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Del mono al hombre

Si la pregunta "¿qué es lo que hace humano al hombre?" fuese propuesta al filósofo Cassirer, al neurofisiólogo Pribram y a la antropóloga cultural Langer, es seguro que los tres responderían al unísono: "Lo que hace humano al hombre, lo que en último término diferencia a la especie humana de todas las restantes especies animales, es su capacidad para crear y utilizar símbolos". Para vivir en su mundo, el animal utiliza signos y no pasa de ahí; el hombre, en cambio, puede utilizar -más aún, se ve obligado a utilizar- signos y símbolos. Signo: toda cosa cuya percepción nos remite a la que naturalmente la ha producido. El humo es signo del fuego, el trueno lo es de la tormenta, etcétera. Símbolo: toda cosa a la cual un grupo humano atribuye convencionalmente una determinada significación. La bandera es símbolo de la patria, la cruz lo es del cristianismo, y la palabra luz es la convención simbólica con que los hispanohablantes nombramos la claridad percibida o perceptible. Que tal atribución sea consciente y deliberada, como en el caso de la bandera, o inconsciente e indeliberada, como en el caso de los símbolos oníricos, es, desde luego, cuestión importante, mas no cuestión fundamental.Ahora bien: ¿la definición del hombre como animal simbolizador, tan evidente cuando se trata del homo sapiens, sea éste el de Altamira, Shakespeare o Joan Miró, es igualmente aplicable en el caso del homo habilis, el remotísimo abuelo o tío-abuelo nuestro, cuya habilidad se reducía a quebrar guijarros para utilizar como instrumentos de uso diverso los fragmentos resultantes? Vale la pena pensar sobre ello, si queremos saber lo que en último término es el hombre.

Junto a un puñadito de restos óseos con apariencia hominoidea, el paleontólogo descubre un pequeño yacimiento de lascas toscamente talladas. ¿Tales restos, tales piedras, delatan con total certidumbre la condición humana del animal a que pertenecieron? ¿Ese animal era en verdad un hombre, un homo habilis, o sólo un australopithecus habilis, un mono antropoide capaz de quebrar quijarros para mejor resolver sus necesidades? A juzgar por las discrepancias entre los doctos, no siempre podrá darse una respuesta terminante; cuando es rudimentaria, la talla de guijarros no constituye un monopolio de la especie humana. En cambio, si junto a esos restos óseos aparecen indicios reveladores de un fuego artificialmente producido o de un elemental rito funerario -como de manera evidente acontecerá al convertirse el homo habilis en homo erectus-, la condición humana del anónimo titular de tales restos no ofrecerá la menor duda. Lo cual nos plantea estas dos arduas cuestiones: sólo atenidos a la existencia de piedras talladas, ¿cuándo y cómo podremos aflirmar que unos restos óseos proceden realmente de un animal humano y no de un simio especialmente inteligente?; ¿la peculiaridad que la especie humana introduce en la talla utilitaria de guijarros exige para ser satisfactoriamente explicada la concepción del hombre como animal simbolizador?

A reserva de lo que sobre el tema puedan decir los especialistas en él, yo pienso que una piedra utilitariamente tallada es con seguridad obra de un hombre y no de un mono cuando su aspecto permite afirmar que en ella se expresa, todo lo tenue y toscamente que se quiera, cierta intención artística -la voluntad de arte de que hace años hablaron los teóricos de la pintura-, o que la fabricación de la piedra tallada es consecuencia de una transmisión por vía de enseñanza de la habilidad para tallarla. Voluntad de arte y tradición histórica -el doblete enseñanza-aprendizaje es la forma más primitiva del proceso histórico- constituyen, a mi modo de ver, las más elementales señales de la procedencia humana de un objeto material. En suma: una piedra tallada con pretensión de belleza y no sólo con apetencia de utilidad, o con habilidad metódicamente aprendida y no ocasionalmente improvisada, es la primera expresión en el tiempo de una conducta real y verdaderamente humana.

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¿Tal conducta supone necesariamente la capacidad de simbolizar? ¿Es un símbolo propiamente dicho la rudimentaria belleza lograda por esa incipiente voluntad de arte? Sí y no. Sí, en cuanto que, inventada por su primerísimo artífice, esa belleza tenía sus destinatarios inmediatos en los miembros del grupo a que el artífice perteneciera; era a la vez creada y convencional. No, porque, en cuanto que objeto bello, la piedra tallada no era -o no tenía por qué ser- expresión simbólica de una cosa ajena a ella. Algo más elemental y primitivo que el verdadero símbolo y algo más específicamente humano que el puro signo hay en las creaciones del hombre actual y tuvo que haber en los artefactos del homo habilis.

