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Aquí compramos todos

Darío Fo daría fe de lo que se podría armar si los europeos, por culpa de la crisis pertinaz, tuviéramos que pasar del compro, luego existo, como principio raciovital inculcado, al contente y abstente, como meta vital racionada. Porque aquí compramos todos o rompemos la baraja, y las hordas consumistas, impelidas por el síndrome de abstinencia, nos lanzamos, al grito de ¡uníos hermanos usuarios!, al saqueo de los grandes almacenes institucionales, al asalto de las tahonas ideológicas y a la quema de los conventos políticos del sistema de libre mercado. Y aquí no apaga ni paga nadie, ni a plazos ni al contado.Presas, a nuestra vez, de la frommanía depresiva de tener, más que de ser, a los españoles de hoy nos aterra, casi tanto como escuchar el fragor de la Goma 2 o el monótono rumor de sables, dejar de oír el epistemónico tintín de los tazones, el epicúreo frufrú de los tergales y el sedante runrún de los electrodomésticos.

Unidades de consumo en lo universal, congregados por un proyecto digestivo de vida en el Mercado Común, más que quedarnos tirados en la cuneta del paro laboral, en la dura lucha por la conquista a conservación del puesto de trabajo, nos asusta vemos sin puesto de consumo. Llevamos demasiado tiempo entre las manos de los; persuasores ocultos packardianos y de los estrategas del deseo dichterianos que manipulan nuestros estados de ansiedad, angustia o desesperación y, por retorcidos mecanismos psicológicos de sustitución, compensación, proyección, identificación, catexis y otros trucos freudianos, subliman nuestros arthelos frustrados hacia el consumo de objetos sucedáneos.

(Por ejemplos: ¿Libre al fin de la repre de los regres, tienes la depre del progre porque el paso de la España de las misas y las misses a la de las mesas y las musas no es cosa de meses ni de masas? Pues pasas tú directamente de missas ad mensam, según el lema claustral y pantagruélico.

¿Estás lapizbajo y meditamundo, harto de hacer (poco) el amor y otros (mucho) la guerra, de vivir bajo el volcán nuclear, al borde kavafiano del vacío necio, y, aunque hoy podrías escribir los más tristes versos, como el escribiente Bartleby, prefirirías no hacerlo? Pues a comprar, a comprar, que el mundo se va a acabar y han comenzado las rebajas preinvierno.

¿Me desperté otra vez entre tus brazos, Tedio, monstruo voraz baudelairiano que de un bostezo se tragaría el universo, y hoy no me puedo levantar, el fin de semana me ha sentado fatal, Gaby sácame de aquí, no puedo más... y como al joven Verther y a la vieja Safo te entran ganas de cruzar el Aqueronte vertiginoso en su curso sin retorno hacia el Averno? Pues te atas a la cadena de sonido y te pones una dosis de Veneno o te subes a tu barca de Caronte y te vas de compras al centro.

¿Qué la princesa está triste, porque cada mujer lleva en su interior una tristeza, junto con un proyecto de interrupción del embarazo no forzosamente terapéutico y un miedo a volar y a dar hilo y mar al pez que lleva prisionero? Pues vuela con nuestra moda, usa tus alas, descubre viajando con nosotros que nunca tu imaginación voló tan lejos, tú eres la estrella, tú eres lo primero.)

Así, los espeleólogos de las simas y recoveeos del alma del ciudadano moderno han descubierto que comprar es un placer banal-sensual, incluso anal-sexual, a menudo sustitutivo del acto amoroso primigenio, escalera de incendios contra deflagraciones depresivas y, a escala colectiva, espita de desfogue de la olla stress social. Hasta el punto de que el acto de compra de por sí, para sí y porque sí se ha convertido en necesidad primaria en sí tan importante como aquellas cuya satisfacción en principio procura: comer, dormir, vestirse, cobijarse, o incluso hacer el amor y de cuerpo. Los expertos dicen, para entendernos, que cuando vamos de compras somos como tontos con tirantes nuevos o perros con su hueso: si alguien intenta quitarnos el botín, mordemos.

Golems teledirigidos por órdenes de compra emitidas desde un centro; zombies sobrealimentados, aunque luego no tengamos donde caernos muertos;mediums en trance presas de la hipnosis del supermercado (que nos hace comprar las cosas más absurdas sin el más mínimo parpadeo); Sísifos condenados a un eterno, sube y baja escaleras mecánicas cargados de objetos superfluos; ufanos conductores de carritos de hipermercado cual petrarquista duce che'n Capidoglio trionfal carro a gran gloria conduce, Horacios resignados a comprar la flor de día a plazos y de plástico; Teresas de "Jesús" transverberadas por el mistifícado sígueme de unos vaqueros; Faetontos al volante de nuestros carros de fuego a cuyo calor se nos derriten los conceptos... Bombas, en suma, aspirantes de incitaciones compulsivas al consumo e impelentes de impulsos de compra irreprimibles, que se anden con ojo con nosotros los artificieros de la crisis si quieren desactivarnos, pues corren el riesgo de que estallemos y esto salte en mil pedazos. O de que, dado que tenemos los reflejos condicionados al consumo de sucedáneos, decidamos pegarle fuego al quiosco y marcharnos a instaurar en otro lado el consumismo libertario. Si no hay casera, pues nos vamos. Darío Fo daría fe.

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