Idóneos y jubilados
Cientos de aspirantes han sido declarados idóneos para el ejercicio de la docencia universitaria. Entre tanto, la amenaza o la promesa de una jubilación a los 65 años inquieta las mentes y las plumas de quienes se hallan próximos a ese nivel de vida. ¿Qué puede temer, qué puede esperar la universidad de aquel evento y de esta posibilidad, si efectivamente llega a cumplirse? Por lo que valga, daré mi respuesta.Jubilado y bien jubilado soy yo, y no por mis pecados, como diría un español de antaño, sino por mis febreros. Lo cual me pone en el trance de repetir, arrimándola a mi caso, la explicativa sentencia que acerca de su condición de hombre acuñó un poeta, Antonio Trueba, el vizcaíno Antón de los Cantares, y que tan gustosamente hizo suya don Miguel de Unamuno: "Hablaré de mí, porque soy el jubilado que tengo más a mano". Hablaré de mí para decir ante todo que soy un jubilado especialmente, favorecido por la fortuna. En mis dos actividades profesionales anteriores a la pasividad administrativa -una cátedra universitaria y un puesto de trabajo en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas- me han sucedido personas cuya disposición hacia mí sólo gratitud merece. Y como me gusta enseñar -mal o bien, leer, pensar,- escribir y enseñar son las únicas cosas para que sirvo-, ese señalado privilegio me ha permitido seguir curso tras curso diciendo lo que sé a un grupo de alumnos. Escrupulosamente fiel, eso sí, a un sabio y cauto precepto de nuestra legislación, ese según el cual queda prohibida al jubilado la percepción de todo emolumento que no corresponda a la jubilación misma. En conclusión: jubilado soy, me gusta enseñar, sigo enseñando y día a día puedo sentarme en un despacho de mi universidad como lo haría en un rincón de mi casa. Universitariamente no puedo pedir más. Bien puedo decir de mi docencia, en suma, lo que de su tizona el alférez Campuzano de El coloquio de los perros: "Espada tengo; lo demás, Dios lo remedie".
He hablado hasta ahora del jubilado que soy yo; debo hablar a continuación de los restantes jubilados. Para una parte de ellos, sea por enfermedad, por cansancio o porque en los recovecos de su alma se venían diciendo a sí mismos, como el boticario enfermo del cuento, "De lo de abajo, nada", la jubilación a los 65 años no dejará de ser una liberación, un bien venido jubileo. Queden éstos en la perspectiva de lograrlo. Hablaré de tantos otros, seguramente los más, que llegan a esa edad en su plenitud intelectual, que sienten como primera vocación la docencia, la investigación o la suma de una y otra, que con todo su corazón desearían seguir ejercitándolas y que bajo la fuerza de un doble imperativo, el jurídico de la ley y el factual de la realidad -la tan deficiente realidad de nuestras actuales universidades-, deben consumir en la nostalgia y la desesperanza el exceso de melancolía que la vejez trae consigo.
Entre tantos, elegiré el ejemplo eminente de un gran cirujano, Rafael Vara López. Se jubiló Vara a los hasta ahora preceptivos 70 años, llevando dentro de sí la energía vital de un toro, un enorme y sólido saber quirúrgico, la plena integridad de su bien probada vocación docente y el más vivo deseo de seguir enseñando. Para satisfacerlo, pidió que se le permitiese el ejercicio gratuito de una actividad quirúrgica especializada en la que tenía singular competencia, y la explicación del curso monográfico a ella correspondiente. No se le concedió lo que solicitaba; lo que ofrecía, más bien. Yo fui confidente de su honda contrariedad. Pero eran tales su afición y su ímpetu, que no pudo resignarse a la -tan cómoda, en su caso- inactividad universitaria. Un hijo suyo, también Rafael y también eminente catedrático de cirugía, reservaba para él en Granada los casos difíciles; y cuando había alguno, allá se iba Vara padre para hacer durante algunos días lo que con tanto brío le henchía el alma, operar y enseñar. Muchas veces he pensado en el caso de Rafael Vara López y en el de los muchos catedráticos jubilados que se ven en la imposibilidad de purgar con el trabajo el inevitable aflujo senil del humor melancólico.
Cuidado: en modo alguno estoy contra la jubilación a los 65 años. Tras la casi masiva penetración de idóneos en los cuadros de la docencia universitaria, algo debe crecer el hueco administrativo, durante los decenios próximos, para quienes están iniciando su carrera universitaria. Veré como un peligro ese adelanto de la pasividad legal -¿no se nos llama clases pasivas a los jubilados?- y me rebelaré contra ella, eso sí, en el caso de que la legislación futura no tenga en cuenta una realidad biológica y una posibilidad universitaria.
