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Tribuna:MADRID, VERANO
Tribuna
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El 'Tívoli' de Tierno

Es evidente que al viejo profesor, como le llamaban ya probablemente a los 25 años, le gusta que el pueblo se divierta dentro de un orden, como le pasaba a un antepasado cultural con quien tiene mucho que ver y que se llamaba Jovellanos. Las derechas creen que el señor Tierno lo que hace es soltar masas de gamberros por los lugares más bellos de Madrid para que los destrocen entre risotadas y botellas de vino. No. Lo que hace el señor alcalde es señalar unos límites para que la masa se divierta entre ellos. Que luego esa masa desborde las barreras no es culpa del señor Tierno, que como sabio rectificará y dará marcha atrás al permiso de utilizar el Retiro, por ejemplo (que este año queda sólo para infantes de brazos débiles y por ello poco peligrosos) o abrirá zanjas para recortar la movilidad excesiva de los automovilistas en la Casa de Campo. Pero eso no lo hará cambiar la idea de procurar espacios donde la gente conjugue alegría y cultura tomando sólo ciertas precauciones. En Madrid, desgraciadamente, no existe como en Copenhague un Tívoli o parque de atracciones en el que pueda aliarse las sofisticación ciudadana y la alegría sana del villorrio. A Tierno le gustaría que existiera- y al no poder situarlo en un lugar preciso, disemina la idea por toda la geografía urbana de Madrid.... Por ejemplo, en la plaza Mayor. Y como amante de lo antiguo la ha ambienta do en un siglo de prosapia, el siglo XVII Desde el principio, el espectador se da cuenta del acierto de la reconstrucción que se ha hecho del pasado en ese espacio empezando por el pavimento. El recién llegado nota en seguida que la suela del zapato que en otros lugares madrileños cumple con su cometido de salvaguardar el pie de las asperezas del suelo parece aquí de papel, lo que permite hacerle llegar el contacto de las duras piedras. Tras el primer gesto d9 dolor, su sonrisa surge ante el recuerdo. ¡Claro.! Lo que hanquerido los organizadores es situarle efectivamente en el Madrid del siglo XVII, cuando los cantos se colocaban de punta para que se desgastasen menos. ¿Y no se quejaban los transeúntes? ¿Cuáles? Los nobles y prelados iban a caballo o en carroza, y los otros no tenían derecho a quejarse de nada.

(Luego descubriremos que el ambiente incómodo de aquel tiempo está representado también al usar para la representación teatral esas sillas de tijeras que se llaman plegables, aunque lo menos que hagan sea plegarse a la anatomía del cuerpo. Los travesaños de la espalda se clavan duramente en el torso y las tablillas del asiento dejan entre sí bastante espacio para quitar base de sustentación a la parte trasera del cuerpo humano; por otra parte, el travesaño de los pies está colocado a distancia tan breve que sólo un enano puede evitar la sensación gallinácea cuando se sienta en ellas. Yo miraba envidiosamente a una estudiante norteamericana que desparramaba su gordura inmensa sobre esa superficie de madera rellenando sus aristas con sus relieves. Igual que las damas llevaban a la iglesia su almohada -entonces ho había sillas- la yanqui traía desde EE UU su almohadón incorporado.)

Disfraces de alguaciles

Torciendo los tacones penetramos en el recinto. Nos comprueban la entrada unos jóvenes ataviados según la época, disfraz que es el que menos impresiona a la gente porque puede verlo a menudo en la plaza de toros en la figura de los alguaciles que piden la llave. Y ya inmediatamente le asalta a uno el espectáculo. A nuestra izquierda sobre un estrado está el trujamán explicándonos la historia de la plaza con sus autos de fe y sentencias políticas con ademán enfático y voz engolada, como debe de ser. Entre las víctimas que allí perecieron recuerda al marqués de Siete Iglesias, don Rodrigo Calderón...

(Un inciso pedante, muchacho. El refrán "tiene más orgullo que don Rodrigo en la horca" no nace, como dices, con la muerte de Siete Iglesias porque: a) no lo ahorcaron, sino que, como noble, le degollaron, ya que en aquel tiempo se hilaba muy fino en las categorías sociales, y b) ese Rodrigo mítico murió en el patíbulo mucho antes, como indica la literatura clásica al mencionar el refrán. Por cierto, quien más sabe de Siete Iglesias es un señor llamado Guido Brunner, embajador de la República Federal de Alemania en Madrid, que además ha nacido en Chamberí, con lo cual podría pasearse esos días ataviado con pleno derecho con pañuelo al cuello, pantalón abotinado y gorrilla inclinada sobre una ceja.)

