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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Una nota de pésame

LOS TRES atentados perpetrados ayer en Sevilla, Madrid y La Coruña significan la brusca reaparición en el escenario criminal de los Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre (GRAPO), que los servicios de seguridad, con optimismo profesional digno de mejor fortuna, consideraron hace escasos meses como definitivamente liquidados. Rafael Padura, presidente de la Confederación Empresarial Sevillana, y Manuel Ángel Quintana, director general de una empresa inmobiliaria madrileña, han perdido la vida a manos de unos asesinos cuya enloquecida lógica sirve probablemente a intereses turbios y peligrosos. Aunque gravemente herido, Luis García Pardo, ingeniero jefe de Radiotelevisión Española en La Coruña, se halla fuera de peligro. El posterior enfrentamiento, en la capital gallega, de las fuerzas de seguridad con dos miembros de los GRAPO ha despejado las dudas que pudieran existir acerca de la autoría de los crímenes, realizados en el tercer aniversario de la muerte en Barcelona de Enrique Cerdán Calixto, dirigente de la tristemente célebre organización.La escueta reacción del Gobierno, que debiera haber comparecido ante la opinión en una jornada como la de ayer y que se ha limitado a hacer pública una nota de pésame, es desalentadora. Evidentemente, este triple atentado viene a arrojar serias, sombras sobre el optimismo del Ejecutivo en sus recientes triunfos contra el terrorismo etarra y sobre las posibilidades de buscar una solución más o menos negociada a la violencia política en el País Vasco. Pero la decepción del Gobierno no debiera ser tanta que empobreciera hasta donde lo ha hecho su reacción ante el salvajismo desatado ayer. Su incomparecencia sólo puede ser síntoma de su falta de sensibilidad ante unos hechos que han conmocionado a la opinión. Muchas veces se ha hablado de la desastrosa política de imagen de este Gabinete. Los silencios de ayer quizá sean mejor por eso que las cosas que en otras ocasiones ha habido que oír. Pero en cualquier caso a los españoles les gustaría que alguien contestara una pregunta: si la puesta en libertad de varios grapos que habían cumplido condena hacía prever una escalada del terrorismo de este signo, ¿qué medidas de prevención sobre los escasos miembros de la organización se habían tomado? ¿Y quién es el responsable de las eventuales negligencias o ineptitud en el caso? Para contestar a eso, ayer nadie dio la cara.

Desde su aparición en la vida española, los GRAPO, cuya explícita vinculación ideológica y política con grupúsculos de ultraizquierda forma parte a la vez de su realidad y de su leyenda, no sólo han sembrado la muerte mediante sus actividades criminales, sino que también han interferido el normal desenvolvimiento del proceso democrático a través de sus espectaculares provocaciones. El secuestro de Antonio Oriol y del teniente general Villaescusa, en el umbral de la transición, y los atentados posteriores contra miembros de las Fuerzas Armadas, de la Administración y de la magistratura merecieron el rechazo de la sociedad española, pero también suscitaron razonables sospechas sobre los objetivos últimos de esas acciones. A estas alturas, sin embargo, los GRAPO, con sus acciones posteriores, han descubierto su auténtica personalidad de brazos ejecutores del más oscuro y puro terrorismo involucionista.

De otro lado, también es necesario hacerse algunas preguntas sobre el funcionamiento de la seguridad del Estado. A lo largo de los últimos años se ha convertido en una costumbre que los responsables de los servicios de seguridad anuncien, tras la detención o la muerte de destacados militantes de la organización, que los GRAPO han sido definitivamente desmantelados. Hay que preguntarse, así, por las razones de la extraña inmortalidad de esta siniestra Ave Fénix, capaz siempre de resurgir en momentos oportunos para proseguir sus actividades provocadoras. Bien es verdad que nadie está a salvo de la locura individual de un homicida armado con una pistola y que ninguna política preventiva puede impedir que un asesino aislado apriete el gatillo. Sin embargo, los GRAPO forman una organización; esto es, necesitan para su funcionamiento infraestructura, aprovisionamientos, nexos, citas y reuniones. Aunque los atentados de La Coruña, Madrid y Sevilla demuestren la escasa potencialidad de los terroristas para atacar a personas amparadas por protección institucional, sus acciones revelan la existencia de una rudimentaria estructura que les permite planear y coordinar sus proyectos criminales para un día determinado en tres ciudades diferentes. Y es precisamente la coincidencia de esa presumible debilidad organizativa de los GRAPO con su capacidad para seguir golpeando el argumento más convincente para sospechar la existencia de vinculaciones ocultas entre esa banda terrorista y algún centro operativo encubierto.

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Las acciones criminales de ayer representan la forma más diseminada e imprevisible de la práctica terrorista, que alcanzó su paroxismo de horror con el espantoso atentado de la cafetería California. Si un dirigente empresarial, el director de una inmobiliaria y un ingeniero de televisión son elegidos como blancos de una banda armada, cualquier ciudadano sentirá sobre sus espaldas la amenaza. Ése es, precisamente, el propósito último del terrorismo: manifestación de la violencia asocial llevada hasta sus últimas consecuencias por una lógica enloquecida. En el caso de los GRAPO, la pregunta oportuna remite a los eventuales vínculos entre la demencia de los doctrinarios y quienes pueden encauzar, en provecho de una estrategia desestabilizadora, los problemas de la seguridad ciudadana al servicio de la inseguridad institucional.

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