decir, una activación del potencial de control no estatal de las grandes corporaciones, sobre todo de las organizaciones empresariales y de los sindicatos. Esta sustitución de las competencias parlamentarias, normativamente reguladas por sistemas de negociación que todavía siguen funcionando, convierte al Estado en una parte más en la mesa de negociaciones.

3. Finalmente, la política cultural se encarga de operar en dos frentes. Por un lado, hay que desacreditar a los intelectuales como gente obsesa por el poder y, a la vez, como representantes ya improductivos del modernismo, pues los valores posmateriales sobre todo las necesidades expresivas de autorrealización, y los juicios críticos de una moral universalista ilustrada se consideran amenazas a las bases motivacionales de la sociedad del trabajo y de la opinión pública despolitizada. Por otro lado, hay que reavivar la cultura tradicional, las bases sustentadoras de la eticidad convencional, del patriotismo, de la religión civil, de la cultura popular.

Críticos del crecimiento

Una tercera forma de reacción es la que cristaliza en la disidencia de los críticos del crecimiento, los cuales adoptan una actitud ambivalente frente al Estado social. Así, por ejemplo, algunos movimientos de la República Federal de Alemania congregan minorías de la más diversa procedencia, constituyendo una "alianza antiproductivista". Lo que las une es el rechazo de esas visiones productivistas del progreso que los legitimistas comparten con los neoconservadores.

Sólo los disidentes de la sociedad industrial parten de que el mundo de la vida se halla amenazado por igual tanto por la monetarización de la fuerza de trabajo como por la burocratización. Sólo los disidentes juzgan también necesario reforzar la autonomía de un mundo de la vida amenazado en sus fundamentos vitales y en su estructura comunicativa interna. Sólo ellos exigen que la dinámica propia de los subsistemas regidos por los medios poder y dinero se vea detenida o reencauzada por formas de organización más próximas a la base y autogestionadas.

Los disidentes de la sociedad industrial son, por tanto, los herederos de los componentes radical-democráticos del programa del Estado social abandonados por los legitimistas. Sólo que mientras no vayan más allá de la mera disidencia, sigan atrapados en el fundamentalismo de las grandes negaciones y no ofrezcan más que un programa negativo de obtención del crecimiento y de desdiferenciación, caen por detrás de una idea del proyecto de Estado social.

Pues en la fórmula "domesticación del capitalismo" no solamente se ocultaba la resignación ante el hecho de que la jaula de una supercompleja economía de mercado ya no puede romperse desde dentro y transformarse democráticamente con simples recetas de autogestión de los trabajadores. Aquella fórmula contenía también la idea de que para ejercer un influjo desde fuera, indirecto, sobre los mecanismos sistémicos de control era preciso algo nuevo, a saber: una combinación, altamente innovadora, de poder y de autolimitación inteligente. Bien es verdad que la idea que inicialmente subyacía a esto era la de que la sociedad puede influir sin riesgos sobre sí misma mediante el medio neutral que es el poder político- administrativo. Pero si ahora hay que "domesticar socialmente" no ya sólo al capitalismo, sino también al Estado intervencionista, la tarea se complica considerablemente, pues entonces esa combinación de poder y autolimitación inteligente no puede ser ya confiada a la capacidad de planificación del Estado.

El desarrollo del Estado social ha entrado en un callejón sin salida. Con él se agotan las energías utópicas de la sociedad del trabajo. Las respuestas de los legitimistas y de los neoconservadores exhiben una actitud defensiva. Expresan una conciencia histórica que se ha despojado de su dimensión utópica. También los disidentes de la sociedad del crecimiento se mantienen a la defensiva. Su respuesta sólo podría pasar a la ofensiva si, además de interrumpir el proyecto del Estado social, trataran de proseguirlo a un nivel superior de reflexión. Pero cuando el proyecto del Estado social se torna reflexivo -es decir, cuando no solamente se dirige a domesticar la economía capitalista, sino también a domesticar al Estado mismo- pierde al trabajo como punto central de referencia, pues ya no puede tratarse de la pacificación de un sistema de empleó a tiempo pleno elevado a norma. El proyecto ni siquiera podría agotarse en romper, mediante la introducción de unos ingresos mínimos garantizados, la maldición que el mercado de trabajo hace pesar sobre la biografía de todos los que tienen un empleo y sobre el creciente y cada vez más marginado potencial de aquellos que se ven obligados a seguir en la reserva. Este paso sería revolucionario, pero no lo suficientemente, si el mundo de la vida sólo fuera inmunizado contra los imperativos inhumanos del sistema de empleo, y no contra los efectos contraproducentes de una gestión administrativa de la existencia.

