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Un módico rifirrafe

No por desconsideración, sino por causa de ausencia e inadvertencia, hasta ahora no me había hecho eco de los comentarios que Emilio Romero dedicaba hace días a un artículo mío sobre las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Y quizá fuera mejor dejarlo pasar sin respuesta, porque la colérica agresividad de sus palabras tiene poco que ver, si bien se mira, con la intención o el tono de mis reflexiones. El tono de mis reflexiones era de consternación, y no el de la beligerancia con que él se permite asociarme a ideólogos y políticos que no son de su gusto, sin haberse puesto a averiguar si acaso lo son del mío. Consternación ante la inanidad inconcebible (no soy yo quien lo dice; lo han dicho sin ambages los más autorizados comentaristas de aquel país) de una campaña para elegir al mandatario más poderoso del mundo, en cuyas manos se encuentra el destino de la humanidad.Me invita Emilio Romero a que escriba, seguramente por razones de paralelismo, otro artículo sobre Chernenko, y la verdad es que me gustaría complacerle; pero resulta que de ese señor apenas sé sino que, según Reagan proclama y yo lo creo, representa al Imperio del Mal; con lo cual, sólo se me ocurre decir: ¡Vade retro! También le gustaría a Romero que hablase yo de "algunos altos exponentes de la mediocridad española"; y aparte de que lo he hecho y lo hago siempre que me parece bien, es lo cierto que en todo hay grados, y la incompetencia es tanto más dañina cuanto mayor sea el poder del incompetente, quien, aunque otra cosa crea él, no siempre está asistido por serios aparatos de consejeros. Nixon tuvo en su tiempo la suerte, o el tino, de encomendar la dirección de su política exterior a Henry A. Kissinger, y eso salvará en las páginas de la historia su por lo demás lamentable presidencia. Hasta el momento, no ha podido advertirse nada por el estilo en el caso de Reagan.

Precisamente ha aparecido en estos días publicado un análisis de Kissinger sobre la oportunidad áurea que a Reagan le brinda su clamorosa reelección. Con todas las circunspecciones a que el político práctico se obliga, pero que no obligan en cambio a un escritor libre como yo, dirige al presidente una admonición discreta, bajo cuyos términos se advierte, latente, la misma consternada preocupación a que mi artículo respondía. Le aconseja que añada a su triunfo de "gran comunicador" (ignoro cuál sería la palabra inglesa original; es claro que eufemísticamente se refiere a sus artes histriónicas) los laureles del "gran educador", -otro eufemismo para aludir, sin decirlo, al liderato político de que tanto se habla y del que en realidad tanto se carece; liderato, no ya en el sentido de la popularidad demagógica, sino en el de una revaluación de la política exterior norteamericana conducente a orientarla de manera firme y segura; pues "los cambios de postura de Estados Unidos -son palabras del antiguo Secretario de Estado- han hecho que el país supusiera un factor de inseguridad en los asuntos internacionales". Piensa él que con una política exterior norteamericana inteligente (y yo subrayo la calificación) se podrían aliviar, si no resolver, los graves problemas del mundo actual.

Pero no voy a entretenerme en glosar, ni hace falta, las frases de quien, refiriéndose al reciente debate entre los candidatos, afirma suavemente que ambos salieron con respuestas superficiales cuando se les preguntaba por las regiones que consideraban vitales para Estados Unidos. Kissinger es un político realista, a quien, si no exasperan, sí en el fondo desesperan los palos de ciego con que su país, bajo la Administración actual, como bajo la precedente del desdichado Carter, está descalabrándose a sí mismo.

Este módico rifirrafe me ha proporcionado la confrontación de admirar, eso sí, la fe ingenua que Emilio Romero pone en las virtudes de la democracia cuando se remite a las opiniones del pueblo americano, que tan gran triunfo electoral ha dado a Reagan. Desde siempre he defendido yo los méritos de la democracia, pero no con tan ardiente y resuelto entusiasmo. Aunque el caso actual no sea ni de lejos comparable, tampoco puedo olvidar que Hitler subió al poder por la fuerza de los votos. Y Perón otro tanto.

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