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Tribuna:Historias de fin de siglo.
Tribuna
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Musical sobre Nicaragua

Manuel Vicent

Se trataba de una amenaza totalmente real. Un avión nicaragüense, de dos hélices y motor de gasóleo, no lograba nunca traspasar la barrera del sonido, pero, rateaba a media altura sobrevolando el espacio aéreo de Los Ángeles con desfachatez y tomaba fotografías con una máquina Polaroid de los puntos cruciales que quizá muy pronto iban a ser bombardeados. El miedo de la población también era verídico. Los grandes canales de televisión y las emisoras de radio daban sucesivos partes de la situación. Al parecer, varias guaguas desvencijadas repletas de milicianos que entonaban canciones revolucionarias con el puño fuera de la ventanilla subían desde las maniguas del trópico en dirección a Washington por carreteras de Segunda, e inciertas formaciones de bajeles o gabarras con cañones de bucanero, multiplicados en la imaginación popular, se hallaban listas para efectuar el desembarco en una playa del este o del oeste. Ante el inminente peligro de invasión a cargo de este ejército tan hostil, los hombres del Pentágono se habían reunido en sesión continua, los periódicos lanzaban ediciones extraordinarias, al presidente Reagan las ojeras le llegaban a la rodilla, los estrategas extendían febrilmente los mapas sobre la mesa del estado mayor y el Comité de Defensa Nacional, que llevaba sin dormir más de una semana, elaboraba el magnífico esquema de la resistencia. Los ciudadanos de Norteamérica habían sido alentados a abrir trincheras en el asfalto de las ciudades, a levantar barricadas con sacos terreros en las esquinas calientes. De hecho, todo el mundo se encontraba ya en pie de guerra y no podía verse una sola ventana que no estuviera taponada con un colchón. Por su parte, los comentaristas políticos explicaban a los oyentes la clase de enemigo que tenían enfrente.Indígenas medio salvajes

Nicaragua era un diminuto terreno, bastante lejano, cuyos habitantes, en general po bres y de poca estatura, acababan de recobrar el orgullo, se habían lavado la cara habían realizado algunas malas lecturas, se habían quitado las legañas de los ojos y, deslumbrados por la propia miseria, estaban dispuestos a atacar de forma suicida a los pueblos de la vecindad, empezando por Estados Unidos. Se trataba de unos indígenas medio salvajes con mucha fiereza en la mirada. ¿Qué se podía hacer? Antes de darse por perdido, Estados Unidos había convocado con urgencia al Consejo de Seguridad de la ONU y había pedido ayuda angustiosamente a sus amigos de Europa. De hecho, en la ONU no se vislumbró ninguna solución, pero en tanto allí parloteaban los delegados adversos con brazadas inútiles, en el occidente cristiano se habían formado unas brigadas internacionales que en este preciso instante acudían ya en auxilio de su aliado. Los diversos banderines de enganche, repartidos por todos los países industriales, no se nutrían de audaces redentores, jóvenes románticos e intelectuales aventureros, sino de gente establecida, muy formal, muy mayor y con la cartilla de ahorros en regla: verdaderos señores con abrigo loden y pluma de pato en el sombrero, damas con estolas de visón, viejos clérigos con sotana, banqueros de papo reluciente, altos ejecutivos de empresa con pasador de oro en la corbata, dulces abuelas con mechas violetas en el pelo y otros clientes asiduos de las pastelerías. Con gran fervor también se alistaban en esta cruzada de socorro a Estados Unidos los políticos de derechas, los líderes centristas, los cancilleres socialdemócratas, los jefes de gobierno socialista y un resto de personal cualificado que tiene prohibida la carne de cerdo en las comidas, aunque para esta excursión repartían bocadillos de pan ácimo. Presidiendo los batallones de voluntarios podía verse a Margaret Thatcher, a Helmut Kolh, a Frangois Mitterrand, a Felipe González, a Bettino Craxi, a Manuel Fraga y a Mario Soares, junto con héroes de la canción, divos del cinema, artistas de la literatura y muchos famosos de las revistas del corazón a quienes el grito de las armas había sorprendido en plena temporada de esquí en los Alpes. Otros sólo colaboraban a través de la organizaciones de silencio. Desde el Vaticano hasta la abadía de Canterbury se había extendido un hermetismo compacto, y mientras tanto las brigadas internacionales iban llegando a Nueva York en sucesivos barcos o en aviones de puente aéreo, y todos cantaban a coro fragmentos wagnerianos y baladas de vaquero.

En el teatro de Broadway estaba a punto de levantarse el telón y por cajas corría el nerviosismo propio de un gran estreno musical. En los camerinos se daban la última mano de maquillaje las estrellas, se oían las voces del regidor, sonaban los timbres de aviso y por los pasillos deambulaban envueltos en perfume los distintos cuerpos de baile: guerrilleros con sedas verdes muy ceñidas, paracaidistas con chorreras plateadas y macutos de amianto, soldados revolucionarios con el diseño del Che Guevara servido por la firma Saint Laurent, mercenarios rubios con el casco militar lleno de flores, instructores rusos de mirada torva bajo el sombrero de fieltro.

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-iMíster Hope! ¡Míster Hope! ¡A escena!

-¿Todo listo?

-¡Maldita sea! ¡Ese foco!

-¿Qué sucede ahora?

-Iluminen completamente el decorado del fondo. Hay que echarle toda la luz a la selva.

-¿Así?

-Un poco menos. Esto no es un incendio.