Previamente a cualquier interpretación filosófica, tres son, a mi juicio, las notas factuales que dan carácter real y verdaderamente humano a la vida y la conducta: la abstracción, la libertad y la donación. Abstracción, como acto de reducir una cosa, la que sensorialmente se percibe, a una ficción imaginativa apta para conocerla, modificarla y manejarla. En el caso del homo habilis, la conversión mental de la piedra vista en proyecto de piedra tallada; algo de lo que ni el australopiteco era capaz ni lo son los chimpancés actuales. Libertad, como posibilidad de opción, dentro de la situación en que se existe, entre una determinada línea de conducta y otra distinta de ella; opción que lleva consigo la conjetura de lo que según cada una de tales líneas de

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conducta puede suceder. ¿Cómo esta primaria forma de la libertad se manifestó de hecho en el homo habilis y en el homo erectus? Nunca lo sabremos. Donación, como entrega de lo que se tiene o se sabe a alguien distinto del donante, próximo a él o de él remoto. La continuidad temporal de la invención, la enseñanza y el aprendizaje -no la pura imitación o el simple adiestramiento- hizo ser al homo habilis el iniciador del modo de vivir al que desde hace siglos venimos llamando historia. Inteligencia sentiente, voluntad tendente y sentimiento afectante son los nombres que Zubiri ha propuesto para entender y designar las actividades que dan lugar a tal abstracción, tal libertad y tal donación; actividades cuyo fundamento debe ser filosóficamente entendido, tal es la clave de la antropología zubiriana, como impresión de realidad.

Cualquiera que sea la conceptuación filosófica de la condición humana, me atrevo a pensar que este apretado y esquelético razonamiento permite imaginar aceptablemente el salto cualitativo que lleva consigo la hominización del australopiteco y dar razón del hecho que motivó estas reflexiones.

El salto cualitativo en cuya virtud el género australopithecus se transformó en el género homo fue un proceso tocante por igual a la anatomía y a la conducta: el sucesivo perfeccionamiento de la bipedestación y de la mano prensil y el creciente desarrollo de los lóbulos frontales del cerebro, por un lado, y la también creciente capacidad para tallar piedras con voluntad de arte y para transmitir por vía de enseñanza los logros alcanzados, por otro; capacidad que suponía un rudimentario ejercicio de abstracción imaginativa, libertad de opción y donación transmisiva, y tocante por igual y a la vez, insisto en ello, al cuerpo y al psiquismo. Ni el hombre es racional porque tiene manos, como pensó Anaxágoras, ni tiene manos porque es racional, como le replicó Aristóteles. Ni en la vida del individuo ni en la evolución de la especie son realidades separables la anatomía y el psiquismo, el cuerpo y la psique.

Entre la súbita revelación gozosa que para Cajal fue su personal manera de entender el tejido nervioso y la gozosa vivencia del ¡ajá! que la salvadora invención de un utensilio trajo al chimpacé Sultán, hay una diferencia esencial, un salto cualitativo, porque esencialmente llevaba aquélla consigo abstracción imaginativa e intelectiva, libertad en acto y posibilidad de donación; mas también existe entre ellas una relación real, porque las estructuras neurofisiológicas del antropoide quedan biológicamente asumidas -subtensión dinámica, llama Zubiri a ese modo de la asunción biológica de lo inferior en lo superior- en el nivel orgánico y funcional de la realidad humana.

Entonces, grave e ineludible pregunta, ¿qué pasó en la realidad del australopiteco cuando un día se transformó en hombre? ¿Esa transformación fue no más que una mutación biológica, un proceso evolutivo enteramente equiparable a todos los que en la evolución de las especies animales venían existiendo, o fue una innovación tan radical que exigía la acción de causas esencialmente superiores a la dinámica de la biología animal? ¿Pura evolución o creación? Pienso que la decisión entre una y otra de esas dos hipótesis es y seguirá siendo cuestión de creencia y no cuestión de ciencia. Para el evolucionista a ultranza, porque se verá ante el insoluble problema de explicar científicamente cómo la inteligencia abstractiva, la imaginación de novedades comunicables, la libertad de opción y la donación histórica pueden surgir gradualmente del cerebro y la psique del antropoide. Para el creacionista, porque nunca podrá entender de un modo plena mente racional la realidad factual del acto de creación a que su mente apela.

¿Evolución a ultranza o evolución y creación? Cada cual se dará a sí mismo la respuesta que prefiera. Mientras tanto, los hombres crearán arte, harán filosofía y proseguirán -¿hasta dónde?- su fascinante, dramática aventura de conocer y gobernar el universo.

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