Sigo paseando y descubriendo facetas de aquel Madrid con unos saltimbanquis que, de acuerdo con el origen del nombre, porque fue origen del oficio, se fingen italianos y dan grandes voces para presentar el espectáculo circense con saltos mortales y volteretas de todas clases. Veo que las estudiantes norteamericanas vacilan entre el grito de quien cuenta la historia de la plaza y de quienes, con la misma cantidad de decibelios, les invitan a mirar la musculatura de los atletas.

-¿No cree usted que esa gente debería hablar uno después del otro o estar más alejados entre sí para que podamos entenderlos a los dos?

-¡Pero eso ya no sería España, señorita.¡

Hay alegría en los versos libres del charlatán, en la propaganda del saltimbanqui; sonríen también los mesoneros, que disfrazan de palabras altisonantes un condumio corriente, y hay alegría en los comediantes que están representando La discreta enamorada, de aquel fanfarrón, celestino del duque de Sessa, cura sacrílego, amante incansable y poeta divino que se llamó Lope de Vega.

Es curioso. Lo que noto en este ambiente es que, los organizadores han conseguido algo tan extraño como que los profesionales, es decir, los que menos podrían interesarse por el espectáculo, se rían mientras los espectadores permanecen serios. La intención lúdica del profesor Tierno (por cierto, ¿qué haríamos los que escribimos en los periódicos sin adjetivos como lúdico y kafkiano?) acierta lo más difícil y falla en lo más fácil, en despertar las ganas de divertirse de una gente que en principio tenía que estar predispuesta a ello. Y no. Las carcajadas de charlatanes, funámbulos, actores, músicos, acomodadores y camareros topan incongruentemente con la amable pero fría atención de los espectadores, que en ningún momento se incorporan al espectáculo y mucho menos se desmelenan. Incluso cuando se animan a cubrirse con uno dé los disfraces a disposición del público, vestidos de soldados de los tercios o de frailes capuchinos, con narizota de cartón o sin ella; deambulan observando discretamente el paisaje humano y urbano de la plaza. Hasta los niños van formalitos. La sensación es extraña. Uno, que odia mortalmente a los gamberros, casi desearía que surgiera de pronto un par de ellos; si se quiere, para mantenerse en el ambiente unos pícaros, un Rinconete y un Cortadillo, por ejemplo, que cortaran bolsas para animar un poco el cotarro con gritos de "¡al ladrón!", revoloteo de faldas y peticiones de ayuda a la justicia. Nada.

Pesimismo y buenaventua

Es posible que la culpa de esa atmósfera gris sea un poco también de las tentaciones alternas que se ofrecen en la plaza. Es evidente que la contemplación de las estrellas tiene un interés cultural pero no excesivamente jocoso, y que la venta de libros sobre Madrid puede atraer más al viejo coleccionista que al escapista de hoy. ¿Y el énfasis dado a la predicción del futuro? A través de las cartas españolas, del tarot, de la carta astral, de los posos de café y té o en la simple observación de la palma de la mano, unos técnicos prometen pronosticar lo que vendrá a unos asistentes alineados en bancos a ambos lados de la puerta con la misma alegre expresión de los que se reúnen en la antesala del dentista. Y no es para menos; el pesimismo de la sociedad española de hoy es demasiado grande para que no se proyecte del presente al porvenir. Y todos sabemos que llamarle buenaventura es sólo para entendernos.

No sé... No sé... Tengo la impresión de que toda esta gente, en general de clase media, estudiantes y algún despistado extranjero a quien le ha aconsejado el conserje del hotel sobre la fiesta, está un poco desconcertada, no porque le den menos de lo esperado, sino porque le dan más. Quizá lo que ocurre es que el pueblo español no está acostumbrado a que le traten bien por parte oficial y mucho menos a esperar atención y afecto. Lo normal en las ceremonias estatales o municipales es que el pueblo vaya a ellas pletórico de ilusiones y que los funcionarios, que son los que están ahí por obligación, le reciban con cara de cabreo. Y aquí pasa lo contrario... Entonces, es posible que ese despliegue de sonrisas, zalemas, bunlulú, mojigangas, loa, corrida, sólo por 400 pesetas, les deja entre desconfiados y suspicaces. Me ha parecido que al terminar el espectáculo se iban con la cabeza vuelta de cuando en cuando hacia atrás, como si temieran que de alguna manera les comprometiesen con algo a cambio del obsequio que les acababan de hacer. Yo quería tranquilizarles, pero no me atreví: lo que pasa, señoras y señores, quería decirles, es que el profesor Tierno. está empeñado en darles a ustedes lo más parecido posible a un Tívoli cerca del Manzanares. Que lo que quiere es que se diviertan, señoras y señores, nada más y nada menos, sin pedirles ni siquiera el voto en las próximas elecciones. Hombre, si se lo dan, tampoco lo va a despreciar...

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