-iMíster Hope! ¡Míster Hope! ¡A escena!

El público más elegante que uno pueda concebir abarrotaba este espectáculo de Broadway donde a los invitados se les ser vía una botella de champán en forma de misil. De pronto se hizo la oscuridad en la sala, estalló el primer acorde de la orquesta y una inmensa coreografía incandescente en escenarios rotatorios de varios planos, altillos y pasarelas comenzó a agitarse al son de los desgarrados trombones de varas y grandes baterías de música brutal. Adornado con un chaqué azul eléctrico con lentejuelas, el actor Bob Hope se acercó a las candilejas para ser elevado sobre un poyo luminoso con la sonrisa entre las dos orejas, mientras bailaba un número de claqué y se sacudía los zapatos con un bastón fosforescente. Realmente, el espectáculo consistía en una guerra. A la izquierda del foro aparecía un panel electrónico con todos los botones rojos parpadeando señales de alerta. En las fachadas de unos rascacielos se proyectaba la sombra de un aeroplano nicaragüense de dos hélices en misión de reconocimiento y por la derecha se veía llegar una flota remando en botes de cartón. Una potente melodía lo acaparaba todo. Los papagayos emitían gritos tropicales mezclados con el canto de grillos en la selva, y allí se encontraba un corro de guerrilleros barbudos con ojos de fuego tramando un plan de ataque. En un decorado de la Quinta Avenida de Nueva York ciudadanos normales simulaban abrir zanjas en el asfalto o levantar barricadas en las esquinas y otros ponían el colchón en las ventanas.

-¿Qué es eso?

-Camiones.

-Parecen de verdad. Resulta increíble.

-¡Se nos están echando encima!

-El efecto es fascinante.

-Estos tipos van a ganar.

Truenos de bombas

Ejecutando pasos de baile moderno por las diversas rampas ascendían soldados revolucionarios, desde el cielo caían paracaidistas y un estruendo de cazabombarderos, carros de combate con inscripciones soviéticas y el tableteo de ametralladoras checoslovacas, todo bien conjuntado con la orquesta de un centenar de profesores, hacía vibrar el vientre de los espectadores. Daba la sensación de que el ejército de Nicaragua iba a apoderarse de la civilización occidental y Bop Hope estaba allí para impedirlo. Con el bastón fosforescente apuntaba hacia el Consejo de Seguridad de la ONU, que a renglón seguido se ponía a cantar una melodía sentimental, de tipo campestre, o acuciaba a los hombres del Pentágono, y entonces ellos realizaban un número de ballet muy aplaudido. La primera parte de la función se cerró con una danza masiva y descoyuntada bajo truenos de bombas y el sonido de maracas ardientes. Los guerrilleros de la revolución, aunque acicalados con sedas y boinas de terciopelo, habían alcanzado su objetivo. Prácticamente todo el territorio de Estados Unidos se encontraba en poder de Nicaragua.

-¿Más champán?

-Oh, sí, gracias.

-¿Te gusta, querida?

-Qué.

-El musical.

-La coreografía está bastante bien. Tal vez demasiado realista. Al enemigo se le ve muy guapo.

Pero en el segundo acto cambió el panorama. Cuando los nicaragüenses ya se habían aposentado en la conquista y celebraban la victoria bebiendo el ron de la cantimplora, en el horizonte, tenuemente, comenzó a sonar una especie de coro vikingo que se dilataba en el espacio por momentos. Todas las pasarelas se iluminaron y por distintos puntos del foro los invitados al estreno vieron aparecer prietos batallones de señores maduros con abrigo loden y una pluma de pato en el sombrero, damas con estolas de visón, viejos clérigos con sotana, altos ejecutivos de empresa, abuelitas visionarias y lindas muchachas que el día anterior habían ido a la peluquería. Las brigadas internacionales acababan de llegar en auxilio de Estados Unidos y sus componentes venían cantando un fragmento de Wagner capitaneados por Bob Hope, resplandeciente de lentejuelas. Por las rampas de escena, moviendo las caderas, bajaban Margaret Thatcher, Helmut Kolh, François Mitterrand, Bettino Craxi, Mario Soares al frente de respectivas comparsas de carnaval, y entonces el teatro de Broadway se llenó de un color inenarrable. Plumas, mallas, bailarinas de largas piernas, penachos, bisutería, cañonazos de luz y de música, paneles con hirvientes señales rojas de alerta, rayos láser, relámpagos de muslos femeninos.

Ante semejante avalancha, los guerrilleros nicaragüenses habían huido sobrecogidos de pavor.

-¿Ves lo que yo veo?

-Sí.

-Aquel de allá es Felipe González.

-A su lado está Fraga.

-Vienen bailando como los boys de la revista de La Latina.

-Eso es.

Después de una poderosa: danza en común se incendió la escalinata principal del escenario por donde se arría a las superestrellas en la apoteosis. En un momento los jefes de fila de las brigadas internacionales y los máximos políticos de occidente abrieron un pasillo en el borde de la rampa, señalando con el brazo en alto la gran aparición. Se corrió la cortina y desde allí arriba inició el majestuoso descenso el presidente Reagan, con calzas negras, corpiño de oro, los mofletes pintados de azul, los zapatos de tacón de aguja, el casco de gladiador y una capa de pavo real. Reía a carcajadas dentro del estallido de la música. Estados Unidos se había salvado. Ahora aquellos salvajes de la selva iban a recibir su merecido.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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