Volver al Sur
El campaneado diálogo NorteSur, objeto de conferencias internacionales, reuniones de expertos, comentarios radiofónicos, reportajes televisivos y artículos de prensa, es, a lo que parece, y teniendo en cuenta la parvedad de sus resultados, un mero comodín, la engañosa paracea destinada a adormecer las buenas conciencias en la infundada creencia de que se está haciendo algo. A fuerza de manipular la noticia y llenarse la boca de proclamas bienintencionadas y altruistas, se escamotea la brutal realidad de los hechos: el abismo abierto entre aquellos dos términos, entre el mundo expoliador y el mundo expoliado. De un lado: medios, poder, desarrollo industrial, colonización económica, liberalismo político; del otro, opresión, desamparo, miseria, desempleo endémico, emigración masiva. En los años de bonanza, la próspera Europa del Norte acogerá con los brazos abiertos en sus empresas y fábricas a una mano de obra sumisa y cauta procedente de la cuenca mediterránea y sus ex colonias. Cuando el milagro cese y haya que adaptarse a la nueva coyuntura del mercado, los trabajadores huéspedes o invitados serán los primeros en pagar las consecuencias: racismo, xenofobia, paro, regreso forzado a la ancestral pobreza de la que huían.¿Diálogo Norte-Sur? Hablemos mejor de soliloquios paralelos, simbolizados por una doble corriente circulatoria: la de la ilusión con el futuro y la del disfrute del presente, del emigrante de manos vacías cargado de sueños y el turista ansioso de sol garantizado a bajo precio. El atraso secular que expulsa al primero servirá de grato refugio al segundo. Llegaremos así, naturalmente, a la conclusión de los expertos, seductora como una fórmula mágica: la creación, mutuamente beneficiosa, de dos economías complementarias. Desarraigo, alienación, trabajo embrutecedor del hombre y mujer del Sur en aquellas ocupaciones duras, serviles, desdeñadas por la clase obrera del Norte; descanso, relajación, confort del burgués o pequeño burgués del Norte en un cuadro de luz, hospitalidad, belleza típicamente mediterráneas. Este proceso de convergencia desigual abarca no sólo a Estados ricos y pobres; afecta igualmente a países suburbiales de la periferia europea que, como Italia o España, no han podido o sabido allanar a tiempo las diferencias existentes entre regiones in dustriales y deprimidas, zonas de emigración permanente y áreas cuyo mayor dinamismo permitía alimentar hasta hace poco expectativas razonables de empleo. A escala más íntima y reducida, la doble corriente a la que me refería fomentaba también en la práctica dos economías complementarias. Por citar un ejemplo, la renta per cápita de Almería era hace 25 años un cuarto de la de Barcelona o Guipúzcoa. Afincarse en Cataluña o el País Vasco equivalía entonces para el almeriense a alcanzar ese paraíso imaginario que el trabajador madrileño o valenciano creerían encontrar a su vez en ciudades como Ginebra o Francfort. El descuido e iniquidad reinantes en Almería y otras provincias meridionales condenaban a sus hijos al exilio, interior o exterior: sangría migratoria que empobrecía a las regiones pobres y enriquecía a las ricas, agravaba las diferencias entre unas y otras, imponía dentro de la propia España situaciones de dependencia real disfrazadas también con el lenguaje de una supuesta complementaridad.
¿Qué sentido moral atribuir entonces a una trayectoria como la mía, exactamente inversa a la de decenas y decenas de millares de almerienses que, con la manta liada a la cabeza, emigraron antes y después de nuestra guerra a mi región nativa en busca de dignidad y trabajo? ¿Qué razones o sentimientos pueden haber motivado el movimiento opuesto: cambiar una tierra próspera y laboriosa por otra tradicionalmente inhóspita y olvidada? Contestar a estas preguntas me obligará a bucear en mi vida, traer a la memoria el concurso de vicisitudes y circunstancias que paulatinamente, sin acritud, me condujeron a elegir el Sur.