Y tales ambientes protectores en el intercambio entre el sistema y el mundo de la vida sólo podrían funcionar si a la vez se produjera una nueva división de poderes. Las sociedades modernas disponen de tres recursos con que cubrir su necesidad de operaciones de control: el dinero, el poder y la solidaridad. Entre sus esferas de influencia habría que conseguir un nuevo equilibrio. El poder de integración social de la solidaridad tendría que afirmarse contra los otros dos recursos: dinero y poder administrativo. Pues bien, los ámbitos de la vida que se especializan en transmitir valores y saber cultural, en integrar los grupos y en socializar a los nuevos miembros de la sociedad dependieron siempre de la fuente que es la solidaridad; en un palabra, el mundo de la vida se reproduce a través de la acción orientada en función del entendimiento. De la misma fuente tendría que nutrirse también una formación de la voluntad colectiva para poder influir en el trazado de límites y en el intercambio entre los ámbitos de la vida estructurados comunicativamente, por un lado, y la economía y el Estado, por el otro. De lo que aquí se trata es de la integridad y de la autonomía de estilos de vida -por ejemplo, de la defensa de subculturas de tipo tradicional- o de la transformación de las gramáticas de formas de vida superadas. De lo primero nos ofrecen ejemplos los movimientos regionalistas; de lo segundo, los movimientos feministas o ecologistas. En la mayoría de los casos, estas luchas permanecen latentes; se mueven en el microámbito de las comunicaciones cotidianas, pero de cuando en cuando se condensan en discursos públicos y en intersubjetividades de nivel superior. En tales escenarios pueden formarse espacios públicos autónomos que después entren en comunicación si se hace un uso autoorganizado de medios de comunicación.

La utopía de la comunicación

Estas consideraciones se hacen tanto más provisionales, tanto más oscuras, cuanto más penetran en el terreno de nadie, de lo normativo. Los deslindes negativos son más sencillos. El proyecto del Estado social, una vez que se vuelve reflexivo, se despide de la utopía de la sociedad del trabajo. Ésta se había guiado por la oposición entre trabajo vivo y trabajo muerto, por la idea de actividad autónoma. Pero para ello esa utopía tenía que suponer las formas subculturales de vida de los trabajadores industriales como fuente de solidaridad. Tenía que presuponer que las relaciones de cooperación en la fábrica incluso reforzarían la solidaridad vivida en las subculturas obreras. Pero, mientras tanto, de esas subculturas queda poco, y es dudoso que pueda regenerarse su capacidad de generar solidaridad en el puesto de trabajo. Mas sea como fuere, lo que para la utopía de la sociedad del trabajo era presupuesto o condición marginal, hoy se convierte en tema. Y así, los acentos utópicos se desplazan del concepto de trabajo al concepto de comunicación. Y hablo nada más que de acentos, porque con este cambio de paradigma de la sociedad del trabajo a la sociedad de la comunicación cambia también el tipo de conexión con la tradición utópica. Ciertamente que con el abandono de los contenidos utópicos de la sociedad del trabajo no se cierra la dimensión utópica de la conciencia histórica y de la discusión política. Cuando los oasis utópicos se secan, se difunde un desierto de trivialidad y de desconcierto. Insisto en mi tesis de que el autocercioramiento de la modernidad se ve aguijoneado, lo mismo ahora que antes, por una conciencia de actualidad en la que se funden el pensamiento utópico y el histórico. Pero con los contenidos utópicos de la sociedad del trabajo desaparecen ilusiones que hechizaron la conciencia que tuvo de sí la modernidad.

Jürgen Habermas es filósofo y sociólogo, considerado como continuador de la llamada Escuela de Francfort. Autor de Cambios de estructura en la publicidad (Historia y crítica de la opinión pública, en la traducción española), Conocimiento e interés, Técnica y ciencia como ideología, Problemas de legitimación del capitalismo tardío, La reconstrucción del materialismo histórico y Teoría de la acción comunicativa.

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