Una legislación amenazante
EL CONGRESO de los Diputados ha dado vía libre, por abrumadora mayoría, al proyecto de ley orgánica contra la actuación de bandas armadas y elementos terroristas. La oposición conservadora ha renunciado en esta ocasión a su rígida estrategia de negar el pan y la sal a las iniciativas del Gobierno. Que a estas alturas de la legislatura, cuando el electoralismo demagógico de Coalición Popular rebusca bajo las piedras cualquier pretexto para hostilizar los proyectos legislativos del Gobierno socialista, se produzca esa entusiasta convergencia en el Congreso de los Diputados debería servir tal vez de motivo de reflexión a los apologistas y padrinos que apoyan incondicionalmente, desde las filas gubernamentales, la legislación antiterrorista.Produce cierto rubor tener que salir al paso de las afirmaciones calumniosas, parcialmente apoyadas en su desdichada intervención por el diputado socialista Pablo Castellano, según las cuales la merecida crítica de la legislación antiterrorista, llevada a cabo en el Congreso por diputados del PNV y Euskadiko Ezkerra, implicaría automáticamente la sospecha de tolerancias o incluso de connivencias con las bandas armadas. La legislación antiterrorista que los socialistas se disponen ahora a refundir y a agravar (con el entusiasta apoyo de una derecha conservadora dispuesta a sabotear, sin embargo, la reforma de la enseñanza, de la sanidad y del poder judicial) merece el rechazo de quienes, al tiempo que condenan sin paliativos el bárbaro salvajismo de los crímenes de ETA, ven con inquietud cómo la razón de Estado o el simple miedo a los poderes fácticos ha empujado a los socialistas a respaldar una normativa que ofende los principios de un Estado de derecho y que brinda amplias facilidades, en la práctica de su aplicación, para la abierta conculcación de las libertades fundamentales.
De añadidura, hay abundantes motivos para poner en duda la presunta eficacia de la legislación antiterrorista a la hora de cumplir sus preconizados objetivos. La experiencia histórica española muestra que las normas represivas de ese género no sólo no lograron cumplir sus fines, sino que incluso se convirtieron en auténticos focos de difusión y ampliación de las actividades terroristas, a través de las reacciones emocionales surgidas en la población contra las represiones indiscriminadas y la aplicación de la tortura. Contra lo que puedan pensar algunos socialistas las diferentes variantes de legislación antiterrorista y las prácticas propiciadas por sus muy parecidos articulados han contribuido decisivamente, desde el franquismo hasta nuestros días, a que la enloquecida, brutal e inhumana causa de ETA encontrase respaldos sociales y apoyos electorales en el País Vasco.
Con vistas a fortalecer su débil situación, los socialistas han argumentado que la refundición de la legislación antiterrorista cumpliría un mandato constitucional. Es evidente, sin embargo, que nuestra norma fundamental en modo alguno ordena que los poderes constituidos desarrollen en este terreno un mandato preciso -tal y como sucede con numerosos artículos del texto constitucional, de obligada instrumentación mediante ley orgánica-, sino que se limita únicamente a autorizar la puesta entre paréntesis de las garantías, constitucionales referidas al plazo máximo de detención preventiva, la inviolabilidad del domicilio y el secreto de la correspondencia.
En anteriores ocasiones hemos tenido ocasión de analizar, en el terreno técnico-jurídico, la teratológica naturaleza de ese proyecto de ley. De una parte, el texto refunde de manera caótica y defectuosa los preceptos penales y procesales del Decreto-Ley de 26 de enero de 1979 (a cuya convalidación se opusieron los socialistas), la Ley de 1 de diciembre de 1980 y la llamada ley de Defensa de la Democracia, de 4 de mayo de 1981 (simple secuela del golpe de Estado del 23-F). De otra, el proyecto agrava todavía más, en determinados aspectos, la dudosa constitucionalidad de los textos precedentes. La garantía de los derechos suspendibles de acuerdo con el artículo 55 de la Constitución -el plazo máximo de detención provisional, la inviolabilidad del domicilio, el secreto de la correspondencia- queda incluso sustraída parcialmente del ámbito judicial a efectos prácticos. Si el proyecto del Gobierno permitía que un simple recurso del fiscal anulase la eficacia de los autos de libertad provisional dictados por los jueces, el Ministerio del Interior continúa disfrutando de un cheque en blanco para los registros domiciliarios y la intervencilón de las comunicaciones, puesto que sólo está obligado a informar de sus actos al juzgado posteriormente. La Audiencia Nacional y sus juzgados de instrucción quedan consagrados, a imagen y semejanza del viejo Tribunal de Orden Público, como órganos exclusivos para los delitos de terrorismo, pese a que la Constitución sienta el principio de la unidad jurisdiccional, prohíbe los tribunales de excepción y reconoce el derecho de los ciudadanos a su juez natural.
