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El mito de 'la' libertad

Lyberty, freedom -libertad- son dos palabras muy destacadas en el diccionario político y ético de este país (Estados Unidos), que se denomina como the land of the free, "la tierra de los libres". La estatua de la Libertad es quizá el tótem de esta tribu más querido, respetado y venerado. Tanto Mondale como Reagan, desde los púlpitos televisivos del burro demócrata y del elefante republicano, en las dos grandes liturgias de sus respectivas convenciones, han intentado pescar el voto del americano -así llamado- con el mismo cebo: la libertad. En las olimpiadas de los valores espirituales, que aunque parezca mentira preocupan mucho al hombre materialista de la era de los ordenadores, los estadounidenses están íntimamente convencidos de tener en posesión permanente la medalla de oro de la libertad. "Este país será lo que sea. Habrá crímenes, contaminación y drogas, pero es un país libre. ¿Dónde hay un país más libre que el nuestro?". La creencia en la superioridad de este bien invisible alimenta, sin duda, diariamente el estómago ético de los miembros de la tierra de los libres.¿Pero se trata de la libertad o de nuestra libertad, a expensas de vuestra libertad? La libertad no excluye a nadie y, como el oxígeno, es un bien común de todos. Pero nuestra libertad excluye a los que no son miembros de esta cofradía y exige una ausencia o mengua de este bien en los que son menos libres. Si los estadounidenses pueden gozar paladeando su medalla de oro del país más libre del mundo, quiere decirse que los demás miembros de otros países deben contentarse con una medalla de plata, de bronce o sufrir su condición de menos libres. No coincide la libertad de los estadounidenses con la de los demás, ni la libertad del gato con la del ratón, ni la del rico con la del pobre, ni la de la guapa con la de la fea, ni la del sabio con la del necio, ni la del espermio que gana con la del que pierde. No hay más sin menos; no hay ganador sin perdedor. La ley del juego es cruel por naturaleza.

El cerebro es un ordenador genéticamente programado con unos mecanismos emocionales sujetos a leyes biológicas tan rígidas como las leyes físicas o químicas. Una de estas leyes es la ley del juego, la ley del ganador y del perdedor. Paga el ordenador cerebral una dosis de placer a todo ser humano en la medida en que es / tiene algo más que otro ser humano, y azota con una sensación ingrata al que es / tiene menos y, además, con una intensidad proporcional a los grados de ganancia / pérdida. Nadie puede alterar un ápice el rigor de esta ley genética, emocional, biológica, social, matemática, ineludible, inalterable. El individuo no tiene arte ni parte en el diseño y funcionamiento de esta ley, a cuyo imperio está sometido, como una planta está sometida a las leyes de la luz y del alimento de la tierra. Cada vez que el cerebro es informado de que su dueño y esclavo es algo más que otro en el dominio que fuere, le paga un cheque emocional grato. Cada vez que el cerebro se entera de que su inquilino es menos que alguien en algo, le incordia con una sensación incómoda. No puede el ser humano suprimir el dolor de muelas ni el dolor del ser menos. El tema no es ser, ni ser libre, sino ser más o ser más libre.

El ser humano, como fulano de tal y como miembro de su colmena, está empeñado en todo momento en medirse con los demás, en ganarles, en tener más, en ser más. La libertad está en juego: es el juego del ser más o menos.

El encarcelado se mide con el que se pasea libremente en la calle. Pierde la partida con enorme ventaja. Su cerebro le castiga. A continuación se mide con otro encarcelado que está en una celda de castigo. Gana la partida. Su cerebro le premia. Se compara con el encarcelado que sale mañana de la cárcel. A él le quedan cinco años. Pierde la partida y sufre. Se mide con un recluso de 25 años condenado a cadena perpetua. Gana y goza. Ésta es la ley. Está la araña tejiendo con esmero y con oficio una tela invisible para atrapar a la mosca. Si cae la mosca, la araña ha ganado la partida y goza, mientras la mosca ha perdido y sufre. Si la araña a continuación hablara de la libertad y de la estatua de la Libertad y otras monsergas ético-románticas, una mosca medianamente avisada le podría parar los pies: "Mire usted, mi que-