Realidad biológica es la que la actual investigación gerontológica ha constatado en la senectud de nuestro tiempo. Un autor reciente, N. Butler, enumera la no pequeña serie de mitos acerca de la vejez que hoy deben ser destruidos: el mito del envejecimiento cronológico, es decir, la idea de que la edad de un individuo humano se mide por el número de sus años; el mito de la improductividad; el mito de la falta de interés por las cosas; el mito de la incapacidad para la adaptación; el mito de la senilidad (pérdida de la memoria útil, disminución de la capacidad para la atención, aparición de episodios confusionales); el mito de la serenidad. No es preciso recurrir a la mención de tantos y tantos viejos productivos -Sófocles, Kant, Goethe, Goya, Cajal, Menéndez Pidal, Gómez Moreno, Picasso, Carande, Jorge Guillén, Miró, Zubiri, cien más, entre los creadores; Metternich, Churchill, Adenauer, De Gasperi, Golda Meir, entre los hombres de acción- para defender la tesis de Butler; ésta, en efecto, no se refiere a la existencia de un número mayor o menor de casos singulares, sino a un hecho biológico-social propio de nuestro siglo. Senectus ipsa morbus, "enfermedad es la vejez misma", escribió Terencio. En la Roma antigua, tal vez. En el mundo actual, acaso haya que decir: "No hay jóvenes y viejos; sólo hay jóvenes y enfermos".
Pero... sin exagerar. Palabra de viejo. Con una elegante mezcla de ironía y optimismo solía decir Frank Lloyd Wright, el gran arquitecto norteamericano, que la juventud no es más que un estado de ánimo. Lo malo es que cuando uno descubre lo que en esa ingeniosa frase es verdad, ya es viejo, añado yo. La vejez existe, sí, y no hay viejo que no lo sepa. Me conformaré diciendo que, hoy más que nunca, la vejez sigue siendo productiva, recordando que el fruto de la productividad senil puede a veces llamarse Edipo en Colona, Crítica de la razón pura, La lechera de Burdeos o El hombre y Dios, y afirmando que en todos los casos y en todos sus niveles podrá ser útil a la sociedad, además de serlo al senecto.
Sobre esta realidad biológica, la posibilidad universitaria de un valioso y nada caro incremento de los recursos para la enseñanza superior. Sin merma de los derechos y las actividades de quien le suceda en su cátedra, ¿qué puede hacer en la universidad un catedrático jubilado? Varias y nada desdeñables cosas: dar cursos monográficos, dirigir tesis doctorales, organizar y regir seminarios; y junto a ellas, claro está, una más: seguir investigando -si, como parece inexcusable, el departamento universitario lo permite-, acaso con una holgura de tiempo muy superior a la que antes de la jubilación estaba a su alcance. Me pregunto si la universidad se halla en condiciones de arrojar por la borda, como si fuera un fardo inútil, este conjunto de posibilidades, tanto más estimables cuando la potenciación del llamado tercer ciclo es una de las más graves e ineludibles exigencias de la vida universitaria. Conviértase en tercerciclistas a cuantos jubilados lo deseen, aunque este ciclismo suyo no les permita participar en los tours, las vueltas y los giri del ciclismo rodante, déseles algún medio y la modesta retribución congrua, y no será poco lo que nuestra cultura y nuestra universidad salgan ganando. Si no es así, si la jubilación no pasa de ser el tránsito hacia una melancólica y vegetante holganza, mucho me temo que la pasividad forzosa a los 65 años sea la causa de un lamentable e irremediable desmoche de no pocos de los grupos docentes hoy más eficaces y prestigiosos. Véalo por su cuenta el lector, contando edad es en el escalafón de catedráticos.
No, no se trata de recobrar para el anciano el halo de prestigio y la función de mando que antaño tuvo en las sociedades patriarcales; esas en que, como dice la lúcida Simone de Beauvoir, la longevidad es la, recompensa de la virtud. El juvenilismo es uno de los rasgos de nuestro tiempo, y más en España que en otras partes. Manden, pues, los jóvenes. Pero no olviden que para ser máximamente eficaces, necesariamente deben contar con lo que. podemos hacer los viejos, los que con nuestra actividad estamos diciendo el "hoy es siempre todavía" del polivalente y casi obligado don Antonio.
Otro día hablaré de los idóneos.
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