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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La cornada

'AVISPADO', UN toro negro, acabó el miércoles con la vida de Paquirri, uno de los más populares matadores de toros de España. No hay que tener la sensación de que ha ocurrido un accidente. Esta muerte, que a buen seguro avivará las eternas polémicas de fondo sobre la naturaleza de la lidia, para muchos será simplemente una consecuencia de que la llamada fiesta nacional está recuperando, poco a poco, para bien y para mal, las emociones y el peligro que fueron habituales antes de que la corrupción la convirtiera en un sucedáneo aguado de sí misma. El propio Paquirri era consciente de la crisis generada por esa adulteración, y había denunciado, minutos antes de que Avispado le hiriera de muerte, la habitual flojera del ganado que le ponían delante, la cierta clase de la lidia, y la esperanza de que ésta fuera su penúltima corrida española. Paquirri tenía razón en muchas ocasiones, pero esta vez se equivocó en todo: ni hubo flojera ni fue su penúltima corrida. El toro le desmintió lo de la escasa fuerza, mientras que esa corrida fue la última.Al margen de las interpretaciones que se puedan hacer desde la óptica de los aficionados o desde la de los lectores de la prensa del corazón, la muerte de Paquirri merece una reflexión por otros motivos muy distintos. La comada fue en Pozoblanco, una localidad de la deprimida provincia de Córdoba, cuyos responsables sanitarios no se sintieron capaces de atender al torero! al que enviaron a la capital, a 67 kilómetros de distancia. Y la muerte se produjo más tarde, al llegar al hospital cordobés. Pudo haber ocurrido antes, después o nunca, pero la fatalidad, la que convirtió a un torero-estrella en un torero de pueblo para, desde allí, elevarle a la categoría de mito, hace que la noticia sea un símbolo de nuestras carencias de hoy. No parece conveniente que las corridas de toros, unos espectáculos en los que por definición corren peligro algunas vidas humanas, se celebren en lugares en los que la asistencia sanitaria no es siquiera la adecuada para la vida cotidiana de sus habitantes. Ninguna definición cultural en tomo a la bondad estética de este desigual tomeo puede ser hoy justificación para que sigan en activo las plazas cuyas dotaciones sanitarias sean insuficientes.

Pero el problema es más profundo. Pozoblanco y su arena tienen que recordarnos, forzosamente, no sólo la fragilidad de toda la asistencia sanitaria de los ciudadanos de este país -y no sólo la de los toreros-, sino también el drama de nuestras comunicaciones por carretera, que convirtieron anteayer a 67 kilómetros en una distancia casi infinita, o por lo menos lo suficientemente grande como para impedir la salvación de una vida humana.

Algunos sostienen la teoría de que, en el fondo, los grandes matadores de toros tienen que morir corneados sobre la arena. Que ése es su riesgo, y quizá, si la fiesta taurina tiene su plena identidad, sea su destino. Pero una sociedad mínimamente seria debe forzar el cumplimiento de un mínimo cuadro de garantías para la seguridad de sus miembros. Y en ese mínimo figura, sin duda, que los toreros sólo puedan actuar donde existan instalaciones quirúrgicas suficientes, y que, los no toreros, los ciudadanos de a pie, dispongan de una correcta asistencia sanitaria a mano. Y, siempre, que, en los casos en que el único hospital con garantías se halle a 67 kilómetros, la situación de las comunicaciones no suponga una comada añadida para quienes necesitan ser atendidos ,con urgencia.

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