Hijo de la guerra civil y el régimen opresivo que ésta engrendró, fui desde niño, como dijo de sí mismo Cernuda, un español sin ganas: lo que acaeció aquellos años me marcó para siempre y me hizo concebir de forma precoz, más o menos consciente, el deseo de abandonar un país cuyos ajustes de cuentas, de una increíble saña y ferocidad, habían deshecho mi infancia y familia. Vizcaíno por el lado paterno y barcelonés de nacimiento, no sentí nunca deseos de identificar me con lo vasco ni con lo catalán. Instalado por fin en Francia, mi españolidad vacilante y esquiva corría el riesgo de disolverse en el nuevo ambiente, de no haber mediado un viaje, y con él, un acontecimiento para mí primordial. Mi recorrido por Almería en septiembre de 1956 fue en verdad un periplo iniciador, bautismal, espermático: la confrontación con un mundo, una realidad, un paisaje, cuya desnudez, violencia, aspereza, me atraerían de modo inmediato. Como verificando un sueno o presentimiento, descubría la fuerza impregnadora de unos montes y tierras desiertos de asoladora orfandad; una fascinación íntima por unos pueblos adustos, recatados y blancos; una solidaridad instintiva con unas mujeres y hombres bárbaramente explotados y obligados a emigrar para ganarse el pan.
Mis primeros sentimientos de parentesco, simpatía y afección a lo español nacieron aquí, en estos campos, cuando a pie, en autocar o camión emprendí hace 27 años el rastreo sistemático de la provincia. ¿En busca de qué? Dificil me sería responder. ¿Imantación, pesquisa aleatoria de zahorí, obediencia intuitiva a un sordo impulso magnético? Chispazo creador, en cualquier caso, súbito y fulminante, tan bello e
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imprevisto como el hecho de enamorarse; camino inseguro, borroso, hacia una posible filiación; núcleo, almendra, semilla de mis futuras opciones políticas.Lo que confusamente vislumbré entonces se aclararía y decantaría más tarde: mi despego de un mundo, un medio social, un encuadre que nunca sentí próximos y en los que, privado de estímulos vitales, vegetaba y me adormecía. El paisaje almeriense, en su triple dimensión estética, física y moral, me abría el camino de un mundo más incitativo y cordial, hacia el que pronto orientaría mi vida. Lo que ahora soy, cuanto he hecho y escrito, se determinó a raíz de mis itinerarios errátiles a lo largo y ancho de esta provincia: conciencia ígnea de pertenecer, sin saber cómo, al mundo recién descubierto; impresiones reiteradas de inmediatez y concomitancia, con lugares y gentes que años después se repetirían en tierras norafricanas. Mi destino, probablemente, se selló entonces; fecunde, germinativo acercamiento al idioma del pueblo, ese andaluz almeriense apacible, bronco, cantarino que misteriosamente se pegaría a mi oído y avivaría en el exilio un pugnaz, orgulloso amor a la lengua. Mi decisión treintaftera de entre garme de lleno a ésta y enzarzarme con ella en un implicante cuerpo a cuerpo se originó quizá a la escucha de un habla cuya viveza me sorprendía y cautivaba. Mi indignación contra la injusticia social y desequilibrios regionales de la Península nacería igualmente en Almería, al comprobar de visu su dependencia de los bancos e industrias del Norte, su indefensión frente al colonialismo interior y sus tropelías. Había que ir y volver, embeberme una y otra vez en las hirientes realidades del Sur. Dejar el Norte para ser del Sur. Asumir la nueva filiación con alegría, ligereza y modestia.
Hoy, cuando, por fortuna de muchos y mal de unos pocos, España ha cambiado y la explotación y desigualdades han perdido algo de su anterior dramatismo; cuando la tenacidad y valor de los hijos de la provincia han logrado levantarla de su pasado decaimiento; cuando la diversidad cultural y humana reconocida en nuestra Constitución ha reemplazado al centralismo opresivo y monocromático, la identificación personal de todo individuo con unos valores, cualidades y rasgos no es ya impuesta, sino electiva, y las afinidades, querencias, inquietudes morales pesarán con mayor fuerza en la balanza que el. vínculo siempre azaroso del origen familiar o local.
La generosidad para conmigo de las autoridades municipales de Nijar al admitirme entre los hijos de la villa no la aceptaré, pues, como algo meramente honorífico ni en términos de homenaje mundano; la tomo, muy al contrario, por reconocimiento público, diáfano de una innegable realidad: mi pertenencia moral y vital a un mundo, la consecuencia lógica de aquel deslumbramiento mío del día en que por vez primera pisé la provincia y fui bruscamente descabalgado de mis anteriores certezas y señas por una mezcla avasalladora de belleza, invalidez y luminosidad.
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