Una muerte anunciada
La primera ministra india, Indira Gandhi, firmó su sentencia de muerte cuando, en junio pasado, dio la orden de asaltar a sangre y fuego el Templo Dorado de Arnritsar, el santuario de los sijs.La profanación de este vaticano de la religión sij, sincrética entre la hinduista y la musulmana, conmocíoné a los aproximadamente 12 millones de miembros de la secta que viven en la India.
La emperatriz Indira tomó una decisión hasta entonces impensable: violar el recinto sagrado para detener a los extremistas que estaban refugiados en el Templo Dorado.
Sant Jarnail Singh Bhindrariwale, un santón extremista de 34 años, descendiente en línea directa de uno de los más famosos guerreros sijs, cumplió su palabra, tantas veces dada en entrevistas con la Prensa extranjera, y murió en el asalto. Pronto se extendió la leyenda en las fértiles tierras del Estado de Punjab, el granero de la India, donde habita la mayoría de los sijs, de que el santón estaba vivo, de que había escapado milagrosamente indemne entre los centenares de cadáveres, y de que buscaba venganza.
Indira Gandhi se comportó como el aprendiz de brujo en sus maniobras con los sijs. Las reivindicaciones de la secta eran religiosas, económicas y políticas. Los sijs no sólo pedían el mismo trato para su religión que para la hindú, o que se prohibiera la venta de alcohol y tabaco en los alrededores del Templo Dorado, o el derecho a portar el kirpan -el cuchillo ceremonial que su religión les obliga a llevar siempre encima- en los aviones de Indian Airlínes. También querían una mejor parte en la distribución del agua de riego del Punjab, una autonomía de gobierno, y el reconocimiento del punjabí como lengua oficial del Estado.
Los grupos más extremistas comenzaron ya a reivindicar el Jalistán, un Estado independiente que ocuparía el actual Punjab, además de buena parte de Pakistán, y tendría como capital a la histórica ciudad de Lahore.
Cuando Indira Gandhi comenzó a ceder ante las demandas menos comprometidas de los sijs ya era demasiado tarde. Los extremistas habían pasado a la lucha armada, que tenía dos vertientes: una, religiosa, contra los hindúes, y otra política, contra el centralismo de Nueva Delhi. El hecho de que el presidente de la Unión India, Giani Zail Singh, sea de religión síj o de que los moderados del Akali Dal traten de conseguir sus reivindicaciones a través de la resistencia pacífica, en el estilo de Gandhi y Nehru. contra el Imperio británico, no sirvieron para detener el bailo de sangre. Todo culminó con la audaz decisión de asaltar el Templo Dorado.
Ayer, Amrit Singh, portavoz de la Organización Mundial Sij, Peclaró a los periodistas en Los Angeles (EE UU): "El asesinato de Indira Gandhi es justicia hecha por la gracia de Dios, y el comienzo de la desintegración de India".
La primera ministra, sin saberlo, había firmado su propia sentencia de muerte.
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