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Los símbolos y el patrimonio común

De vez en cuando salta, como una liebre huida, la noticia acerca del auténtico y un tanto misterioso descubridor de las Américas, nauta anticolombino al que la historia no ha prestado suficiente atención a juicio de su valedor contemporáneo nuestro. Estos gloriosos y sorprendentes personajes suelen pertenecer al tipo ideal del aventurero perdido en su afán de entrar a saco donde le dejen, y proceden, por lo común, de cualquiera de los pueblos ribereños del Atlántico europeo, desde Noruega a Portugal. Indefectiblemente comparten otra características, ahora en absoluto ajena a sus condiciones personales: la de ser utilizados como armas arrojadizas en contra del nombre y la figura de Cristóbal Colón.Tarea vana. El descubrimiento de América, es decir, la aventura indiana de Colón, poco tiene que ver con supuestas hazañas dignas de figurar en el libro de los récords publicado por Guiness. Es posible que varias décadas, o Incluso algunos siglos antes, un vikingo azotado por el temporal acabara varando en una tierra inhóspita y desconocida que, a lo mejor, hasta formaba parte del continente americano. Colón no hizo nada semejante y su viaje merecería igual consideración en nuestra memoria, incluso en el supuesto difícil de admitir (y por cuestiones no ya tan sólo técnicas, sino hegelianamente próximas al espíritu de los pueblos), esto es: en la casi imposible situación de un descubrimiento en dirección contraria, o sea, de la Europa postrenacentista y por los indios que tripulando sus canoas hubieran desembarcado, con mutuo y muy cumplido pasmo, en nuestras playas.

Colón no fue un descubridor más, ni tampoco un descubridor sin más ni más. El título de almirante que recibió en vida retrataba mucho mejor que cualquier otro el sentido que tuvo para sus contemporáneos la empresa americana. Para nosotros -y con nuestros ojos de hoy- su gesta es un compromiso. En el mundo soplan vientos muy diferentes de los que le llevaron en pos de la gloria y las riquezas (poco importa señalar si en orden quizá inverso), y los valores que se proclaman hoy como universales hablan mal y con no demasiado respeto de las colonizaciones. Dejemos de lado el fácil juego de palabras y la bufa afición a las etimologías. El caso es que Colón inició la presencia española en América y que, junto a la indudable huella cultural que eso supuso, está también presente una historia paralela de codicias y violencias rayanas en el genocidio.

Raro es el pueblo europeo que puede presumir de una historia limpia en ese sentido. Y bien estúpido resultaría ahora el iniciar las hipócritas y gratuitas ceremonias de la confesión colectiva. Sí resulta imprescindible, sin embargo, el rodear las celebraciones de cuanta meditación serena haga falta para evitar errores actuales, ya que los errores históricos, al fin y al cabo, siempre acaban convirtiéndose en materia de festejo.

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Pues bien, hoy se nos propone la figura de Colón como pretexto de una España contemporánea que se proyecta en una doble hipótesis, por igual comprometida y difícil. Una España que busca en el otro lado del mar un papel protagonista ante naciones entre las que se encuentran, sin duda, las que van a protagonizar las grandes aventuras humanas del siglo próximo. Una España que, paralelamente, se retrata en gestas como las de Colón para buscar identidades propias y últimamente puestas en tela de juicio desde sus mismas entrañas. Ambas tareas son, de cierto, difíciles y arriesgadas, y quizá por eso nada tan oportuno como el símbolo de un hombre que supo hacer de las dificultades y el riesgo sus cartas de gloria.

Las dos hipótesis cuentan, para nuestra desgracia, con el precedente del abusivo uso de un concepto de imperio y una idea monolítica de Estado, que fueron, en tiempos aún próximos y confusos, referidos al esplendor inaugurado en nuestra historia por la pasmosa hazaña de Colón. Es ése un equipaje de difícil manejo, pero que no debería desanimar, por esa única razón, a quienes hoy hablan del nuevo proyecto de España. Los símbolos son patrimonio de los pueblos, al margen de los malos usos que se pueda hacer de ellos. Aun así, la trágica pantomima inmediatamente pretérita ha sido suficiente para avisar a no pocos españoles de un nuevo peligro, ¿imperial?, cada vez que se saca a escena la imagen del almirante de Castilla y del Océano. Y en esa idea se han lanzado últimamente desde Mallorca descalificaciones ante unos actos oficiales del Día de la Hispanidad en un ámbito geográfico perteneciente a la Corona de Aragón y, por tanto, ajeno strictu sensu a la aventura americana. Pienso que el rigor histórico no es hoy más que un pretexto político y que Colón es asumible por parte de todos aquellos españoles que crean en cualquiera de esos dos proyectos de los que hablaba antes: el externo y el interno. Quiero también proclamar mi absoluto respeto hacia quienes opinan en tales materias de forma contraria y apuestan por una España desmembrada o vuelta de espaldas al continente americano. Creo que se equivocan, pero sus fines son del todo legítimos en la medida en que se sirvan de medios también acordes con la legitimidad. Aun así, quizá fuera mejor para el buen entendimiento de todos que esos legítimos fines no se ocultasen en la descalificación del almirante. Querámoslo o no, Colón es patrimonio de todos.

1984.

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