Computer terminal
El fenómeno cultural más importante del período final de nuestro siglo es la angustia ante la tecnología moderna. En el dolor y e espanto que los progresos en e terreno de diversas tecnologías suscitan reside precisamente a raíz de la crisis de la modernidad. Esta angustia, cuya prehistoria se remonta al siglo pasado y que recorre exponentes cruciales del pensamiento artístico y filosófico de nuestro siglo, se des prende hoy de muy diverso: acontecimientos y fenómenos Unos se refieren a la destrucción que la tecnología moderna impone sobre la naturaleza: desaparecen los otrora legendarios bosques de Alemania y Checoslovaquia; cada año se desertizan extensiones inmensas de la selva brasileña; amplias zonas marítimas, en el Mediterráneo o el Atlántico, pierden progresivamente su flora y su fauna... Otro de los aspectos negativos del desarrollo tecnológico industrial afecta a la estructura de nuestras vidas y de la sociedad: el progreso tecnológico, en efecto, ha conllevado nuevos medios de manipulación y control totalitarios, ha empobrecido las formas éticas de convivencia social... En conclusión, el progreso, es decir, aquella categoría que definía los últimos valores y las esperanzas más altas de la civilización occidental moderna, se ha convertido en una categoría tan contradictoria y tan quebrada como nuestras propias vidas.Frente a esta constatación podemos observar en nuestra cultura dos reacciones opuestas, aunque coincidentes en sus resultados. Una de ellas es la de la absurda confianza en un sentido en sí mismo neutral o positivo ligado a cualesquiera inventos tecnológicos y transformaciones culturales por ellos impuestos. Tal es la actitud generalizada de nuestros medios de información. Ya se trata del niño-probeta o del lanzamiento de una nueva nave espacial, del progreso de la industria informática o de la adquisición de sofisticadas armas, los medios de masa detienen su información allí donde realmente comienza su interés y su problematicidad humanos: en la pregunta por sus efectos sobre la naturaleza, la sociedad y nuestra identidad moral e histórica.
Junto a esta confianza absurda en la tecnología, otro sector intelectual -en las universidades, en la Prensa, en los partidos políticos- responde a la efectiva transformación de nuestra sociedad promovida por la introducción de tecnologías nuevas con un pasivo nihilismo o con autocomplaciente escepticismo. "¡En la ciencia yo no creo!". Tal actitud está profundamente arraigada en la cultura española. En Unamuno y Ganivet ya se adelantaba este escepticismo, y ya la escolástica española del siglo XVIII se había mostrado antes escéptica frente al escepticismo crítico de la entonces naciente ciencia. Se trata de un escepticismo que siempre ha pretendido señorear por encima de las banalidades terrenales de las ciencias en nombre de los principios trascendentes de la moral, que en España siempre ha sido heroica y mística, y siempre ha pretendido trágica su penosa tensión con la realidad, que simplemente ignoraba.
El tema de las computadoras es hoy solamente uno de los capítulos de un amplio horizonte problemático. Es, sin duda alguna, uno de los capítulos más interesantes puesto que está destinado a modificar profundamente, y en un escaso período de tiempo, nuestros hábitos mentales, nuestra visión del. mundo, y también las formas de organización, de trabajo y de vida cotidiana de nuestra sociedad. De ahí también que hoy debamos subrayar este tema y suscitar una discusión mínimamente rigurosa sobre sus múltiples significados culturales.
Pero el significado social de la revolución informática atrae más la atención, por otra parte, debido a sus especiales connotaciones artísticas y literarias, o mejor dicho, mitológicas. La tecnología de las computadoras posee, en nuestro trasfondo cultural hebreo, un significado específico, cargado de motivos irracionales y conflictos. Se trata de la leyenda del Golem, de la repetición humana de la creación divina de un ser inteligente, que desde los guetos judíos de la Europa medieval hasta el rabino Norbert
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Wiener (como le ha llamado G. Scholem) han despertado a un tiempo nuestra fantasía científico-técnica y las más oscuras visiones literarias del futuro.
Merece la pena comentar en dos palabras este motivo porque en él se encierra el dilema histórico de la tecnología en su forma moderna. En pocas palabras: como mito, la leyenda del Golem ilustra aquellos aspectos humanamente problemáticos que la ciencia cibernética y en general el espíritu científico de mestro tiempo relega en la oscuridad de lo irracional y de la mitificación: las preguntas sobre el destino humano que la aventura del conocimiento traza, pero sin conocimiento de ello.
Las leyendas del Golem relatan, con diversas variantes, la creación de un ser humano artificial con el objetivo de encontrar en él un fiel esclavo del hombre, y la transformación de este supuesto esclavo en un nuevo y espantoso poder sobre la vida humana, sobre su creador incluso, que muchas veces acaba siendo la víctima mortal de su criatura. El aspecto central de esa historia que deseo subrayar es la didáctica de servidumbre y dominio que la atraviesa. El Golem-esclavo acaba convirtiéndose en el poder y el destino de su señor. Es ésta, por lo demás, la dialéctica que la filosofía de Hegel descubrió más tarde como inherente a la civilización moderna: las instancias históricas de dominación acaban siendo objeto y víctima de los mismos instrumentos que desarrolla para su sobrevivencia.
Este rápido flash es suficiente para mostrar el núcleo de la cuestión que la nueva tecnología suscita: la fatalidad de su introducción y la apertura de nuevas y fascinantes posibilidades que para el conocimiento, la organización y el trabajo trae consigo, plantean, al mismo tiempo, la drástica pregunta por las nuevas servidumbres y sacrificios humanos que necesariamente impondrá. La discusión de estos dilemas requiere la mayor serenidad y seriedad. Las nuevas máquinas no deben convertirse en las cabezas de medusa que nos petrifiquen de espanto: el alibi de un pesimismo autocomplaciente o de un rechazo meramente moral. Están ahí y piden nuestra intervención no como la mano ciega arrastrada por la inercia de los instrumentos, sino como la ciencia con conciencia capaz de criticar el presente y abrir el futuro a una nueva utopía.
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