Una invitación a abrir los ojos al mundo
Si hubiera que asociar el nombre de Tintín a un concepto abstracto, éste sería el de la curiosidad; la curiosidad, más o menos disfrazada de coartada ética que lleva al intrépido jovencito a todos los confines de la Tierra e incluso de la Luna conquistada por Tintín y sus amigos 20 años antes que Neil Armstrong y la NASA en Objetivo: la Luna y Aterrizaje en la Luna.Al margen de la innegable influencia y pervivencia del estilo de Hergé en el panorama del comic europeo, la fascinación que ejercen sus libros entre millones de lectores de todas las edades, nacionalidades y niveles culturales se debe fundamentalmente a sus sugerencias de la realidad. Las aventuras de Tintín son una constante invitación a la exploración del mundo, al conocimiento de los más variados objetos, animales, costumbres y artilugios técnicos que forman el entorno y la encarnadura auténticos de un personaje que, de hecho, no es más que el hilo conductor de su propia circunstancia.
En las aventuras de Tintín, Hergé deforma los personajes, idealiza la trama, pero es fanáticamente realista a la hora de retratar el escenario, de sugerirlo. Así, cuando Tintín va en avión, en barco o en automóvil, podemos identificar el modelo; cuando visita una ciudad, podemos estar seguros de que los dibujos se basan en la realidad. Es esa sugerencia fiable la que ha dado más de un arqueólogo a partir de Los cigarros del faraón, o más de un físico atómico a partir de Objetivo: la Luna.
Hergé, es cierto, fue -en su juventud- integrista y condescendiente con la ocupación nazi de su país, pero también es cierto que en su madurez hizo siempre gala de tolerancia, pacifismo y un cierto misticismo oriental. Además, lo que importa es que Tintín, de haber vivido en 1940-45, se hubiese enrolado en el maquis mientras el capitán Haddock mandaba un buque de la Royal Navy y el profesor Tornasol inventaba medios para derrotar definitivamente a Hitler.
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