Un amigo en La Gomera
Ahora, con las noticias del desastre ardiendo aún en las portadas de la Prensa, me viene a la memoria aquel amigo de unas horas, allá en La Gomera, que nunca puso los pies en la Península. A sus 50 años, cierta vez le ofrecieron un viaje gratuito hasta Madrid y él se lo regaló a uno de sus hijos. No añoraba un mundo que empezaba un poco más allá del horizonte; había nacido en su isla y en ella pensaba morir no demasiado lejos: el viejo bar donde solía pasar las horas que el trabajo le dejaba libre.La plaza aparecía cubierta por un tilo enorme, cuya sombra parecía medir todos los días su trabajo en el vecino ayuntamiento y su vida ya reducida entonces a paseos desde el cuartel de la Guardia Civil hasta el minúsculo puerto, donde cada mañana llegaba el barco del correo de paso para otras islas desde la mayor.
El amigo confesaba no sentir curiosidad acerca de lo que al otro lado del mar sucedía: "No la tuve de joven", decía, "de modo que calcule ahora; aquí la vida es tranquila todavía, aunque con el turismo esto lo andan promocionando. Hace tiempo vino por aquí un delegado y estuvieron mirándolo todo: las lomas y la parte baja de la costa. El interior donde empieza la montaña no sirve, resulta demasiado árido, la montaña está encima y nunca llueve. Desde la última vez han pasado cinco o seis años; la única humedad es la que se condensa en el aire.
A lo lejos quedaba la torre famosa que la leyenda asocia a cierto amor de Colón antes de poner su fortuna a merced de las olas y un universo azul rodeado de unas cuantas casas y dos cuarteles: uno, el de los civiles, otro, de los soldados que en la postrera guerra mundial debían defender la isla de posibles desembarcos aliados. "Pero los aliados nunca desembarcaron aquí", explica el amigo. "Ni siquiera se les debió pasar por la cabeza. Para pasar a Africa, mejor como lo hicieron: plantarse un buen día en Casablanca. Cuando todo acabó, la guarnición se quedó aquí. Total, dos compañías que mataban el tiempo comiendo ese jamón polaco que nos traen por aquí, cuidando unas cuantas gallinas y bebiendo whisky barato".
La iglesia donde el amigo se casó, donde le bautizaron, lo mismo que a sus hijos, tenía y debe de tener aún la fachada negra y carcomida. Pero hay más cosas dignas de ver; por ejemplo, El Cedro, en el interior, famoso por su vegetación a pocos pasos de playas desiertas. El camino del color de la arena tostada olía a carbonilla, a fuego, a tierra quemada, seca, como el agua tan turbia que sin saber dónde nacía rezumaba a ratos, goteando sobre los tallos callosos de las matas.
Este amigo imprevisto, fruto de un viaje improvisado, no sólo no conoce el mundo en torno; sólo pisó tres islas de todo el archipiélago, sobre todo la grande, donde hubo vinos que gustaban a Shakespeare. En ella, en aldeas colgadas sobre playas remotas, tomaban el sol los extranjeros y bailaban los del país al son de tocadiscos japoneses. La música llenaba los patios emparrados, confundiendo las charlas con las risas.
"Yo quería haber estudiado Letras, porque hay facultad en la isla grande, pero mi padre dijo que aquello era perder el tiempo.
Además, me entraron las prisas de casarme, y así acabó mi vida. Por lo demás, aquí no pasa nunca nada, ¿qué va a pasar? Ni siquiera se disparó un solo tiro en la última, guerra, ni un avión, ni un barco; tan sólo las radios dándonos noticias, cada cual a su manera".
"Aquí la juventud dura más que en otros sitios. La vida es relativamente fácil, y apenas nos damos cuenta de que nos hacemos grandes, ni siquiera cuando nos casamos. Se lo digo a mis hijos, pero no lo entienden. Los de los pueblos interiores, en cambio, se hacen hombres antes de tanto trabajar".
El Sol ya se escondía detrás de los barrancos que rodean la villa. De las vaguadas donde crecen los brezos y los cedros se iban alzando rachas de brisa fresca. La iglesia llamaba al rosario, y la pareja de la Guardia Civil comenzaba su ronda. A la noche, esperando el barco de vuelta, se empeñó en pagar la última copa ale
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Un amigo en La Gomera
Viene de la página 9 gando que él seguiría sin salir de allí toda la vida, y yo no es fácil que vuelva. "Seguro que no volvemos a vernos en la vida".
Es cierto, las postales no sirven de nada; vivir es tener algo que contarse, como nuestra amistad nacida y muerta en un día vacío para ambos, por casualidad. Todo aquello que podamos contarnos dentro de un mes, de una semana, no tendrá sentido, igual que las camas de los chicos. "Al principio tenían siempre algo que decir. Luego se hicieron grandes y se acabaron las noticias después de cada viaje a la isla mayor. No es culpa suya, no me quejo, es; ley de vida que se cumple y que sin darnos cuenta nos hace cada día más viejos".
Me acompañó hasta el puerto, donde una perezosa caravana de grandes coches último modelo venido de los barrancos interiores descargaba vecinos y hortalizas dispuestos a aguantar los vaivenes del diminuto barco. Llegaban también rostros impasibles, cajones de fruta y torpes animales, saludados de pronto por un vendaval que azotaba el tilo de la plaza, hinchaba las palmeras sobre el mar y regaba sin piedad el malecón alzado con piedras grandes y pesadas.
"En fin", concluyó el amigo extendiendo la mano, "dentro de lo que cabe, ha sido un día agradable; por lo menos, un día aprovechado para mí, porque aquí siempre andamos buscando, cómo matar el rato, la vida se hace casi tan larga y ancha como el mismo mar".
Ahora, leyendo su vida o su muerte, ¿quién sabe?, en la Prensa, uno se pregunta si el amigo cuyo nombre apenas recuerda no irá a tener razón, como cantó Jorge Manrique. ¿Y la suya por dónde andará? ¿Y las de sus hijos? ¿Se hallará en esa lista de nombres que cada día facilitan? De uno o de otro modo, mi amigo ocasional tenía razón: un nombre es poca cosa, y una postal, una carta menos que nada; vivir es tener algo que contarse, y contar una historia de muerte sólo arrastra consigo dolor ante el absurdo y la eterna sensación de rebelarse, ya se trate de amigos o no, tal vez ante un destino inapelable.
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