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Tribuna
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Un nombre francés para una España distinta

En octubre de 1974, las circunstancias en que trabajábamos eran otras que las que medio sufríamos, medio imponíamos, cuatro años antes. La penúltima enfermedad del viejo general incidía en la sensibilidad española como premonición de la que tan obligada como cercana se preveía. Crecían las organizaciones democráticas mientras iban extendiéndose nacientes confidencias de los demócratas de toda la vida. La Prensa, cada vez menos intimidada y más porosa a la información de una clandestinidad que se iba volviendo ilegalidad, devolvía a su vez el reflejo de ésta suscitando en la opinión pública la inevitabilidad de las libertades. Por eso, unos pocos centenares de socialistas, representando a miles de compañeros, se reunieron en los alrededores de París, en Suresnes, en un congreso. Los españoles preocupados por el futuro entreveraron la noticia recibida, con la impresión de que allí se visualizaba la nueva andadura de un viejo instrumento, cuya memoria vinculada a antiguos y decaídos esfuerzos transformadores del país podría reproducirse con renovadas y racionales esperanzas.El PSOE, desde el fin de la guerra civil, se había mantenido con dificultades, porque no era un partido que en condiciones muy precarias fuese capaz de galvanizar a un puñado de militantes con las expresiones guerreras que Lenin había aprendido en Clausewitz, pero, sin embargo, además de núcleos de trabajadores en las zonas más industrializadas, existían en muchos lugares -a menudo sin trabazón entre ellos- grupos de hombres maduros que se reunían, contrastaban sus opiniones y se oponían con su sola presencia a la inercia y a la resignación; y en el exilio, otros veteranos, con suficiente implantación orgánica, testimoniaban que algún día España dejaría de ser la sala de fiestas de Europa, incorporándose al destino común, y entonces el socialismo democrático, que era una de las grandes corrientes allí, se implantaría aquí, recobrando operativamente la memoria histórica.

En el curso de los años sesenta, jóvenes que habían sabido integrar en sí mismos reflexión y entusiasmo ensayaban su capacidad de futuros dirigentes junto a veteranos, y en el congreso de Toulouse en agosto de 1970 llegaron algunos de ellos a la comisión ejecutiva para poner en práctica lo que iban aprendiendo. Los dos años siguientes fueron dificiles. Junto al esfuerzo cotidiano por suscitar empujes resistentes y hacerlos coherentes a través de las agrupaciones que iban surgiendo o desarrollándose, se ponían a debate plantean-úentos diversos, porque algunos militantes embrocados nostálgicamente en el exilio no llegaban a percatarse de lo que siempre había sido una necesidad, la de interiorizar el partido en España; se había trocado en exigencia para las nuevas generaciones que impulsaban, cada vez más abiertamente, la dinámica antiautoritaria.

En agosto de 1972, en un congreso celebrado también en Francia -tradicionalmente, tierra de asílo, y que lo ha vuelto a ser marginando los pretextos libertarios de los liberticidas-, se consolidó la nueva línea, cobrando mayor fuerza el quehacer de los socialistas en el interior, a la par que estrechaban las relaciones con los grandes partidos europeos, disponiéndolos a asumir con espíritu cooperativo las expectativas que se multiplicaban. Frente a voluntariosos ideologizadores de la realidad -recuerdo que en Carabanchel resumíamos la opinión de un optimista con tres palabras: "Franco cayó anteayer"-, los socialistas sosteníamos que lo insoslayable era ir conquistando parcelas de libertad para, desde ella, progresar en su recuperación total.

Todas estas reflexiones confluyeron, en 1974, en el congreso de Suresnes, el cual las rescata del tacitismo en que por imperativo de las circunstancias se velaban, para proyectarlas con fuerza hacia el exterior aprovechando las nuevas que se suscitaban. Si en 1972 se consolidó el comienzo de la renovación del partido, en 1974 se visualizó con vigor su imagen en todos los ámbitos, siendo en esta dirección factor destacado el liderazgo de su recién elegido primer secretario.

Lo que siguió es suficientemente conocido. Me cabe añadir que si en 1956 tuve la suerte de participar en la revuelta estudiantil de febrero, con la que comenzó el enfrentamiento ininterrumpido entre la dictadura y la universidad, en años posteriores intervine, también muy activamente, en la renovación del PSOE que conocemos.

En ambos casos, la memoria no es soporte de nostalgia, sino incentivo para seguir trabajando.

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