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rida araña: hable de su libertad, pero no de la libertad. A nosotras, las moscas, su libertad nos da cien patadas en la barriga, como usted comprenderá". Si les preguntamos a los de Hiroshima y Nagasaki que cayeron como moscas en la red atómica qué opinan de la libertad que predican los americanos, sospecho que respondan algo parecido. ¿Libertad? Bien. Pero, ¿de quién y a costa de quién? Éstas son las preguntas. La libertad es un bien disputado entre humanos, entre animales (a veces entre humanos y animales). Se encuentra un ser humano postrado en cama: ha perdido la libertad de andar, de comer, de ver una película. Ha disminuido mucho su libertad. En cambio, millones de bacterias han ensanchado los dominios de su libertad a expensas del pobre paciente. Están comiendo y haciendo el amor como nunca. Si fueran humanas, las bacterias tal vez darían gracias a Dios, sin percatarse de que Dios es también padre del paciente; tal vez inventarían el mito de la libertad para tranquilizar su conciencia, sin percatarse de que su libertad no coincide con la del pobre enfermo, a quien están haciendo la pascua.

No creo que el mito de la libertad sea algo americano. Supongo que se trata de un viejo invento humano. Un lobo se enfrenta con otro en una campaña electoral presidencialista. El que pierde adopta la postura de la hembra, y el otro le monta ejerciendo una seudocópula. Es un rito jerárquico de investidura presidencialista, como ocurre entre los humanos. (No tiene que ponerse Carter a cuatro patas, pero en todas las culturas se emplea un verbo tabú que hace alusión a la cópula: el que gana ejerce el oficio activo.) Pero a continuación nos suelta el lobo ganador un rollo ético-religioso sobre la igualdad, la democracia y la libertad. El ser humano parece acuciado por un mecanismo especial que le empuja a cubrir sus vergüenzas éticas. No debe admitir que es más libre que el otro a expensas del otro. No debe admitir que su colmena ha ganado el juego de la guerra a otra colmena, a no, ser que sea en nombre de la libertad, de la igualdad, de la democracia, de Dios.

"Bueno, ¿por qué no se nos da a todos los espermios un ovocito, y así no tenemos que correr todos en una carrera alocada en la que sólo uno puede ganar? Así seríamos todos iguales; todos igualmente libres". Esta pregunta me hace un espermio. Le contesto que él y yo estamos sometidos al imperio de esta ley. La diferencia estriba en que él no puede descubrir esta ley ni le preocupa la ética ni la religión. No siente necesidad de encubrir nada ni de justificarse. Aquí nos topamos con el homo éthicus y el homo religiosus, otras dos fronteras genéticas. Está el hombre instado genéticamente a ganar, a aumentar su libertad, pero también está presionado con unos resortes éticos que no preocupan al mono. Tuve el honor de cenar con sus majestades los Reyes de España en 1977. A mi derecha estaba sentada la reina Sofía. .¿Por qué ha titulado su libro Las reglas del juego?", me preguntó. Le expuse estas ideas mías acerca de la programación genética del hombre como instado a ser más, a ganar, con objeto de crear jerarquías dinámicas: "Manda el que gana en cada momento". "Mire, Majestad, incluso la vida misma cristiana es un juego que desemboca en ganadores y perdedores. Los santos se llevan la medalla de oro; son la clase alta del cielo. Luego viene la clase media: los que han seguido a Cristo, pero a distancia, gozando de esta vida. Finalmente, los perdedores van al infierno". "Pero", me objetó la reina Sofía, "¿cree usted que un santo se preocupa de ganar el juego?". "Claro, Majestad", contesté. "Pero entonces no es un santo", añadió esta Reina nuestra, haciendo honor a su nombre, Sofía (sabiduría en griego, como sabe el lector). Seguimos por un momento en silencio tomando el consomé. "¡Qué corte!", pensé para mis adentros. ¿Puede el ser humano desprenderse de la ley del juego? Puede vivir sin intentar ser más rico, más guapo, más listo, mejor periodista, mejor comunista, más libre, más santo que los demás? ¿Es el santo la excepción a esta regla? ¿Cabe la excepción a la regla? Tiene miga antropológica la objeción de la Reina.

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