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Tribuna:
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Tres jornadas de reflexión sobre la OTAN / 1ª

De los cuatro jinetes del Apocalipsis -Muerte, Guerra, Peste y Hambre-, siempre se me ha antojado que sobraba Muerte, pues, viniendo por compañero indefectible de los tres restantes, parecía redundancia que contase como un cuarto jinete con caballo propio, siéndole más congruente figurar, en todo caso, cabalgando, tres veces repetido, a la grupa de cada uno de los otros tres. Pero en un artículo de Jesús Menéndez del Valle (EL PAIS 20 de enero de 1984) me topé ya en el título con un engrupamiento semejante al que propongo para Muerte, salvo que para otra pareja completamente fuera de razón: "El hambre como causa de la guerra".No es válido hacer que Guerra monte a la grupa del caballo de Hambre, como si Hambre no fuese ya un jinete que se basta a sí mismo, bien capaz de venir y golpear sin traer a Guerra a lomos de su propio caballo. Así, tal vez obcecado con la guerra, el autor incurría implícitamente en el lapsus mentis de apear al hambre de su torva prerrogativa de mal absoluto ya en sí misma, sin necesidad de traer a la guerra como efecto a sus espaldas para justificar su propio horror.

Creo que este tipo, hoy nada insólito, de lapsus mentis responde a lo siguiente: la imagen de la hecatombe universal y escatológica "el fantasma del holocausto nuclear", como suelen decir los periodistas-, prefigurada, proyectada y reafirmada día tras día como horizonte hegemónico del Hoy, tiende a arrogarse, con la brutalidad usurpatoria de quien aspira al título de autócrata absoluto, la autoridad totalitaria abstractamente inducida en la mera idea de Mal Supremo -sumo y último daño y amenaza, al que todo otro mal se ha de ver subordinado-, viniendo, por tanto, a alzarse en único legítimo jinete del Apocalipsis. Así, hasta con espectrales fantasías del "día siguiente", no se repara en prestigiar y deificar la autoridad de la Catástrofe, como si ésta no proyectase ya tenebrosa, mortal, horrenda sombra sobre el cada vez más intensa y anticipatoriamente condicionado "día anterior".

Ahora mismo, en efecto, a cada instante que pasa, el "fantasma del holocausto nuclear" está ya siendo, de hecho, del modo más activo y en un grado imposible de evaluar, pero también dificíl de sobreestimar, cotidiana, incesante y renovada causa de hambre, a manera de efecto retroactivo de una guerra cada vez más previsoramente anticipada al par que cada día más prolongadamente aplazada.

Zoología

Sólo en una alusión periodística fugaz he leído la fórmula peyorativa de "pacifisino zoológico", aplicada, si no he entendido mal, al que se expre-sa en consignas que remedan el indigno refrán castellano "Más vale cobarde vivo que valiente muerto".

Pero, a mi juicio, lo feliz del ha llazgo expresivo "pacifismo zoológico" está más todavía en la fecundidad crítica que parece prometernos al extender su carga de valor peyorativo sobre una aplicación mucho más general. Esa aplicación es la del punto de vista que permite observar hasta qué punto, jamás, bajo ninguna de sus formas, la mera supervivencia como ciega o bediencia al mandato de Yavé: "Creced y multiplicaos", o sea, la supervivencia totalitaria mente interpretada como perpe tuación a ultranza de la Especie, por encima de las cabezas de los hombres -y al precio que fuere, merece ni aun remotamente llamarse vida humana.

En tal sentido, el concepto extensional de Humanidad no es sólo una noción zoológica, sino también, en grado mucho más universal del que pueda decirse de un Estado, una noción inhumanamente totalitaria.

Pero desde esta aplicación también se advierte cómo los que han hallado la feliz expresión de "pacifismo zoológico" no han sabido igualmente percibir hasta que punto, ya ahora, antes que eso, cabe hablar, con iguales si es que no con mayores razones, de "mílitarismo zoológico".

¿Acaso no está ya ahora todo vivir humano clavado al aplazamiento sine die del mero sobrevivir? Solamente, en efecto, a la vida ,de la Especie, a la supervivencia zoológica de la Humanidad, remite ya referencias -como se ha visto en el caso del hambre- un horizonte universal y unívocamente definido por el fatídico y artificial paraguas nuclear, acrecentando en los cada día más imposibles hombres la parálisis y la insensibilidad ante inhumanidades más atroces cada vez, por la exigencia de dilatar sin término la tregua de una amenaza erigida en suprema protectora de una Vida sin vivientes y una Humanidad sin hombres, miserable manada que se arrastra en la nulídad de mero censo de cabezas de una Especie -hacienda ganadera del Señor de los Ejércitos- a cuya perpetuación vidas y muertes se ven a cada paso más exclusivamente consagradas y subordinadas.

