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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La India no Rajiv

"INDIRA ES India, India es Indira" salmodiaban las multitudes en los ritos funerarios por la desaparecida prfinera ministra. Exactamente que eso no es verdad es lo que debe demostrar el nuevo primer ministro de la Unión India, Rajiv Gandhi, hijo de Indira.Si la democracia parlamentaria ha de sostenerse en el vasto subcontinente indostánico, si el Estado federal de la India ha de demostrar su capacidad de remontar los escollos de la violencia sectaria y tribal; si el país, en definitiva, ha de seguir siendo viable, todo ello implica que el gobierno de Rajiv demuestre que la India no erá una nada prendida con alfileres por una voluntad dinástica, encarnada primero por el padre de Indira, Jawaharlal Nehru, y continuada por la líder asesinada. Paradójicaniente, Rajiv tiene que gobernar como algo más que el continuador de una estirpe, aunque todo el mundo acepte que si está ahora en el número 1 de Safdarjang Road -el 10 de Downing Street para la ex colonia británica- es porque su madre le designó hace apenas cuatro años para iniciarse en la carrera de sucesor.

Como señalaba el novelista indio en lengua inglesa Salman Rushdie, a la muerte de Nehru en 1964 la opinión se preguntaba, después de Nehru ¿quién?, mientras que a la muerte de su hija hay que preguntarse, después de Indira ¿qué? Efectivamente, el quién está respondido, aunque de una manera que por lo apresurada revela el temor, el desconcierto, la necesidad de aferrarse a una imagen de marca que con todas sus impropiedades y equivocaciones ha sido capaz de mantener la idea de un destino común para los 740 millones, de ciudadanos de la Unión. Falta ahora darle respuesta al qué.

En sólo dos breves períodos ha estado la India bajo el mandato de primeros ministros ajenos a la familia Nehru-Gandhi. Entre 1964 y 1966 con Lal Bahadur Shastri, una figura que ya se estimaba como de transición aunque un fallo cardiaco no hubiera obligado al relevo en tan corto lapso de tiempo. Y entre 1977 y 1980, con la única, derrota experimentada hasta la fecha por el partido de los Nehru-Gandhi, el Congreso, período en el que gobernaron varios primeros ministros de la desunida oposición, todos ellos tránsfugas del gran partido gubernamental. Ni uno ni otro plazo han servido, el primero por su carácter de salto entre dos épocas, y el segundo por el espectáculo deplorable de riñas de café pero con miles de millones en juego que dieron sus dirigentes, para acreditar la idea de que, mande quien mande, la India es un valor consagrado. Tiene que ser ahora Rajiv, mucho más indio -con toda su europeización voluntariamente elegida- que su madre y que su abuelo, quien trate de demostrar que la India sólo necesita encarna ciones mitológicas en el espacio acotado de las prácticas religiosas. Ante sí tiene también la tarea de que el Estado funcione como garantía de la ley y el orden y de la no discriminación desde su altura laica de los diversos credos, lenguas y culturas que cobija. Si Rajiv Gandhi sólo quiere o puede ser una versión travestida de su madre, todo parece indicar que el encantamiento dificilmente será de los que admiten segundas partes. Es preciso que, aceptada una legitimidad de partida, haya un proceso subsiguiente de legitimación por las obras.

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Si, sobre la ola del afecto y del dolor desencadenado por la desaparición de Indira Gandhi, el nuevo primer ministro remonta lo que se vaticinaba como un grave retroceso del Congreso en las elecciones previstas para antes del próximo 15 de enero; si a favor de tan dramáticas circunstancias el electorado recondujera una mayoría suficiente de Gobierno para el partido bajo la dirección de Rajiv Gandhi, el nuevo primer ministro gozaría de una excepcional oportunidad de normalizar la India. No tan sólo de presidir sobre el restablecimiento de la paz entre las comunidades, sino de gobernar sin el componente de una magia imperial, como cualquier elegido por el sufragio de todos. En caso de que, por el contrario, la coalición anti-Congreso obtuviera la victoria, habría que concluir que, pese al sobresalto nacional provocado por la muerte de Indira Gandhi, el electorado rechazaba la tentación dinástica. La hora sería entonces de probar lo que los más pesimistas ponen en duda: que sin una figura carismática y deificable la Unión India sea posible.

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