Pero el proyecto antiterrorista no se conforma con regular de forma harto discutible la suspensión de los artículos 17.2 (detención preventiva), 18.2 (inviolabilidad domiciliaria) y 18.3 (secreto de la correspondencia), autorizada por el artículo 55 de la Constitución. También realiza amenazadoras incursiones en otros ámbitos de las libertades amparadas por nuestra norma fundamental. La ampliación hasta 10 días de la detención de sospechosos para su interrogatorio en dependencias gubernativas, sin que sea preceptivo el control directo, inmediato y constante del juez y del ministerio público, abre, inevitablemente, las compuertas para la conculcación de ese derecho a la integridad física y moral y de esa expresa prohibición de la tortura y de los tratos inhumanos y degradantes que el artículo 15 de la Constitución define. Aunque el artículo 20 de nuestra norma fundamental prohíbe cualquier secuestro de publicaciones que no provenga de una resolución judicial, el carácter vinculante de la petición del ministerio público, una vez aceptada por el juez la querella del fiscal contra un medio de comunicación, confía en último término la decisión de la clausura de un periódico a la parte acusatoria y no al magistrado. Malos vientos corren, en verdad, para la Prensa: porque el proyecto también deroga la tradicional responsabilidad en cascada establecida por el Código Penal para los delitos de imprenta, a fin de poder empapelar cumplidamente no sólo al autor conocido de un artículo, sino también al director o editor de la publicación.
Los principios de legalidad, seguridad jurídica e interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, amparados por el artículo 9 de la Constitución, son burlados en la práctica por otras notables aberraciones jurídicas del proyecto. La espesa mermelada de la apología del terrorismo destruye las exigencias mínimas requeridas por la moderna criminología para construir tipos delictivos nítidos y precisos. La libertad de asociación, amparada por el artículo 22 de la Constitución, puede convertirse en mera ficción, dado que la legislación antiterrorista permite la disolución de personas jurídicas de cualquier tipo en el caso de que sus dirigentes o miembros activos fuesen condenados por delitos terroristas para cuya realización hubiese sido causalmente relevante (átese esa mosca por el rabo) la pertenencia a ese colectivo. Se equipara también la frustración y la consumación de los delitos, en la misma línea tendente a confundir la autoría, la complicidad y el encubrimiento de su perpetración. La aplicación de las circunstancias eximentes o atenuantes es uncida a la acusación por el beneficiario de sus antiguos compañeros, procedimiento que ha ocasionado en Italia aberraciones escandalosas y que marca el camino para la sustitución de un Derecho Penal que condena conductas por un Código Criminal que absuelve a las personas con independencia de sus actos.
A lo largo de los últimos meses, la ofensiva terrorista ha sido frenada gracias a la mejoría de la actuación policial, a los infames crímenes de los GAL, a la colaboración francesa, a los extrañamientos de activistas, a la estrategia de reinserción social y a la concesión de extradiciones. En estos momentos, la persistencia de la tortura en el País Vasco, posibilitada por la legislación antiterrorista, es la única bandera que los ideólogos de ETA pueden manejar -aunque sea cínicamente- como pretexto para tratar de disculpar sus injustificables crímenes. ¿Qué razón puede existir para que el Gobierno se empecine en promulgar una normativa que, además de poner en riesgo las libertades tan duramente conquistadas por la democracia española, contribuya menos a erradicar a las bandas terroristas que a conservar sus bases sociales?
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