.Mas, no basta indicar hasta qué punto "pacifismo zoológico" y - militarismo zoológico" no son más que el reverso y el anverso de una misma situación y una misma ideología, sino que importa, por otra parte, señalar cómo, además, el propio horizonte zoológico y zoologizante desde el que se organiza la perspectiva común a ambas actitudes no fue siquiera, por cierto, en un principio, una invención original del pacifisinno, razonada o espontánea, motivada o caprichosa. ¡Nada de eso!

Tal horizonte fue, por el contrario, antes que nada, creación y aportación originaria y positiva de la teoría y la práctica militaristas del sistema de la dis,uasión. En este sistema fue donde halló origen la funesta concepción de la Humanidad como supervivencia zoológica, que hoy el militarismo se atreve a echar en cara al pacifismo.

Los refugios atómicos, ole ya larga tradición, ¿qué otra cosa han de ser sino reservas zoológicas que rentievan, como me apunta mí hija, el mito bíblico del Arca de Noé?

En el refugio atómico, donde convergen hasta identificarse el egoísmo individual más ferozmente zoológico y los totalitarios intereses de la perpetuación de la Especie, queda ejemplarmente desenmascarada, en toda su inhumanidad, la perfecta complicidad existente entre las dos extremas abstracciones, la de la Especie y la del Individuo, que, al igual que cuchillas de una única tijera, cortan el tejido mismo en que 10 propiamente humano podría hacerse concreto y cumplirse como tal. ¡Y a esa Cosa inmunda que salga del refugio atómico no sólo llamarán "hombre", sino que todavía le darán el título -por lo demás, de siempre tan grotesco- de "Civilización Occidental"!

Carismas

La última biblia o vademécum de esa Civilización Occidental -el panfleto Cómo terminan las democracias, de Jean-Frangois Revel-, cuyas diatribas antipacifistas han alentado a algunos a decir tout court que el pacifismo es inmoral, nos ha evocado a un viejo conocído, igualmente francés, aunque residente entonces, a diferúncia de hoy, en la Rive Gauche.

En efecto, la acusación lanzada contra el pacifismo de "hacerle el juego" a los eneniígos de Occidente es formalmente idéntica a la automordáza crítica por la que los antiguos mandarines del engagement, de la moral del compromiso (que no era, por lo demás, moral alguna, sino cruda razón de Estado asimiláda por la conducta personal), para no "hacerle el juego" a la burguesía capitalista, se avenían -aunque, justo es decirlo, no, sin una repugnancia que pronto haría vomitar al mejor de todos ellos, a Merleau Ponty- a comulgar díariamente con la rueda de molino ensangrentada quejes llegaba de Moscú.

Interesa observar cómo tal actitud de mantener la adhesión hacia la URSS, tan incondicionalmente inmune al menoscabo que pudiese acarrearle la autoría de los hechos más horrendos, sólo podía sustentarse sobre una concepción supersticiosa para la cual títulos como "pueblo protagonista de la Revolución" o "paladín de la Causa del Proletariado" embutiancon falaz corporeidad su condición de simples entorchados alegóricos, hasta recibir fe y cobrar vigencia de papeles históricos realmente conferidos, de misiones históricas realmente asignadas por los altos designios de la Historia Universal.

Lo cual comportaba sin más para esos títulos la presunción de un carácter rigurosamente caris,mático, en el preciso sentido en que se dice, por ejemplo, del carácter impreso por el carisma sacramental del sacerdocío, recibido asimismo de una vez`por todas, in aetemum, y, por ende, no menos inmune a cualesquiera abismos de pecado o indignidad en que pudiera precipitarse el ordenado.

Pues bien, habrá que suponer que aquel "hacer el juego" que, resucitado hoy en la Rive Droite, autoriza a tachar como inmoral la busca de la paz 'cuya plausibilidad moral intrínseca no deja, sin embargo, de reconocerse-, implica para Occidente análoga presunción de un papel y una misión históricos no menos rigurosamente carismáticos de "paladín de la Libertad" o "defensor de la Causa de la Humanidad" providencialmente asignados por divino designio de la Historia Universal; sóló la misma invención supersticiosa de un .carisma histórico" podría ser, pues, la credencial capaz de legitimar la condena moral del pacifismo por el motivo de que debilita las fuerzas que defienden la Civilización Occidental. Pero ambos carismás son, de,hecho, patentes de corso.

