La dialéctica de la cruz/ y 2
No es improbable que la teología de la liberación (TL) sea la última oportunidad que tiene la Iglesia para volver a ser la Iglesia de los pobres. Un viejo experto en el lema, Antidio Cabal, escribió en 1976 que "ha llegado el momento de que los cristianos se cristianicen o desaparecerán". Aunque al cardenal Ratzinger pueda sonarle a blasfemia, hay quienes suponen (y no son precisamente teólogos de la liberación) que el concepto de Dios nace en la mente del hombre y va transformándose con los cambios del hombre.Aun sin llegar a instalarse en tales lejanías de la nación cristiana de Dios, cabe preguntarse si el Dios de Reagan o el de Pinochet (tan propensos ambos a invocar su nombre en vano) puede ser el mismo que el de Francisco de Asís o el de Juan XXIII. En la declaración de la IV Conferencia de Eatwot, celebrada en Ginebra (enero de 1983) por la Asociación Ecuménica de los Teólogos del Tercer Mundo, se dice concretamente: "La cuestión de Dios en el mundo de los oprimidos no consiste en saber si Dios existe o no, sino en saber de qué parte está" (el muy recomendable texto íntegro también figura en el mencionado número de Misión Abierta).
La lucha de clases que tanto escandaliza a Ratzinger (basa buena parte de su alarma en una cita del peruano Gustavo Gutiérrez: "La lucha de clases es un hecho y la neutralidad en este punto es definitivamente imposible") también se da en el seno de la Iglesia. Lo ha visto con claridad un teólogo chileno, Ronaldo Muñoz, quien se pregunta: "¿Cómo puede nuestra Iglesia cumplir su misión evangélica al servicio de este mundo (o sociedad) dividido en esta lucha de clases, y cómo puede hacerlo sabiendo que ella misma está dividida por esta lucha?". La lucha de clases puede irritar al cardenal prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, pero ciertas altas jerarquías de la Iglesia que tan bien se corresponden (Marcinkus mediante) con los magnos caudales o el emocionado apoyo que recibe el papa Wojtyla de parte de los dueños del gran capital cada vez que en sus incesantes viajes asume las posiciones más conservadoras en la historia pontificia de las últimas décadas (posturas que a veces dañan la comprensión cabal de sus más importantes encíclicas, digamos la Redemptor Hominis y la Laborem Exercens) resultan de dificil compaginación con la Iglesia de los pobres de América Latina, donde teólogos y curas tienen plena conciencia de la contradicción dependencia-liberación y han elegido la praxis como lugar hermenéutico.
Es posible que a ciertos poderes mundanos les interese mucho menos el proyecto escatológico de la Iglesia que la eventual y a veces providencial ayuda que su planificada explotación del prójimo suele recibir en nombre de Dios. "Me asombra" dice el español Pedro Casaldáliga, obispo de Sao Félix do Araguaia, en Mato Grosso, Brasil, "ver que Roma manda cartas de desaprobación por la Missa da Terra sem Males (celebración indigenista) y por la Missa dos Quilombos (celebración negra), con el pretexto de que la eucaristía no puede utilizarse para reivindicar los derechos de un pueblo. ¡Cuántas eucaristías no hemos celebrado sacerdotes, obispos y papas para conmemorar una dudosa efemérides cívica o militar o para agradecer el donativo, sacrílego tal vez, de un príncipe, una empresa o una dama!".
"Dejar a Dios ser Dios", clama, por su parte, Jon Sobrino, pero hay muchos persignados y persignantes de relieve que no le dejan ser, quizá porque el más allá sólo les interesa como fructífera inversión en el más acá. La Declaración de Puebla mencionó concretamente "el potencial evangelizador de los pobres", pero no pudo certificar un potencial igualmente evangelizador de los ricos.
La esperanzadora democratización de la Iglesia iniciada por Juan XXIII quedó inconclusa y nadie en los estamentos oficiales parece profundamente interesado en su desarrollo posterior. Quizá por eso el teólogo chileno Pablo Richard ve la teología profesional como "cautiva de una racionalidad occidental y dominante, una racionalidad blanca y machista, ajena a la humanidad que vive mayoritariamente en el Tercer Mundo, ajena a las culturas y tradiciones indigenas, ajena a todo el potencial espiritual y cultural de la mujer".
El cardenal Artis considera que "la TL es un río imparable", y tal vez la confirmación de ese anuncio esté en las recientes palabras pronunciadas por Wojtyla en Edmonton, Alberta, donde de pronto, abandonando por un instante su implacable talante polaco, arremetió contra los países ricos y les anunció el duro juicio de Dios y de los pobres. Hay que reconocer que no representa ninguna revelación que (son sus palabras) "el Sur se hace cada vez más pobre y el Norte más rico", ni que "los pueblos pobres y las naciones indigentes juzgarán a esos pueblos que les roban estos bienes arrogándose el monopolio imperialista de la economía y de la supremacía política a costa de los demás", pero sí es una grata novedad que por una vez el Papa no fustigue a los revolucionarios latinoamericanos, a los movimientos progresistas, a los teólogos populares, y diga algo que no podrá ser usado como pancarta por las más inclementes dictaduras cristianas. No es que éstas teman el duro juicio de Dios, tan remoto e intangible, pero quizá les preocupe el de los pueblos, tan verosímil y cercano.
En cierta ocasión, Alberto
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Iniesta, al prologar los escritos pastorales del obispo Casaldáliga, se refirió a "la Iglesia joven latinoamericana, virgen, fuerte, mártir, evangelizada hasta ayer y ahora evangelizadora de las viejas iglesias, las grandes cátedras y las antiguas, catedrales europeas". La TL podrá cometer errores, simplificar en demasía ciertos problemas o transitar osadías, pero si siguiera cumpliendo esa tarea evangelizadora en pleno conservadurismo de Roma, por esa sela misión habría ganado su derecho a perdurar, a continuar "sirviendo a un mundo pobre y oprimido", a seguir "poniendo el dedo en la llaga de la humanidad actual". Como señala Iniesta, "ni la computadora mas perfecta podría evaluar la cifra exacta de la riqueza que la TL ha aportado a la Iglesia de nuestro tiempo".
Todo un continente, crucificado por el Norte opulento y vaciado por los hierofantes de la banca internacional, respalda a estos nuevos Galileos (no olvidemos que el genio de Pisa defendía el compromiso del científico con su sociedad) que por primera vez están logrando que los no religiosos, los no católicos, los agnósticos, los ateos, nos sintamos aludidos y, por ende, convocados para un proyecto de vida digna, liberada. Siempre han existido sectores eclesiales, y sobre todo eclesiásticos, que han manipulado a Jesús como si fuera un latifundio. Hijo de Dios o -pese al mismo Marx- precursor de Marx, Jesús de Nazareth trajo un mensaje de justicia, una propuesta de respeto hacia el hombre y hacia la mujer, una actitud solidaria con los pobres del mundo, rasgos que después de todo no son propiedad privada de la Iglesia. La figura y la trascendencia humanas de Jesús pertenecen a la humanidad. En cierta manera, con su apertura y su inserción popular, la teología de la liberación ha expropiado simbólicamente a Jesús, no para quitárselo a una particular feligresía, sino para brindarlo al pueblo todo.
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