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Transporte escolar

Como si fuera un elemento más de la decrépita pedagogía española, hace unos cuantos años que, a comienzo de curso, la Prensa ofrece noticias sobre el transporte de nuestros colegiales desde sus casas hasta los centros de enseñanza. Este año fue una amenaza de huelga de transportistas que, parece ser, no ha llegado a mayores. Con independencia de los respetables intereses de los poseedores de autobuses, que, como es lógico, buscan sacar provecho a sus inversiones, creo que habría que delimitar, con una cierta claridad, el territorio de esos intereses, y no sólo por lo que respecta a los transportistas. Sobre todo en el dominio tan, en principio, inocente y etéreo del lenguaje.La palabra libertad, por ejemplo, está siendo sometida a tales contorsiones semánticas, que va a acabar perdiendo la poca sustancia histórica que aún conserva. Por cierto que si la hipocresía, según se dice, es el homenaje que el vicio rinde a la virtud, el que una palabra como libertad puede ser esgrimida en inesperadas circunstancias y por pintorescos paladines no deja de ser un homenaje que, al fin, rinden aquellos que no se han caracterizado nunca por un excesivo respeto a lo que pretende significar esa palabra. Me temo, pues, que el eslogan de la "libertad de los padres para escoger el centro donde educar a los hijos" pueda convertirse en un miserable emblema de ese malabarismo semántico. Sorprende, pues, que con otro régimen, no muy lejano, nadie se manifestase tan apasionadamente por semejante fórmula; ni, para defenderla, se pidiese al Estado que subvencionase todavía más y mejor a los colegios privados. Parece incluso que eran sustanciosas sus ganancias. Tal vez por la ausencia de competencia -el triste e inhumano abandono durante tantos años de la enseñanza pública-, o por la inteligente ubicación de los buenos colegios. En barrios modestos de las grandes ciudades andaluzas, como no hubiese colegios o institutos públicos, los padres no podían ejercer, a lo mejor por suerte para ellos, la vociferada libertad.

Pero, volviendo a nuestros pequeños viajeros, el que cada mañana tengan que recorrer, con los ojos cargados de sueño, largas distancias, sentados, mareados, vomitados -con perdón en esos inevitables artefactos, estimulantes iniciadores de la pedagogía matinal, es una monstruosidad no sólo pedagógica. Pero, según se ve, esto no preocupa a los nuevos libertadores, que incluso llaman a las filas de sus manifestaciones al gremio de los transportistas.

Sorprende también que no se pidan libertades pedagógicas mucho más importantes para cuando los transportados hijos lleguen a la universidad: la libertad de no tener que someterse a programas larguísimos, superficiales y estupidizadores, a viejísimos y anacrónicos planes de estudio, a exámenes triviales y demenciales; la libertad de asistir a los cursos que merezcan la pena; la libertad de escoger a los profesores que verdaderamente lo sean, sin tener la obligación de asistir a clases impartidas por lamentables impartidores.

Libertad que, como es sabido, constituye la práctica habitual y fecunda en las universidades de otros países.

Me temo, pues, que por ese escamoteo semántico de que están siendo objeto las mejores palabras de la tribu, no sea libertad lo que importa en estos primeros vagidos de los pacientes colegiales. Detrás de esas manifestaciones libertarias debe esconderse alguna otra cosa, no muy bien definida, y que quizá tenga que

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ver con un conglomerado ideológico donde se dan cita distintos ingredientes de particular ranciedad y que enrarecen el ambiente con algunas de las más viejas y tristes taras de nuestra vida intelectual. Pero seguro que hay padres que creen que con esos reconocidos condimentos se prepara mejor el aprendizaje de la literatura, de las matemáticas, de la historia, y que será mejor digerido por los inocentes estómagos infantiles. Sus vástagos se desarrollarán así más pujantes, y llegarán a ser también ellos hombres de provecho, de buen provecho, exactamente igual que sus liberados y libertadores padres.

No puede ser menos recordar otros países de la lejana Europa, donde los niños van andando a la escuela de la esquina, por así decirlo -porque suelen estar pobladas de escuelas las esquinas-, o donde los bachilleres van en bicicleta al instituto del barrio. No, no somos Europa. Entre otras cosas, porque a los padres europeos, que por lo menos saben tanto de libertades como nosotros, no les preocupa demasiado ésta que eneorajina a nuestros paisanos. Por cierto, que el que se haya retirado la ley Savary en Francia, no puede esgrimirse a favor de la retirada de la Ley Orgánica del derecho a la Educación. El hecho de que se puedan comparar quiere decir, o que no se sabe de qué se habla, o que se quieren tergiversar una serie de datos. El oportunismo de esta tergiversación indica la inconsistencia de lo que se reclama. Efectivamente no pueden compararse ambas leyes si no se dan los contextos concretos que las justifican. Por referirme sólo al más elemntal y simple, la enseñanza pública francesa es muy superior cuantitativa y cualitativamente a la privada. ¡Transporte escolar! El día en que llevemos adeante otras libertads para nuestros hijos empezaremos a ser un país en el mercado común de la cultura. Quizá entonces tendremos mejores laboratorios, mejores bibliotecas, e incluso hasta algún que otro premio Nobel oriundo, como corresponde a un país al que le sobre inteligencia, pero al que durante siglos se le ha escatimado ferozmente la esperanza. Quizá entonces no se verán obligados también a emigrar los pocos estudiantes que se hayan salvado del transporte, del mareo escolar.

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