'Quid pro quo'

Quienes han visto de qué forma la potencia representante de la utopía comunista -y sea cual fuere el grado de aceptación que ésta pueda merecerle- ha venido traicionando aun la mínima imagen de esa misma utopía, en aras de las en parte motivadas y en mayor parte paranoicas obsesiones militaristas, sacrificando una y otra vez la llamada Causa del Proletariado en beneficio de las Fuerzas sedicentemente defensoras de esa Causa misma; quienes han visto, cómo la superchería euroestratégica de Napoleón de que "Quien tiene Bohemia tiene Europa" bastó a la paranoia militar soviética para forzar a Breznev a reprimir con las armas los tímidos avances liberalízadores del partido comunista checoslovaco; quienes han visto, en una palabra, de qué modo, allá en Oriente, las necesidades de la mera fuerza se han demostrado, por su propia índole -la absolutización del principio de funcionalidad o de eficacia-, inevitablemente ciegas e insensibles a cualquier contenido que pretendan defender, hasta el extremo de verse puestas en contradicción flagrante con la idea misma cuyas banderas enarbolan; quienes han visto, digo, todo esto en el Oriente se muestran incapaces de imaginar y de temer lo mismo para el Occidente.

¿Acaso no son razones geoestratégicas (amén de personales motivaciones electoralistas de los candidatos a la presidencia de EE UU) de las "Fuerzas que defienden la Causa de la Libertad" las que han favorecido e incluso usado como mandataria a una democracia racista y asesina como la de Israel?

Y en el mismo momento en que se admite que la defensa del Mundo Libre exige mantener cierta condescendencia comercial y diplomátíca con el Estado superracísta del apartheid, porque el control del Cabo de Buena Esperanza es vital para el de la ruta del petróleo y porque en tal país están la mayoría.de los yacimientos de mtales raros -indispensables para la industria bélica- que hay en el mundo, aparte de la URSS, ¿no se están viendo casos de cómo tambíén para el Occidente vale el principio de que la ciega funcionalidad militarista es olímpicamente insensible e indiferente a la eventualidad de ponerse en rotunda contradicción con los propios contenidos en cuyo nombre se justifica y organiza el entero tinglado de las fuerzas que dicen defenderlos? Pero, por si estos casos se despachan como desagradables excepciones exteriores y muy localizadas, ya veremos mañana otros fenómenos tan sólo digeribles con una dosis todavía mayor de estupidez y de irresponsabilidad.

Digamos entre tanto que, para esquivar semejantes escrúpulos o suspicacias, no le queda a Occidente más recurso que el de alegar que su carisma histórico es el auténtico de Dios, en tanto que el de los otros es del Diablo; lo que equivale a elevar el presente antagonismo bipolar no sólo a guerra de religión, sino, dado su alcance universal, al supremo,combate escatológico del Apocalipsis (contrapunto y antecedente cristiano de la "Lucha Final" del himno comunista, que todo hay que decirlo).

Pero, en tal caso, ¿a qué esperan los hí os de la luz? ¿Cómo se atreven a contemporizar tratando de amañar una inicua convivencia con el poder de las tinieblas? Su divina misión, ¿no les obliga a poner la Causa del Señor -y Señor de los ejércitos- por delante y por encima de todo riesgo propio, desenvainando sin más vacilaciones la espada del Arcángel, declarando inmediatamente al enemigo fuera de la ley -y aun de la Humanidad- y procediendo en cinco minutos, y caiga quien caiga, a su achicharramiento termonuclear?

Y si esto se me reprocha como una carícatura tendenciosa y mal intencionada, diré que no es un punto más ridícula que la que se inerece el Occidente, a menos que reconozca que cualquier carisma histórico, cualquier "destino manifiesto", es -aparte del más vetusto camuflaje moralizador de todo acceso de hybris y de furor de predominio- una superchería incapaz de garantizar absolutamente nada, ni menos de inmunizar a nadie contra las ciegas necesidades amoralmente funcionales de la fuerza.

El fin de las democracias

No hay, pues, carisma alguno contra el riesgo de que lo que acabe con las democracias no sea tanto la insidia de sus ant agonistas, como pretende el panfleto de Revel, cuanto su propia y entusiástica entrega al proceso de militarización universal.

Éste permite vislumbrar el día en el que el sedicente combate escatológico entre el Bien y el Mal -ya meros nombres, incluso inversamente atribuidos por cada contendiente- no será sino la feroz lucha zoológica entre poblaciones ya sólo territorialmente determinadas por habitar al este o al oeste del Elba, pero cualitativamente indiscernibles, habiendo subordinado y anulado toda virtud diferencial que se quiso alegar por contenido del presunto designio carismático en aras del excluyente e imperioso furor por la victoria.

En ese instante, el actual proceso acelerado de regresión antropológica, habrá avanzado hasta un punto tan arcaico que a quien pregunte refiriéndose a Oriente y Occídente: "¿Y por qué se pelean esos dos?" se le contestará irritadamente, como a quien hace una pregunta idiota: "Pues por qué quiere usted que se peleen? ¡Porque son enemigos!".

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