La alcaldada de Leguina
AUNQUE LAS opiniones discrepantes de ciertos altos cargos de la Administración central y de algunos sectores del PSOE dieron fundamento para creer que el apetito recaudatorio de Joaquín Leguina -presidente de la Comunidad de Madrid y secretario general de la Federación Socialista Madrileña (FSM)- había sido aplacado hasta 1985, se anuncia que el recargo del 3% sobre la cuota líquida del impuesto sobre la renta de las personas físicas (IRPF) será puesto en vigor este mismo año.La inminencia del 30º Congreso del PSOE, al que acude Leguina con una leal cohorte, habrá desempeñado un papel disuasorio frente a quienes tratasen -desde el Ministerio de Economía o desde otros departamentos gubernamentales- de hacer entrar en razón al obstinado presidente regional. Joaquín Leguina, en tanto que secretario general de la FSM, se apuntará una importante victoria al atemorizar a sus críticos dentro del PSOE y al imponer, contra viento y marea, su recargo. Pero ese triunfo sin gloria le emparenta, en tanto que presidente de la autonomía madrileña, con los políticos tradicionales que imponían los caprichos de la voluntad a los argumentos de la razón. Joaquín Leguina no termina seguramente de reconciliarse con el hecho de que los madrileños le consideren como un presidente de su diputación. Pero tampoco parece equitativo que su pretensión de homologarse con Jordi Pujol o con Carlos Garaikoetxea tengan que pagarla de su bolsillo los contribuyentes de la comunidad madrileña.
Las críticas contra el recargo provincial del IRPF han provenido de la derecha, del centro y de la izquierda, de las organizaciones empresariales y de las centrales sindicales, de las fuerzas de la oposición (abiertamente) y del seno del propio Gobierno (discretamente). En un primer momento, Leguina resolvió atribuir las causas de esa discrepancia casi unánime a sórdidos egoísmos, inconfesables intereses y subterráneos condicionamientos. Eligiendo el papel de héroe justiciero, el presidente del Gobierno madrileño proclamó que su único objetivo era redistribuir parcialmente los ingresos de un 15% de adinerados entre un 85% de vecinos menesterosos, así como trasvasar recursos desde los municipios ricos hacia los ayuntamientos pobres. Todos quienes se opusieran al recargo deberían ser lanzados a la caverna donde el gran capital y sus mayordomos cuentan con avaricia sus tesoros.
En un segundo momento, el presidente madrileño, metido hasta los codos en la faena de descalificar a sus críticos, ha motejado de "necedad" la fundamentada afirmación de que el recargo, con la simultánea supresión de tasas de los ayuntamientos, atenta contra la autonomía municipal. También considera una "sinvergonzonería" que algunos de quienes ponen en duda la conveniencia de enterrar miles de millones de dinero público en un canal de televisión autonómico puedan estar vinculados a proyectos de televisión privada. Pero él ya ha dado una muestra de para qué quiere la televisión pública regional: en ocasión de la manifestación en apoyo de Nicaragua, la FSM decidió desconvocarla por su cuenta y riesgo a través del programa regional de la televisión del Estado, en una actitud de prepotencia -y no al servicio de intereses progresistas o populares- que recuerda peores tiempos de los que vivimos.
En toda sociedad hay, además de ricos y pobres, gobernantes y gobernados, y el sistema democrático debe garantizar, precisamente, que los gobernantes no abusen de los gobernados, no insulten a los discrepantes y escuchen sus argumentos. La injuriosa descalificación de los críticos llevada a cabo por el presidente del Gobierno, regional -tiempo habrá de ocuparse de los gastos que esos aumentados ingresos sufragan- empobrece su imagen pública y desdice de su capacidad política. Se ha escrito hasta el cansancio sobre los aspectos dudosamente constitucionales del proyecto de ley del recargo. Su improvisado texto inicial era tan chapucero que las propias autoridades autonómicas han anunciado su intención de enmendar el articulado que conculca frontalmente una de las limitaciones establecidas por la ley orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas (LOFCA) para los recargos autonómicos de los impuestos estatales, "que no podrán configurarse de forma que puedan suponer una minoración en los ingresos del Estado por dichos impuestos ni desvirtuar la naturaleza o estructura de los mismos". La Constitución y los artículos 2º y 9º de la LOFCA ofrecen sólidos argumentos -sobre los que el Tribunal Constitucional tendrá eventualmente que pronunciarse- para sostener que el recargo autonómico sobre el IRPF no puede gravar las rentas generadas, fuera del ámbito de la comunidad autónoma. Finalmente, la pretensión de establecer, en el último mes de este año, un recargo sobre las rentas percibidas durante los 11 meses anteriores de 1984 significa un espectacular desafío al principio de irretroactividad de las normas, escrupulosamente respetado hasta ahora por el Ministerio de Hacienda en su política fiscal, y una asombrosa contradicción respecto al sedicente carácter compensatorio de la supresión de unas tasas municipales cobradas ya en 1984.
El intercambio compensatorio de unas tasas municipales, destinadas a pagar unos servicios prestados, por unos impuestos autonómicos significa, en realidad, una transferencia de recursos para desnudar de alguna ropa a los alcaldes de la provincia y mejorar el vestuario del presidente de la comunidad autónoma. El Gobierno regional sobrepasaría sus competencias y haría un uso arbitrario de sus poderes al forzar a los ayuntamientos, mediante mecanismos de represalia ajenos al Estado de derecho, a derogar sus tasas. Los socialistas han olvidado que el decreto-ley de Medidas Urgentes de Financiación de las Haciendas Locales, de 1979, consensuado con el PSOE, sentó el principio de la autofinanciación de los servicios públicos mantenidos mediante tasas -como pueden serlo el alcantarillado o la recogida de basuras- y estableció la directriz de que deberían "cubrirse la totalidad de los costes en que se incurra con las aportaciones de los usuarios".
Por lo demás, las cuentas de los expertos, no refutadas todavía por el Gobierno regional, demuestran que el recargo sobre el IRPF elevaría la presión fiscal madrileña, ya que su recaudación sería superior, en varios miles de millones al importe de las tasas suprimidas, con lo que los compromisos del Acuerdo Económico y Social se irían al garete en la propia capital del Estado. Y para mayor escarnio, la supresión de las tasas municipales sería un auténtico aliviadero fiscal en beneficio de las empresas y personas jurídicas propietarias de oficinas, comercios y restaurantes, exoneradas de las tarifas de recogida de basuras y no afectadas por el nuevo recargo. Sólo hay un motivo para mantener el proyecto: la tozudez. Pero más tozudos son los hechos que el propio Joaquín Leguina. Y los hechos demuestran que el primer presidente de la autonomía madrileña está a punto de cometer lo que en términos generales se conoce en nuestra lengua como una verdadera alcaldada, que no beneficia a nadie sino sólo a él.
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