¿Paz o victoria?
Si vis pacem face bellum, es la nueva consigna pacifista para Euskadi, y en defensa de su paz particular recita cada cual aburridamente su monólogo en un patético esfuerzo por cargarse de razón que vacía su discurso de sentido: convertida ya la palabra en arma arrojadiza, el intercambio verbal no es ni siquiera un diálogo de besugos sordos, sino simple arenga, insulto, grito de batalla, vómito, exabrupto, competencia de despropósitos.Además de descubrirnos la misteriosa sagacidad de los jueces franceses para penetrar en la interioridad del delincuente y llegar a conocer mejor que él el tipo de intencionalidad, política o meramente común, que le guió en la comisión de su acto criminal, los juicios de Pau sobre la extradición de etarras y la subsiguiente polémica al respecto han puesto de relieve la sospechosa coincidencia de las más encontradas y antagónicas posturas en el extraño prestigio de que gozan los delitos políticos: los etarras y sus defensores y simpatizantes reivindican el carácter político de sus crímenes, cual si de un certificado de inocencia se tratase; pero ¿acaso no comparten implícitamente tal atribución a la motivación política del crimen del mágico poder redentor de su intrínseca maldad cuantos deniegan tal carácter y exclaman indignados que los etarras son "meros asesinos, sanguinarios delincuentes", como si no existiera incompatibilidad semántica entre tales sustantivos y el adjetivo políticos?
Tiene que haber gato encerrado en el apasionado rechazo del carácter político de los delitos etarras, algo que compense la obvia debilidad en que tan irracional actitud sume la argumentación que de ella dimana. Pues ciertamente no parece que los etarras roben para enriquecerse personalmente ni que maten por autocomplacencia sádica o venganza personal, y tampoco parece excesivamente desatinado calificar como objetivo político la independencia de Euskadi, por más ilusorio, indeseable o imposible que tal objetivo se juzgue. Por otra parte, que España sea o no un Estado dermcrático y autonómico es algo absolutamente irrelevante de cara a calibrar el carácter político o no político del móvil de los delitos que contra tal Estado se cometan, a no ser que se incurra en el absurdo de reducir las ideologías políticas a la ideología democrática, declarando totalitariamente y contra toda evidencia la imposibilidad metafísica de un combate poilítico contra la democracia.
La raíz última de la repugnancia a reconocer la intencionalidad política de los crímenes etarras no puede ser otra que la presunción de que ello equivaldría de algún modo a disculparlos, a justificarlos, dando consiguientemente por buena la tesis de que hay fines (los políticos, por ejemplo) que justifican cualquier medio, y descartando correlativamente la postura ética para la cual hay medios que ensucian cualquier fin a cuyo servicio se pongan.
El carácter político de un crimen no lo convierte en menos odioso y repugnante, sino que lo vuelve infinitamente más envilecedor y peligroso al dispensar de su responsabilidad al agente, degradado a la condición de instrumento de Dios, el Estado, la historia, la nación, el pueblo o el proletariado. Como escribe acertadamente Solyenitsin: "La imaginación y la fuerza interior de los criminales de Shakespeare se limitaban a una'docena de cadáveres. Es porque no tenían ideología. ¡La ideología! Ella es la que aporta la justificación que el crimen busca, la larga firmeza necesaria al criminal... Es la ideología lo que le ha costado al siglo XX experimentar el crimen a escala de millones".
Renuncia ética
La denegación del carácter político de la delincuencia etarra es un atentado a la evidencia y a la razón que encubre una trampa ética, pues la contrapartida de tal privación de toda justificación política a los delitos terroristas es la asignación a los fines políticos, a la razón de Estado, de la función legitimadora de cualquier medio que se use en la lucha antiterrorista: quien está dispuesto a justificarlo todo por la política no puede aceptar excusa política para lo que repudia.
La subordinación de lo moral a lo político implicada en la creencia de que el reconocimiento. de la intencionalidad política de los crímenes etarras supone su excusa o justificación, el debilitamiento de su condena y su rechazo, suministra de rebote buena conciencia ante los medios utilizados en la lucha antiterrorista en virtud de los sacrosantos fines políticos perseguidos: "Aquello, mismo cuya carencia convierte a ¡ni antagonista en un mero delincuente, es decir, el móvil político, otorga justificación a mis actos y borra de ellos toda posible sombra de inmoralidad".
Por eso no tiene nada de casual que la ceguera socialista ante el carácter político del problema etarra coincida con su responsabilización desde el Gobierno de la lucha antiterrorista y con la sumisión de ésta a la más estricta y desnuda razón de Estado, sin, cortapisa ética alguna.
Entre la prédica moralista con que el PSOE accedió al Gobierno y lo que cabe adivinar bajo el espeluznante reconocimiento reciente por el director general de la Guardia Civil de que las fuerzas de seguridad "tienen que emplear todas las medidas que están a su alcance y algunas que incluso no lo están para conseguir su objetivo último, la desaparición de ETA", medidas que habría que negar si trascendieran públicamente (véase EL PAIS del 25 de agosto), se sitúa una renuncia ética de extremada gravedad, una renuncia hecha de consentidor silencio ante la persistente tortura, de vergonzosa ambigüedad frente al GAL, de injustificable apología de actuaciones cuando menos excesivas y dudosas de las fuerzas de seguridad, una renuncia que ya ha convertido en una derrota moral frente al terrorismo la aún problemática victoria política sobre el mismo.
Hasta qué punto es la victoria, para cada cual su victoria, y no simplemente la paz, lo que todos y cada uno de los presuntos adalides de ésta aspiran a lograr (tanto ETA-HB como el PNV-Gobierno vasco y el PSOE-Gobierno central) lo revela la progresiva pérdida de Importancia de los contenidos políticos a conseguir en comparación con las formas de lograrlo y su apariencia simbólica. Está, claro quo a ETA-HB no le importa tanto la libertad de los presos y el retorno de los exiliados, que podría lograrse por la vía de la reinserción, cuanto, arrancar la amnistía, o que difícilmente aceptará como adecuada traducción de su reivindicada "expulsión de las fuerzas de ocupación" la disminución de la presión policial que su renuncia a las armas provocaría, seguida de la progresiva ampliación de funciones de la policía autónoma lograda mediante presión pacífica sobre el Gobierno de Madrid: lo importante no es lo que en definitiva se consiga, sino cómo se obtenga.
Un síndrome similar aqueja a este respecto al PNV y al PSOE, dispuestos ambos a frustrar toda iniciativa de paz que no protagonicen. Este último, tras haberle venido reprochando con razón a aquél la subordinación de su actitud ante el terrorismo a sus intereses de partido, parece haber diseñado su reciente alternativa negociadora con la predominante obsesión de impedirle al PNV capitalizar la paz. ¿Y qué otra cosa sino el fantasma de lo que sería sin duda bautizado como capitulación ante ETA puede impedirle al Gobierno socialista no ya negociar la alternativa KAS, sino algo mucho más sencillo y frustrante para ETA: realizar por su cuenta y riesgo lo mucho que de sus ambiguos puntos cabe en el marco de la Constitución y es de estricta exigencia democrática? Quizá descubriera sorprendido que lo que rechaza como intolerable imposición violenta guarda un extraño parecido con el Cumplimiento de un programa que fue el suyo un día.
Vencer y capitalizar la victoria, tal es el verdadero proyecto que subyace a las distintas alternativas por la paz, tal es la intencionalidad política del grave delitoi moral que impide lograr la paz en Euskadi.
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