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Tribuna:Elecciones en Estados Unidos
Tribuna
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Televisión y política: oír con los ojos

Lo que más sorprendió después del primer debate Reagan / Mondale no fue que el presidente no cometiera alguna de esas enormes torpezas políticas tan frecuentes en él, sino que el actor interpretase mal su papel: dio muestras de cansancio, olvidó su texto, no contestó a tiempo... Y ese fallo de interpretación le ha costado más caro que cualquiera de sus decisiones de gobernante, hasta las más impopulares. En los días siguientes bajó casi 10 puntos en los sondeos y la Prensa se atrevió a preguntar si a Reagan no le habría llegado la hora de la senilidad.Ha habido que esperar al debate del 21 de octubre para que la opinión pública restituyese al presidente la confianza perdida. ¿A causa de su sabiduría en materia de estrategia internacional? En absoluto. Reagan desconoce tales cuestiones; pero en el curso del debate hizo gala de nuevo de sus dotes de actor, mostrándose dueño de sí y haciendo humor a expensas del adversario. Estos dos enfrentamientos televisados confirman que en nuestra era de la política-espectáculo los recursos del arte dramático resultan electoralmente más rentables que un buen conocimiento técnico de la política.

No deja de asombrar que el destino de la principal democracia del mundo dependa de una buena o mala actuación ante las cámaras. En tales debates -mitad ficción, mitad lidia- lo que juzga el público es la calidad fílmica de los protagonistas: comportamiento, mímica, maestría del lenguaje, aplomo... Efectos que, obviamente, un actor consumado domina mejor que un profano. La televisión es una máquina que lo transforma todo en cine, y en actores a los hombres políticos que en ella aparecen. Y como tales, volens nolens, los juzgan los telespectadores.

De hecho, el arte dramático forma parte ya de la formación básica de un político profesional. Y en muchas facultades de ciencias políticas ya se están impartiendo cursos de comunicación televisiva. Recetas de marketing político y no argumentos socioeconómicos o ideológico-culturales: la importancia del color de la camisa, el tono de la chaqueta, de la corbata, la calidad de la elocución, en ningún caso mostrarse sensible a los argumentos del adversario (pero tampoco ser cruel con él), tratar de ser inteligente, generoso y, en la medida de lo posible, gracioso. Y además corresponder a los cánones dominantes de belleza. En suma: el cerebro de Roosevelt y el aspecto de Robert Redford.

Como resulta obvio que todas esas cualidades difícilmente se hallan reunidas en muchos políticos (a pesar de los milagros de la cirugía plástica), los que por lo menos poseen el físico se convierten frecuentemente en los soportes de verdaderos profesionales de la política, los cuales, entre bastidores, reflexionan, organizan, planifican y, en suma, deciden.

La política, en las grandes democracias que han erigido la libertad de expresión en suprema divinidad (cuyo verbo se hizo televisión), es obra cada día más de los consejeros del príncipe. Y la lógica de la elección-seducción ha convertido al príncipe, a menudo, en simple ejecutor. "Reagan es un actor", declara un consejero del presidente norteamericano. "Está acostumbrado a que lo dirijan y a que lo pongan en escena. Sabe colocarse y cómo decir un texto. Lee con elegancia y sabe cuándo detenerse para suscitar los aplausos".

Que un presidente se haga aconsejar en materia de comunicación audiovisual no resulta nada nuevo. Ya en 1896 el candidato republicano William Mac Kinley utilizó masivamente, como arma electoral, dos películas apologéticas, producidas por la American Biograph, y ganó brillantemente las elecciones presidenciales sobre el candidato demócrata Bryan, que, imprudentemente, había subestimado las virtudes del naciente séptimo arte.

A partir de Franklin D. Roosevelt todos los presidentes han sido asesorados por expertos en propaganda. Pero ni siquiera Kennedy o Nixon, consiguieron resultados tan prodigiosos como Reagan, gracias a sus consejeros David Gergen (que ya dimitió) y Michael Deaver.

Este último es un maestro en el arte de colocar a Ronald Reagan frente a las cámaras de manera que su imagen, tomada -libremente- por fotógrafos y operadores, sea inevitablemente favorable y halagüeña. Él sabe que el telespectador oye con los ojos y que la imagen oblitera la voz. Deaver fue quien organizó la puesta en escena de esas imágenes del presidente norteamericano que dieron la vuelta al mundo, en la frontera entre las dos Coreas, vestido con chaleco antibalas y casco militar y observando a los comunistas con prismáticos. Deaver había previsto hasta los mínimos detalles: en el suelo, unas marcas indicaban a Reagan dónde debía colocarse por dónde debía andar para hallarse siempre iluminado por el sol.

Todo ello confirma que hoy las intervenciones públicas de las personalidades políticas se preparan según las exigentes leyes del espectáculo. Cada aparición va precedida por todo un condicionamiento de la opinión pública; se dramatiza, se previene, se alerta... para mejor conseguir el show

El político vive hoy en un escenario, en permanente campaña electoral. Vigilado constantemente por objetivos. Obsesionado por su imagen de marca, preocupado por su léxico, su dicción, su aliño. O sea, aprende un papel de la comedia del poder. Y relegado a su sitio, inmóvil, de mero espectador, el pueblo cada día se aburre más por la monotonía de la farsa.

Ignacio Ramonet es profesor en la universidad París VII y autor de La golosina visual. .84

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