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El sacrificio del héroe

El espectáculo más hermoso, más emocionante, más espectacular que se puede ver en España hoy es, sin duda, la corrida de toros. "El espectáculo más nacional", según el conde de las Navas, quien, hombre bien de su época, pensaba que el orgullo de los españoles como tales estaba en cierto modo arraigado a este espectáculo, como si no pudiera ser uno un español completo sin haberse estremecido ante la muerte de un toro mientras mamaba de! pecho de su madre.Puede uno sospechar que la corrida es más que un espectáculo -es decir, lo que ve el espectador- y exige la participación del público. En efecto, un joven colega estudioso de la tauromaquia, Rafael Pérez Molina, distingue entre el espectador y el aficionado. Tener afición es más que tener algunos conocimientos de tauromaquia. Es participar.

El espectáculo más corriente en Europa es el teatro, pero hay una diferencia fundamental entre ambos. Los eventos del coso son auténticos; los del teatro, fantasía. Los personajes de la corrida no son ficticios, son ellos mismos, quienes, tras bajar el telón por última vez, se deshacen de su papel para recibir los merecidos aplausos por la perfección de su disfraz. Terminado el espectáculo volvemos a la realidad porque no era más que una ficción: Hamlet, que hemos visto caer muerto por el veneno en la espada de Laertes hace cinco minutos, reaparece sonriendo y saludando a sus admiradores. Si tiene algo de verdad está a un nivel más profundo que el de la vida cotidiana. "El muerto en el ruedo está muerto para siempre". La sangre es la sangre del toro -o del matador-, no es pintura roja como en las películas.

La corrida es un rito, un sacrificio mucho menos pagano de lo que se ha dicho, a pesar de ser en cierto modo heredero del sacrificio mitraico porque está íntimamente ligado a,la religión católica, con la cual siempre ha mantenido una relación ambivalente. Es la reivindicación de la hombría a través del sacrificio del animal más viril del bestiario moderno, el toro, quien lega a la humanidad en su inmolación sus cualidades de macho fértil. Al final de la suerte el matador se hace toro, brazos arqueados en forma de cuernos, una oreja en cada mano para la vuelta triunfante al ruedo, pues reparte esta esencia que son sus trofeos entre los tendidos, poniéndose el sombrero de su admirador antes de restituirlo, bebiendo de la bota que le lanza y devolviéndola a su propietario, comunión mística a través del vino ingerido en común.

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Como todos los ritos, la corrida pertenece al mundo de lo imaginario sin dejar de ser real. Da un sentido simbólico a una realidad que si no no tendría más que su pobre sentido práctico. Los ritos son transacciones de gracia, y la gracia que se obtiene en la corrida es la hombría, cualidad moral por ser valor, y física, por depender, en España, de las fuerzas de la Naturaleza, de la cual los humanos siempre tienen la pretensión de distinguirse.

Entre la realidad de la corrida y la fantasía del teatro hay otras formas de espectáculo posibles, que corresponden más o menos a la verdad práctica y utilizan más o menos grados de fantasía. Casi todas estas formas se encuentran en el circo: un poco de fantasía, un poco de decepción y la verdad eterna de la arena, materia reducida por el mar a la forma más informe del mundo risico, grado cero de lo material.

Los trucos del prestidigitador sabemos que son trucos. El mono se viste de marinero, pero no sabe navegar. Buffalo Bill resucita del Far West. Los equilibristas desafian la ley de la gravedad.

Todo el sentido del circo es la contradicción de la Naturaleza, de las leyes de la realidad de todos los días. Un escapismo al aburrimiento que estas leyes nos imponen. Es la demostración de la existencia de lo milagroso: los trapecistas vuelan como pájaros. Los payasos se saltan las reglas de la conducta social, intercambiando impertinencias y palizas ruidosas. Pero al mismo tiempo viven todos en la realidad: si el trapecista se cae va a la enfermería y sale, si sale, dañado para el resto de su vida.

El deseo de superar la realidad pertenece a todos los tiempos y países, pero ¿cómo se puede lograr tal triunfo si no es por la gracia? El teatro, como el rito, es transmisor de gracia en un sentido o en otro. Crean un sistema cerrado, aparte de la realidad literal, pero siempre tienen que unirse a esta realidad que niegan. Por eso el público tiene que participar, no solamente en el rito religioso, sino en el teatro: a través del coro en el teatro griego clásico, pero también en el moderno: cuando Harpagón, el avaro de Moliére, encuentra que le han robado su tesoro acusa a los miembros del auditorio de ser los ladrones, nos inculpa a nosotros. ¡Ya no es fantasía sino realidad!, y los personajes de Pirandello siempre salen del escenario.

Hay milagros en la corrida. Que un toro bravo de 500 kilos sea dominado por un hombre de 60 y tantos, armado sólo de una tela, es un milagro. Milagro que imita en cierto modo los milagros de los santos medievales que apaciguaron a un toro furioso poniéndole su estola alrededor del cuello. El milagro, esta vez, no es por la gracia del hombre de paz, sino del que tiene más valor y más arte que los demás hombres. También hay engaño, pero solamente del toro, víctima sacrificial cuya burla es parte integral del sacrificio y necesaria para separarlo de su honor, que va a recaer sobre su inmolador.

Lo que pasa en el ruedo es la verdad, aunque parezca milagroso; sin embargo es imposible mantener siempre la fuerza del milagro en un rito técnicamente tan complicado y arriesgado como es la corrida, tan sujeto al fallo humano.

Y por eso existe una tendencia para la corrida de decaer en cir-

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El sacrificio

es profesor de Etnología Religiosa en la École Pratique des Hautes Etudes de La Sorbona.

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